domingo, 18 de febrero de 2018
Torturados POR MANOLO CUADRA (NICARAGUENSE) Cuento Completo.
Torturados POR MANOLO CUADRA (NICARAGUENSE) Cuento Completo. DENUNCIA la luz los contornos del bote, en el que se levantan
a compás los remos silenciosos, envueltos hasta la
mitad en fundas de bramante.
Phillips habla en voz baja. Su compañero arrástrase a fin
de observar:
––¡Son ellos!
Se apelmaza contra la arena. El otro hace lo mismo.
Continúa acercándose el bote, pero tan lentamente, que
desespera a los dos hombres. Al fin atraca. El ruido que hace
la quilla al hincarse en la arena arranca al silencio una nota
de alarma. Voces. Un ligero chapoteo.
––¡Arriba las manos!
El triángulo de luz de un reflector irrumpe sobre los marineros
y entre el rumor de la lucha elévase la voz de Hays
––¡Al cuartel, pronto!
La patrulla toma un sendero estrechísimo que despierta
en una línea blanca y sucia cuando cae sobre él, el chorro
luminoso de los focos.
Senderito inverosímil, encaramándose a medida que se
avanza, sobre el dorso de una elevación montañosa. Marchando
de uno en fondo, deteniéndose constantemente
para no despeñarse, el grupo, más que una patrulla armada
en guerra, pareciera una troupée de alambristas en exhibición
fantástica ante la noche.
Tupe la maleza por ambos lados y cubre el cielo sobre
la cabeza de la expedición. A las bifurcaciones sobrevienen
descensos demasiado rápidos: aun una dilatada planura, todavía
el paso de la quebrada y, hasta entonces, la pendiente
fácilmente perceptible.
Aparecen, de choque, media docena de luces pequeñas,
semi-rojas, tristitas y desveladas.
––Quilalí –apunta Hays.
Los soldados respiran satisfechos, uniformemente, como
no lo harían mejor en su clase de gimnasia respiratoria.
Ante el índice del farol que raya la obscuridad las tinieblas
vuelven grupas atropelladamente. Hays ordena:
––¡Vengan los prisioneros!
Una sombra adelanta, seguida de otra que llena el trayecto
con un chirriar de hierros. Al penetrar en la cámara de
las torturas, la luz le da encima. Esa sombra es un hombre.
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Delgado, de estatura mediana. Los ojos pequeños sumamente
brillantes, parecen tizones prontos a darle fuego a los
matorrales de las cejas; pero su piel, pálida por la ausencia
de glóbulos, tiene una diáfana transparencia palúdica.
Se ha quitado el empalmado y lo voltea entre las manos,
como si con el contacto de esa prenda tan familiar quisiera
convencerse de que no está siendo víctima de una pesadilla.
Mira a su alrededor caras desconocidas, que, por una paradoja,
le son a la vez perfectamente conocidas: son caras
enemigas.
Contesta a las preguntas de Hays cuyo español es tan
ortodoxo como su slang neoyorkino. Es la misma, la misma
declaración que constituye un motivo central en la vida y
sentimientos de cada habitante de esta región:
Enmontañó el mismo día que su rancho fuera quemado
por los airoplanos. Con el hijo mayor, ese mismo que han
traído con él, logró escabullirse ende que voló su champa.
Hubiera querido también arrastrarse a Pedrito; pero el pobre
ya estaba boquiando, con los menudos deshechos. Su
mujer, por lo que le decían los ispiones, debía estar en la reconcentración.
Ha terminado. Su voz lleva a horcajadas, en premeditada
solidaridad, la historia de todos sus compañeros dispersados
más o menos así.
Hays adelanta, acercándose:
––¿Sabe esto? Yo saber que usté las hace.
Es un tarro enorme, de cerca de tres libras, que no llegó
a explotar. El otro, lanzado con mucha seguridad, fue el que
decidió el contacto a favor de los rebeldes en la emboscada
de la noche anterior.
¡Pobre el segundo teniente Livington, tan joven, tan
gentleman!
Hays dedica un recuerdo conmovido a su gallardo compañero
de la marina, caído el primero en el momento trágico
de aquella encrucijada obscura. Recuerda la confusión después
de la sorpresa, los rostros lívidos de los marinos que,
sin poder localizar a los asaltantes se asesinaban entre sí.
El prisionero calla. Aquel objeto le ha traído a la mente el
empleo que, acompañado de su hijo, daba al tiempo en los
talleres improvisados de “El Cinchado”. Días enteros guareciéndose
bajo las champas, ocupados en llenar de pólvora,
púas y otros desperdicios metálicos, los potes de conservas
que los gringos, admirables gastrónomos consumían en sus
expediciones. La mecha está quemada hasta la mitad. Una
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pulgada más y habría tocado el fulminante. ¡Qué lástima!
Dice al fin:
––No sé qué es eso. Yo no sé nada.
––¡Empiecen! –ruge Hays.
Pero hace una nueva tentativa de cohecho:
––Dice, hombre; dice…
El hombre niega, impasible. Los puños del yanki cruzan, y
el hombre se abate como un corcho.
––¡Empiecen! –repite.
El prisionero incorpórase bajo sus patadas sonámbulo.
Dos cuerdas metálicas salen del generador, pasan por la llave
del trasmisor de radio y terminan en los pulgares de sus
manos, fuertemente incrustadas.
Dos hombres han ensamblado las manivelas en el eje que
mueve aquel artefacto. La corriente se multiplica a medida
que el engranaje gira impulsado por las manivelas. Phillips
aparece por la puerta trasera y vuelca una cuba de agua bajo
los desnudos pies de la víctima, que se vuelve, sorprendido
de algo que no comprende. Hays ríe:
––¡Oh Phillips! ¡Delicioso! ¡Fantástico!
El paciente inicia un movimiento de abajo para arriba, retorciéndose
como un hombre que se despereza. Un gemido
de imposibles interpretaciones fonéticas, amorfo, inarticulado,
sale de su pecho y queda, doblado por el eco, revoloteando
en el cuarto.
En voz alta, Phillips va marcando el recorrido de la aguja
que indica un ascenso en el voltímetro:
––Hundred… two hundred-sixty… three hundred-ten…
Los operadores continúan volteando las manivelas.
––Three hundred eighty –canta Phillips.
El torturado no resiste más. Disparado por fuerza irresistible,
choca contra una pared en envión violentísimo, rebota
y cae ruidosamente. Los extremos metálicos se han zafado
de los pulgares. Adviértese sobre éstos el rastro sangriento
de la tortura.
Hays está sobre él, conectándolo nuevamente a la cuerda.
Las manivelas, que han sido paradas mientras dura esta
operación, giran otra vez. La víctima salta desde el suelo lo
mismo que pelota de goma. Intenta apoyarse en la pared;
pero resbala y cae. Sus manos críspanse, una sobre otra, en
gesto de sufrimiento infinito. El extremo de ambos alambres,
no protegidos por la capa aislare, forma circuito con
este movimiento imprevisto. Pronto una llama lengüetéa,
achicharrándole la piel de las manos en pirotecnias maca
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bras, como si fuera un ilusionista estupendo.
El olor atosigante del pellejo quemado llena la pieza.
Un entusiasmo satánico ha coloreado el rostro de Phillips.
Hays sólo sonríe.
Sobre el piso, estropajo de carne, sudor y sufrimiento, el
hombre gime con un gemir cortado, como sólo pudiera hacerlo
un niño a quien le faltara el calor de la madre.
Phillips espía, temeroso de perder un solo detalle del espectáculo,
el rostro odiado.
––Povrecito, povrecito. Llevarlo a la enfermería.
Un minuto después lo fusilaban.
¡El otro!
Por un refinamiento de crueldad han hecho que el otro, el
hijo del hombre a quien acaban de suministrar un calmante
definitivo, presenciara la tortura desde una pieza contigua.
Impotente para socorrer al padre sacudido bajo la acción de
aquel chunche infernal, el otro ha cerradolos ojos. Las detonaciones
oídas ha poco le tranquilizan. Su padre ha dejado
de sufrir. Él sabe ¿Quién no sabe lo que significa conducir a
un prisionero al hospital?
Al entrar, dijérase guiado por una rara voluntad de sufrir,
de tal manera se planta ante el instrumento y aun ofrece
ambas manos a los operadores. El bozo, apenas perceptible,
deja suponer el arranque de la adolescencia. La vida semisalvaje
que llevaba ha dado a sus músculos, con el constante
ejercicio de fugas y persecuciones, una hinchazón prematura.
Bajo el pantalón, que debe tener meses y meses de uso,
márcanse perfectamente los altos relieves de la virilidad.
––Y usté, muchacho, ¿usté tampoco sabe esto?
El jefe tiene la bomba entre sus manos: la pone bajo unos
ojos asustados; la choca fuertemente contra unos labios,
hasta hacerlos sangrar. De momento Phillips falla y alienta
una esperanza.
––¿Sabe? Diga…
Ninguna contestación. La víctima permanece lejana, tal
vez sumergida en la evocación de su libertad perdida.
Phillips esboza una señal. Las manivelas comienzan sus
fatídicas vueltas. Bajo los alambres corre el voltaje que desemboca
en los pulgares, mordiendo el resto del cuerpo. Sudor
copioso. El cuerpo se encabrita, gira, recójese sobre si,
adoptando las poses más excéntricas. Es algo infinitamente
parecido a los visajes de un contorsionista. Las manos mué-
vense rápidamente en movimiento de martilleo, con velocidad
que no decrece, Hayscompara esas contorsiones con
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las del pugilista que golpea un punchingball. Y grita, alegre:
––¡Mira, Phillips, mira!
Y Phillips mira, pero otra cosa, con el rostro alargado de
espanto. Los pulgares del preso se han unido. La llamita siniestra
despliega su cabellera quemante sobre unas manos
que van a posarse en la mecha del tarro infernal. Toda la sangre
se agolpa en el corazón miedoso de Phillips.
Quiere huir…
Es inútil. La explosión se produce.
***
Sobre la viga del techo un fragmento humano se balan
cea graciosamente. Es una pierna.
¿Habrá pertenecido a Phillips? ¿A Hays?
¡Quién sabe! Pero es, evidentemente, una pierna.
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