sábado, 17 de febrero de 2018

Arco Secreto por GUSTAVO DÍAZ SOLÍS. Cuento Completo


Arco Secreto por GUSTAVO DÍAZ SOLÍS. Cuento Completo

I
La habitación estaría a oscuras si no fuera por esas verdes cuchillas de luz que agita el viento nocturno. Hace calor. El calor vive en la sombra como presencia metálica y hu­mana. David reposa en la cama, desnudo, febril. Quisiera dormir pero está seco de sueño. En sus sienes golpea la imagen de aquel hombre repulsivo. La almohada sofoca. Bruscamente, la tira al suelo. Se oye un sonido aplastado y, después, la almohada brota, blanca, en la sombra baja. Ahora de costado toma un cigarrillo. La luz de la cerilla hace oscurísima la habitación. Pasa suavemente el humo sobre la brasa que late viva y roja en el humo. Caen como súbitas cortinas las paredes amarillas y las cosas emergen lentamente en la sombra, como si miraran.
El cuerpo destaca, casi negro, sobre la cama, y en el silencio parecen abolidas las cosas de afuera.
Ahora recuerda. Recuerda que, cuando llegó a este campamento petrolero, pensó que su estada no dejaría huella. Sería libre, verdaderamente libre, porque no deja­ría huella. Sin embargo, la experiencia de aquellos meses recurre en golpetazos a las sienes. Encuentra difícil dete­ner las imágenes que pasan resbalando, superponiéndose, revocándose, multiplicándose en la fuga infinita de cierta estructura absurda de pulpo entre espejos.


Ahora recuerda. Era la mediatarde de un día de marzo, y por la ancha ventana él se había asomado al nuevo pai­saje. Afuera la luz en el caliente día de verano. Y en la luz, bajo el cielo exaltado, las casitas rojas, verdes, blancas. Y una calle-carretera entrelazando las casitas; y una muralla oscura de selva, allá en la lejanía zarca. Sus ojos abiertos a la luz coruscante y, en lo hondo, vagas, imprecisas sen­saciones. Pero más adentro, en lo secreto de la sangre, los impulsos tendían, seguros, sus arcos innumerables.
Apartándose de la ventana había entrado al dormitorio. Se quitó los zapatos y la camisa blanda de sudor. Terminó de desnudarse y se metió, tibio, elástico bajo lá ducha. Abrió el grifo y el agua de transparencia plomiza salió violenta, gruesa de frescura. Saltó el agua en la cabeza y los hombros; le azotó las espaldas que brillaron con luz de cobre. El pelo vino sobre la frente. Los músculos del ab­domen levantaban suaves colinitas de cobre y sombra. Y el agua fresca que lo cubría todo, abajo, sobre los pies ama­rillos, caía ruidosamente.
Después vistió de limpio y salió. Caminó hacia el Este, hacia el Club de los empleados. La casa del Club —amplia, verde y blanca— estaba desierta durante aque­lla hora. Solo, detrás del bar un mozo del servicio leía en un diario, completamente desprevenido de su oficio. Él se proveyó de un magazine grande y brillante que estaba sobre una mesa de mimbre y fue a sentarse a un corredor abierto al aire. Llegaba desde el Oeste un vago trepidar de maquinarias. A poco descansó en las piernas lo que leía y miró al frente, lejos, las casitas alineadas de los obreros. Más acá, contrastaban las casas de los emplea­dos. A su derecha pendía hacia el sur un pedazo de carre­tera polvoriento, por el que a ratos pasaba algún camión ruidoso; algún oscuro, silencioso caminante. Aquí, en un
plano inferior, la piscina verde, pulida y honda de nu­bes altas.
Detrás de la piscina, una alargada caseta de madera —la cancha de bowling—. A su izquierda, al fondo de una hondonada pequeña alinderada por grandes árboles, dos canchas de tenis. Y rodeándolo todo bajo un sol de fuego, los verdes campos de golf, esponjosos, ondulantes.
Quieto frente al paisaje, se había sentido solo, separa­do, concreto en el aire. Allí terminaban veinticinco años urgentes: la Universidad, los amigos, los libros, alguna mujer, los viajes. Y él constataba que cada experiencia de aquellos años se manifestaba en la manera como estaba allí, aparentemente quieto frente al paisaje. Él era lo que había sido.
De pronto, por una puertecilla lateral asomó el mozo del servicio. Él percibió agudamente la presencia extraña del muchacho que sonreía. Le ordenó un refresco y a poco el muchacho volvió con una bandejita sobre la que tinti­neaba un vaso pesado, alto y frígido.
Entonces por allí cruzó un lagarto verde y oro. Vibraba, como untado de colibrí. Inquieto, el lagarto se detuvo so­bre el piso blanco que espejeaba de sol. De ninguna parte apareció, suave, un gato negro, lustroso. El gato miró al la­garto, verde y oro bajo el sol. Agudo de sigilo, el gato co­menzó a encogerse, encogerse. Así debió estar susceptible a las más sutiles impresiones, porque volvió la cabeza hacia arriba, donde él estaba, y lo miró con el fuego frío de dos almendras de azufre. Luego volvió a concentrarse sobre el lagarto que vibraba desapercibido en el sol. Así estuvo el gato durante varios segundos, tenso, vigilante. De pronto estaba sobre el lagarto. Se le veía ondular, ne­grísimo, redondo de brillos y de eléctrica armonía. Debajo


de la cabeza asomó la cola del lagarto, agitada, como ia punta de un látigo. La cola del gato ondulaba elásticamen­te, viva de una certeza escondida en lo secreto de la sangre.
En el silencio sonó, agudísima, una sirena. El gato hu­yó, ágil. Llevaba el lagarto atravesado, convulso, en la bo­ca delicada.
Todavía la sirena gemía hondamente cuando él se puso de pie, conmovido. El aire comenzó a llenarse de un ruido numeroso. El ruido despertaba, crecía en la luz, se despla­zaba sobre las cosas, como derramándose. Después, un gran silencio se hizo en la fuga del eco clamoroso que se perdía más allá de las últimas casas.
Llegaba gente al Club. Adentro de la casa sonó música estridente. Sobre el campo de golf aparecieron pequeños grupos. Algunas parejas bajaban en silencio hacia las canchas. Él se había sentido casi molesto ante todo aquel movimiento inesperado. Por la puertecilla lateral salieron animadamente una mujer y un hombre. Ella, de pelo rojizo recogido y oscuros ojos grises. El hombre, rubicundo, pesa­do. Le saludaron con breves inclinaciones de cabeza y en una mesa verde y ancha comenzaron a jugar al ping-pong Él, desde su asiento, aparte, miraba cómo la pelotica blanca saltaba nerviosamente del hombre a la mujer, de la mujer al hombre. Inesperadamente, desde la caseta de bowling llegó un estrépito formidable. Él se sintió como electrizado. Sudó rápidamente. Aún tenía el vaso helado en la mano. Succionó entonces con fuerza y produjo un ruido indiscreto. La pelo- tica cayó al suelo en ese momento, brincando. La mujer —de pronto sola, única— sonrió con benevolencia. Él vio extraviadamente las grandes nalgas del hombre agachado, y se encaminó a la cancha de bowling.


Allí había alguna gente que jugaba y, al cabo de las pistas pulidas, dos muchachos borrosos. Miró tan ávida­mente el juego, que le invitaron a participar. Tomó tiza en los dedos y atrajo una pesada bola, negra y brillante. Jun­tó las cejas y miró finamente hacia el fondo. Se irguió en equilibrio sobre la tensión de sus músculos, luego inclinó el tronco y partió, suave. La bola se fue velozmente por el brillo de la pista y al fondo explotó en los bolos que fue­ron aventados. Detrás, hubo un ruido sordo en el cojinete y se vio al muchacho saltar para no ser alcanzado.
Ante el elogio de los otros, sus ojos flameaban. Tenía las cejas abiertas, sonreía. Sentíase descargado, corporal­mente feliz.
Aquella noche comió en el mess-hall, que era un sa­lón-comedor muy iluminado, lleno del olor de guisos vagos y donde unos mesoneritos cetrinos servían entre comensales rubicundos. Cuando salió respiró el aire hú­medo de la noche. Sentíase la presencia oscura de la sel­va. Las casas, las luces, las instalaciones, todo aparecía transitorio en oposición de aquel mundo vegetal que emergía de la noche. Un silencio vivo, formidable, burbu­jeaba entre los árboles.
Él se encontraba ligero y apto, seguro en su contenida, separada humanidad. Por eso aceptó lo que le sugiriera el compañero de mesa. Tomaron una camioneta y por un bra­zo muy pendiente de la carretera, bajaron al poblacho crio­llo, húmedo y triste em-sus luces mortecinas. El vehículo trepó las gibosas callejas agrietadas que oleaban frente a la luz de los faros. Pasó umbrales foscos, hombres y mujeres hieráticos, vestidos de telas claras. Él, aparte, ignoraba al otro, oscuramente, y experimentaba una compasión violenta,


un disgusto avergonzado ante aquella sordidez inexplicable pero real, aquella miseria.
El automóvil dobló una esquina ruidosa que obstaculi­zaban agrios olores de borrachos. Por último, se detuvo bruscamente frente a una casita torcida.
La patrona les dio una bienvenida que fingió ser mal­humorada. El compañero se introdujo con soltura de pa­rroquiano, pero él quedó a la zaga, sofrenando de cautela, de secreta voluntad de distinguirse. En el recibo penum­broso estaban varias muchachas hacinadas promiscua­mente en un diván destartalado. El vio con sorpresa una vieja mecedora que allí había y tomó asiento en ella, inex­plicablemente. Todavía estaba honda y tibia de contacto humano. Entonces comenzó a mecerse frente a las mucha­chas y la patrona que sonaba plata entre las manos gordas Sintió cómo su presencia les era impertinente, les moles­taba, les desnudaba tristes vivencias sepultadas bajo cos­tra, como llagas. Continuó meciéndose sin embargo. Su figura destacaba totalmente extraña en la habitación un poco amorfa; y él sentíase separado de los otros, distinto, intocado por aquella sordidez. Las muchachas pintarrajea­das le miraban desde la sombra con ojos amarillos, vitreos de frustración y de vergüenza. Entre ellas y él se estableció un antagonismo que parecía revivir remotas jerarquías, re­motos yugos de bota imperativa y látigo arbitrario. Él sentía todo esto, aparte en la penumbra, y continuaba meciéndose petulantemente, con petulancia que no era, sin embargo, sino lealtad inconsciente a su linaje. Ellas lo miraban con ojos tristes de bestias vergonzantes.
De pronto paró de mecerse y preguntó con voz pulcra, extraordinaria:
—¿Hay cerveza aquí?
Y una de las muchachas, halada de su fascinación, res­pondió desde la sombra: i —¿Señor?
Al día siguiente había ingresado al departamento de Car­tografía, cuyo jefe levantó la vista de unos mapas al sentir­lo frente al escritorio y produjo un gruñido interrogativo. Él lo reconoció al instante y presentó sus credenciales. Era en efecto el mismo que había visto la noche anterior en el mess-hall y que le había producido impresión repulsiva. Allá lo había advertido por el ruido que producía cuando masticaba. Entonces le había observado con asco la boca por cuyo canto chorreaba grasa y en la que faltaba un canino; y el mirar tardo; y el movimiento flácido del cue­llo que abultaba el paso laborioso de los bocados. Recor­daba que, por último, el otro se había retirado después de ensuciar el mantel al limpiarse la boca y las manos, y ya sobre el umbral había producido un eructo agrio y profun­do que sobresaltó a los comensales.
Y él había tenido que estar de pie frente al escritorio, mientras el otro decía su plática inaugural, a la que él no prestaba atención, por tenerla puesta en el recuerdo de lo que viera la noche pasada en el comedor. Y por momentos, ya insoportables la voz y el gesto y la figura toda, él había bajado los ojos hasta los zapatos puntiagudos y los panta­lones grises que destacaban bajo el escritorio. Terminó por fin de hablar y entre gruñidos se echaba de nuevo sobre los mapas, cuando el se retiró, tomado de una total y con­creta oposición al otro.
En aquella obligada subordinación, algo fundamental se rebelaba en él. Se exaltaba en él un sentimiento del que podía saberse dónde terminaba lo personal y comenzaba lo colectivo. A poco fue una profunda sensación de desa­grado lo que experimentaba en presencia de aquel hombre que sutilmente trataba a su vez de sojuzgarlo, de ratificar su jerarquía. Aquella aversión se diseminaba sin posible detenimiento. No era una localización racional, era la sen­sación total de una antipatía de sangre, una oposición inconsciente, medular, que demandaba liberación. Frente a aquel hombre grasiento, frente a aquel patán que preten­día encubrir con lentitud de gesto y de palabra la evidente condición de advenedizo, él afirmaba la vida, clara y sin­cera como un cuchillo.
Pasaban los días y él constataba cómo el otro lo repelía, cómo trataba de eliminarlo. Pasaban los días y en el otro se manifestaba cada vez más la posibilidad inmanente de ser el objeto de un desahogo violento, de una suprema ins­tancia de liberación. Sin embargo, los empleados del De­partamento nada de esto percibían. Nada podían percibir de este secreto proceso. Por las mañanas, por las tardes, él se ocupaba en sus trabajos de cartografía. Pero sentía que a través de los comportamientos de la oficina desde el escritorio del otro hasta su mesa de dibujo, estaba tendida —conectándolos— una corriente de repulsión cada vez más alta. Preimaginaba entonces tantas escenas, que el proceso le parecía fatal, determinado. En parajes absur­dos, anulada toda circunstancia, él se veía frente a la figura repugnante: la cara grasienta, la camisa blanca de mangas largas, los pantalones grises, los zapatos puntiagudos —los ojos. Sin armas, en el sitio irreal, sólo las dos fuer­zas contradictorias. Y él que de pronto saltaba sobre el


otro, y las manos duras como garfios que volaban al cue­llo blanduzco y apretaban, apretaban, hasta el límite, has­ta la pesada inercia de la carne. Había huido de estas prefiguraciones mortales; había huido hacia la vida, hacia la luz, hacia los abiertos caminos del verano. Se extenua­ba en los deportes. Fue de cacería con otros, varías veces. Jugaba al tenis casi todas las tardes, hasta que comenzaba el rumoreo de los mosquitos que prolíferaban en los pan­tanos escondidos detrás de los árboles. Pero aun en la can­cha, mientras jugaba, sentía que desde arriba el otro, en algún sitio, seguía sus movimientos, vigilaba. Él regresa­ba entonces a la casa del Club, alegremente iluminada, y en un banquillo alto se sentaba al bar, abrigado en su grue­so sweater de lana.
Seguramente la necesitaba tanto que ella estaba allí, esperándolo. Él se apartaba del bar y tomaba asiento fren­te a la mesa de mimbre donde había revistas y periódicos. Desde allí la miraba. Mirándola, recordaba su sonrisa benévola cuando la tarde en que él había llegado, ella se entretenía al ping-pong. Separada de sus ojos por la pista de baile, ella jugaba a las cartas. Él, desde la mesa, no se cansaba de mirarla. Y aunque él leyera, sentía que no deja­ba de estar comunicado con ella, que en realidad no se es­taban separados. La miraba jugar con los otros, oía su voz precisa y fuerte. Pero él a esa distancia no entendía lo que ella hablaba. Cuánta compensación recibía, sin embargo, cuando ella al salir lo miraba siempre tan despreocupado de su lectura, y sonreía.
Una tarde él había subido de la cancha. Llegó arriba can­sado, un poco frío, pálido. Ella estaba allí con los otros, como siempre, cejijunta frente a los naipes. Esta vez él pasó de largo. Saludó a unos conocidos, rehusó sentarse


y salió. Salió al atardecer grave, en el que había estrellas. Sintióse solo, segregado, sutil en la dimensión vasta, la sangre replegada en reductos invisibles. De pronto oyó que la puerta a su espalda había sido abierta. Oyó la voz de ella, cordial, enaltecida. Ella venía acompañada. Los otros eran una pareja que partió en un automóvil, casi sin rui­dos. Ella le pasó cerca, saludó sin coquetería, con abierta amabilidad que parecía personal. Él la miró caminar. Miró sus hombros anchos, casi varoniles, bajo la tela liviana; su pelo rojo, su cuello descubierto, su andar sencillo, sin voluptuosidad. Ella tomó un automóvil negro, polvorien­to, y cuando él comenzaba a moverse, le hizo señas, trató de expresar que le invitaba. Él se acercó y le agradeció en una manera pobre y difícil que le produjo disgusto. Ella insistió, tibiamente. Él temió denunciarse y entró. Cerró con cuidado y energía la portezuela y cuando ella presio­nó el botón de arranque con el pie izquierdo, él le había mirado gravemente el muslo sólido, redondo bajo la fal­da clara, y la pierna larga y blanca, brillante como mica.
Sostuvieron un diálogo intrascendente y hasta penoso. I Él hablaba poco inglés y ella, según le confesó excu­sándose, sólo sabía del castellano lo que exigían compras elementales. Él dio su nombre y ella el suyo. Ella había ve­nido de Tulsa, Oklahoma, con su marido que era experto en sismógrafos. No tenían hijos. Actualmente él estaba en Ca­racas, gestionando traslado. Todo lo expresó precisamente, imitando con gracia un informe de identificación.
El automóvil corría hacia el Sur. Ya era noche. Atrás habían dejado las luces del campamento. A ambos lados de la carretera se alzaba la muralla de los árboles y se oía un croar apresurado y numeroso. Él miraba con vaguedad hacia el lado derecho del camino. Ella parecía atender sólo a la conducción del automóvil. Pero en la luz que difundía el tablero, en el calor que exhalaba el motor, él sentía su presencia inminente, actuante sobre su piel y sus sentidos.
De pronto ella dijo, sin dejar de mirar hacia adelante:
—Usted pensará que yo trato de enamorarlo.
El se replegó desde la médula, casi visiblemente, mien­tras preparaba una respuesta en inglés.
—Esa es una preocupación muy femenina —afirmó, abstractamente.
Ella sonrió sin desatender el camino. Después no habían dicho más. El motor se oía ronco. El automóvil corría ta­bleteando un poco en la oscuridad. Pero él la percibía viva de espera, tensa y emocionante como una intriga.
Ella lo percibía varonil y alerta, tendido en la sombra como un esbelto arco.
Desde un sitio ancho de la carretera regresaron. Regre­saron al campamento donde todo se veía limpio y verde, reciente bajo la noche. Entraron por el portalón de la cer­ca, donde había una garita que tenía adentro un borroso vigilante. Él la guió, y a poco ella detuvo el automóvil sin apagar el motor. Entonces se habían mirado a los ojos, se­rios, extranjeros, pero con algo interno en común, un poco abochornados de que se les viera tanto en ellos. Él dio las gracias y trató de abrir la portezuela, pero sin lograrlo. Ella entonces atrajo con destreza el freno de mano y se inclinó un poco sobre él para abrirla. Súbitamente, su mano había saltado sobre el cuello descubierto. Se aferra­ba con delicada seguridad sobre la piel sudada. Ella levan­tó la cabeza y lo miró sin sorpresa en los ojos negrísimos, profundos de concreta hombría. Él le miró los ojos ensom­brecidos, abiertos de voluntad corporal. Por un momento no existió circunstancia. Ella lo apretaba crecientemente,


le acariciaba las espaldas con lenta franqueza. Él tenía un hombro tibio y redondo en la mano tensa, leve y tensa como una garra. De pronto ella lo apartó blandamente, con seguridad.
*—Aquí no. Mejor entremos.
Y entraron.
Aquellos días que siguieron habían sido luminosos. Cálidos días de luz azul, alta sobre los árboles vivos en el viento que arrastraba las nubes. Detrás de la muralla de ár­boles proliferaba la muerte en los tibios pantanos escondi­dos. Mas para ellos sólo había horas cálidas y luminosas, los ojos a la zaga de las nubes, hechizados en el vórtice lento de la entrega verdadera.
Sin embargo, las prefiguraciones recurrieron en la cal­ma que advenía después de aquellas horas plenas. La aversión ya estaba en el tuétano, en la sangre, alerta, vigi­lante, lista para el salto hacia la liberación.
Ah, pero aquéllas habían sido noches tibias. Tibias, silen­ciosas noches, en el refugio de la habitación íntima como una sola estrella en el oscuro azul que no movía el viento. Ellos allí tan silenciosos, tan puros, dormidos a veces en desnuda confianza. Silenciosos, puros, cada uno aparte sin unión de amor que fuera infortunado. Cada uno aparte y perfecto como olvidada llama, sólo coexistiendo en un mismo hechizo de líneas singulares. Ella a su lado. En la penumbra. Viva su carne donde la luz se detenía como en la carne de las peras. Él a su lado, dorado y tibio como ciervo descansando. No había palabras. Sólo los gestos fundamentales. No había antes, ni después. No había pala­bras. Sólo la plenitud del momento suspendido como una sola estrella en el oscuro azul que no movía el viento.


Poro las lluvias que a su llegada habían sido rápidas, atra­vesadas del sol caliente, comenzaron a caer casi sin in- wrupcKXies, La humedad invadía, ablandaba la luz y cubría las cosas con un peludo moho gris azul. La vegetación ha­bía cobrado exuberancia que oprimía, que derramaba una vasta tristeza en el paisaje.
Con el regreso de su marido ella tuvo que volver a su anterior realidad, al quehacer de las angostas cosas diarias. También él volvía a sus cálculos y sus mapas, a la inevita­ble presencia del otro que parecía saber de su mutilación y la reavivaba con saña sutil, inadvertida por los otros. Pero eflos retomaban a lo cotidiano con una especial sabiduría de elegidos.
Por entonces llovía copiosamente, cerrando los cami­nos. La oscuridad venía pronto en las tardes húmedas, a menudo frías. Venía sobre la muralla de los árboles que 1 cercaba el campamento, entre nubarrones y humo bajo de I niebla. Anochecía sin estrellas. Él miraba caer la lluvia frente a la ventana, miraba llegar la noche. Caía el agua verticalmente, como para siempre, y se iba fragosa por las i torrenteras de la calle negrísima mojada de brillos planos.
ni
1 Ahora el viento nocturno mueve la seda del silencio. El | calor se deposita blandamente sobre las cosas. Las cosas I desde la sombra miran. David apaga el cigarrillo. La bra- ¡ sa chilla débilmente en el vidrio del cenicero y en el silen­cio que se rehace el reloj destila el tiempo. Late adentro el duro corazón oscuro y vivo. El viento afuera hace rumor de I agua. Las imágenes se desplazan lentas. Pasan gelatinosas


figuras, sombras alargadas, revientan burbujas de lenta gelatina. Suenan cobres violentos y un pulpo sordo se tra­ga toda el agua de los espejos verdes y el silencio se estira pulido y fino como piel de pozo en la noche. El sueno nace en los huesos, como humo. Como humo se abrepaso entre la carne sólida y se esparce, como humo. Desde el horario quieto en la sombra un gato de azufre mira.
De pronto un blando aire gris pasa sobre el cuerpo secretamente vivo en el humo del sueño. Desaparece lige­ro por la puerta de la habitación. Pero en la puerta reapa­rece, vuelve, vuelve. Desaparece de nuevo, vuelve. Aire negro de sombra alada y loca pasa sobre el cuerpo secre­tamente vivo en el humo del sueño. Silencio —en el reloj trota un caballo de plata, pequeñito. Vuelve el rápido rui­do de seda y sombra negra y hielo negro por el aire. Pasa; pasa y choca duramente contra la tela metálica que cubre la ventana. Los ojos del hombre se abren, emergen, disi­pan el humo del sueño. La punta de una aguja de lumbre de vida horada la sombra y busca el ruido sólido y negro que vuelve por el aire y pasa. El viento llega cargado de nocturno ruido de agua lejos. Desaparece el cuerpo negro de hielo y se oye chocar duramente en la otra habitación. Las cosas se repliegan ciegas y duras. La sombra se agita de láminas verdes. Viene ruido de viento y de agua cerca; crece, crece, y entonces se oye la lluvia caer —totalmente. El hombre se incorpora, se alza desnudo como viva llama. Viene de nuevo el cuerpo negro, viene frente a él por el aire —y pasa. Y el aire golpea hielo en el rostro y en la sangre donde aún hay burbujas de humo de sueño. El hombre salta a un lado. Pasa el cuerpo negro y choca pesadamente contra la tela metálica de la ventana. Salta el hombre a otro lado, abre el closet y palpa y toma la raque­ta de tenis. Salta luego dentro de la sombra verde llena de


ruido de lluvia el cuerpo vivo como llama de cobre ágil. Vuelve el cuerpo negro, alado y negro, desplazando aire de hielo en el aire. El hombre cruza un raquetazo en la sombra y no tiene resistencia. Desaparece el cuerpo ne­gro, alado. La lluvia cae sin prisa, rumorosa, afuera. Vuel­ve el cuerpo negro, vuelve. Otro raquetazo en la sombra, y otro y otro. Desaparece por la puerta el cuerpo de muerte. Viene de nuevo, viene, pasa. Choca con ruido pesado. Vuelve, vuelve, pasa. Desaparece —se oye desde el corre­dor el mido gris que va ciego en el aire. Salta el hombre al corredor. Gira el cuerpo pulido de brillos móviles. Viene por el aire verde el negro cuerpo alado. Pasa. Otro raque- tazo cruza. La tela metálica suena con estruendo corto. Cae una cosa negra y agitada en un rincón amarillo en sombra. Aletea, rasguña la pared con las alas negras de seda tensa. El hombre salta y se encorva, oprime el marco de la raqueta contra el animal oscuro que aletea en el rin­cón. El animal de negra seda aletea fuerte, más fuerte. El hombre deja la raqueta sobre el animal y vuelve a la habi­tación. Mira dentro del closet con los dedos finos de ins­tinto, que palpan las repisas. Los dedos encuentran un largo cuchillo enfundado. El hombre desenvaina el cuchi­llo y regresa con la hoja que fluye de la mano como una cosa viva que acompaña. En el rincón la raqueta tabletea sobre el animal torpe y negro, caído del tiempo. Las alas rasguñan la pared amarilla en sombra. Ya no hay oscuridad para los ojos del hombre. El hombre acerca la punta del cuchillo al aleteo del animal. Toca el cuerpo blanduzco y revientan burbujas de hielo en la sangre que pesa en los brazos y corre por la espalda. Entra la punta en la carne escondida bajo la piel de urna, repulsiva. El animal chilla, lastimeramente. El brazo del hombre hunde más el cuchillo en el cuerpo repugnante. El animal chilla, chilla. Voltea



la cabeza a un lado —la cabeza de perro pequeñito. Ya no hay sombra para los ojos del hombre. La cabeza del ani­mal, agobiada, voltea a un lado y a otro, brusca. El animal abre los ojos de rata de ojos de pájaro de ojos de semilla sola de papaya. Se queja y muestra los dientecillos de pez y se queja lastimeramente. El brazo levanta el cuchillo y lo hunde otra vez, otra vez en el cuerpo de seda blanduzco. Chilla el animal y muestra sangre en los dientecillos de pez tragado por una rata. Aletea brusco y por debajo del ala ancha y negra saca una garra pequeña de ave abortada. Afuera suena la lluvia, pausada, rumorosa. El hombre res­pira anhelosamente, caliente en la sombra, como viva lla­ma de cobre verde. El animal gime, convulso, agobiado. La punta del cuchillo se hunde otra vez, otra vez. El hom­bre suda, perfectamente solo. Hunde el filo, toca hueso, hace girar el mango del cuchillo en la mano dura como garra. El aleteo en el rincón es ahora epiléptico, convulso, irregular. Sale de bajo el ala de seda la garra pequeña de ave abortada, fría y violácea de muerte. Entonces se hace un silencio grave donde sólo se oye la respiración llena del hombre y el ruido de la lluvia que afuera cae, como para siempre. Las alas negras del animal se derraman sobre el suelo, anchas de entrega y de muerte. David se estira como lenta llama de aceite, solo y único como un antiguo ídolo vuelto a la vida en otro tiempo. El brazo cae al flan­co del hermoso muslo de cobre y ceniza. Se apaga la hoja del cuchillo. La cabeza de David se inclina sobre el pecho que brilla verde, y todo el ruido de la lluvia y del viento se esconde en el pelo negrísimo.

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