domingo, 18 de febrero de 2018

La Rebelión. Cuento de Rómulo Gallegos Completo


La Rebelión. Cuento de Rómulo Gallegos Completo

I

MANO CARLOS

Esto fue cuando Juan Lorenzo tenia cinco años.
Una noche, a las primeras horas, estaba él en las piernas de su madre, que le cantaba para dormirlo, cuando llegó un hombre a la puerta, y dijo:
—Señora, dígale a Mano Carlos que aquí está Julián Camejo que viene a cumplile lo ofre­ció.
Efigenia dejó al niño en la mecedora y en­trando en el cuarto del marido se acercó a la hamaca donde él estaba y le dijo, con su voz de sierva sumisa que habla al amo que acaba de azotarla:
—Que ahí está Julián Camejo que viene a cumplirte lo ofrecido.
El hombre saltó de la hamaca y se precipitó fuera del cuarto a grandes pasos, a tiempo que desabrochaba la tirilla del revólver en la faja que llevaba siempre al cinto.
Eñgenia comprendió entonces lo que iba a suceder, pero no hizo nada por evitarlo, parali-

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zada por el terror. Juan Lorenzo, que estaba ¡ mancornado en la mecedora, se enderezó rápi­damente, cuando el padre atravesó el corredor dirigiéndose a la calle.
Transcurrieron los instantes precisos para que el comandante Carlos Jerónimo Figuera atravesara el zaguán; pero a Efigenia le parecie­ron infinitos, porque durante ellos estallaron en su cerebro un tropel de pensamientos que, para sucederse unos a otros, habían requerido largo espacio de tiempo. Esperando oír el disparo in­evitable le pareció que se dilataba tanto, que se preguntó mentalmente: «¿Cuándo sonará?»
Por fin oyó. Algo espantoso que no se borra­ría jamás de su memoria: un quejido estrangula­do corto, angustioso como un hipo mortal y ! luego el ruido del portón contra el cual había caído algo muy pesado.
Mucho tiempo después, Efigenia recordó que entonces había dicho ella, lentamente y a media j voz: «¡Ya lo mataron!», y que afuera, en la calle, en todo el pueblo, en el aire, había un silencio horrible.
Luego comenzaron a oírse voces de los ved­nos agrupados en la puerta. Lamentaciones de mujeres que parecía que hablaban tapándose las bocas con las manos trémulas de espanto:
—¡Ave María Purísima! ¡Dios me salve el lu­gar!
Un hombre que decía:
—¡Lo sacó de pila!
Una voz autoritaria:
—No lo toquen. Hasta que no venga el juz- gao no se pué levantá el cuerpo.

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Voces lejanas:
—{Cójanlo! {Cójanlo!
Poco después, Juan Lorenzo, que se había quedado inmóvil en su asiento del corredor, vio que unas mujeres abrían la entrepuerta para dar amplio paso a los que traían el cadáver del co­mandante Figuera. Cautelosamente fue desli­zándose en el asiento hasta alcanzar el suelo y sin quitar la vista de la puerta por donde iba a aparecer aquella cosa horrible. Luego echó a correr hacia donde estaba la madre.

II
LA OTRA EFIGENIA

Han transcurrido unos días. Un viajero que viene de Caracas se detiene en la casa de Efige- nia y habla con ella.
—Bueno, comadre. Yo cumplí su encargo. Pero francamente le digo que me ha pesao, por­que aquellas señoras tías suyas, en cuanto no más les dije a lo que iba me saltaron encima, como unas macaureles. Y usté perdone la com­paración.
A Juan Lorenzo le hizo mucha gracia y estu­vo riendo largo rato.
—{Como unas macaureles! {Ja, ja, ja!...
El hombre sonreía mirándolo tan regocijado.
—¡Ríete! Que ya vas a sabé tú pa qué naciste.
Eñgenia sonreía también; pero su sonrisa era

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algo muerto sobre su rostro alelado. Luego dijo, sin haber recogido todavía aquella sonrisa que se le había quedado olvidada en la faz triste:
—¿Quiere decir que no están dispuestas a re­cibirme?
—Tanto como dispuestas no creo yo que puea decí; pero después que me tupieron con sus desahogos contra usté y contra el difunto mi compae, que en paz descanse, me dijeron que podía decirle a usté que qué se iba a hacé; que por lo visto ellas no tenían más misión en el mundo que estala recogiendo a usté y a lo que usté quisiera llevarles pa su casa. Porque sin yo estásela preguntando me soltaron toa la historia suya; que si su padre de usté se enredó con una mujer que no era igual a él y la tuvo a usté por trascorrales; que si un día se presentó caje de ellas con usté chiquitita, porque se le había muerto la mujé y que ellas, como al ñn y al cabo eran las hermanas d’él y les dio lástima vela a usté desamparé, la recibieron y la criaron como hija, pa que después usté y que les pagara too el cariño que le tuvieron saliéndose de la casa con el zambo Carlos Jerónimo. Asina mis­mo me lo dijeron.
Chupó el tabaco, haciéndolo girar entre los dedos, y concluyó:
—Francamente, son bien espesas las señoritas esas.
A lo que respondió Efígenia:
—En el fondo no son malas.
—Ya ve, lo que es en eso ni quito ni pongo. Lo que hago es decile lo que me dijeron, sin ganale naa, pa que mañana no tenga usté que


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haceme cargos por no habele hablao con fran­queza.
Guardó silencio. Eñgenia lo miraba con su mirada ñja y distraída a la vez de persona au­sente de la realidad exterior. Cohibido, el hom­bre bajó la suya y luego, poniéndose de pies, dijo, sin ver la cara a Efigenia, con la áspera voz enternecida:
—¿Quiere decí que usté está dispuesta a dirse pa Caracas?
—¿Qué voy a hacer?
—Bueno. Que le resulte bien, comae. Yo sen­tiré mucho perderla de vista, porque la noche del velorio se lo juré al difunto que no la aban­donaría a usté y al muchacho; pero no es de mi incumbencia atravesame en su voluntad. Y naa más tengo que decile, sino que si, en una com­paración, alguna vez necesita usté de mí no tie­ne sino que llámame.
Y ya en la puerta, despidiéndose:
—El mes que viene tengo viaje pa Caracas. Como usté y el chavalo no pueen hacé el viaje a caballo, si usté quiere dirse conmigo, yo le hago prepara una de las carretas pa que vaya más cómoda.
—Si usted quiere también hacerme ese favor.
—Es mi deber. Naa tiene que agradecerme.
Desde aquel día, Juan Lorenzo, ajeno al su­frimiento perennemente pintado en el rostro de la madre, no hace sino anhelar por el viaje a la capital y se ríe sabrosamente cuando piensa que va a conocer a las macaureles, que solo de este modo llamaba ya a las tías de su madre.
Por fin llegó el día de la partida. En una

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lluviosa madrugada salió de Villa de Cura el convoy de carretas de Ramón Fuentes, que ha­cían el tráfico entre los pueblos más próximos del llano y Caracas. Iban cargados de quesos y de cueros de ganado, menos una en la cual, bajo un toldo formado con el encerado y sobre col­chones que amortiguaban los batacazos, se colo­caron Efigenia y su hijo.
Estuvo lloviznando casi toda la mañana. La marcha era lenta y trabajosa. Los carreteros co­rrían continuamente a lo largo del convoy acu­diendo a sacar las carretas de los atolladeros o a ayudar a las muías a repechar las cuestas resba­ladizas. El tintineo de los ameses, el traqueteo de las ruedas en los baches, el perenne caer de la llovizna lenta y menuda: el dejo melancólico de los cantos de la tierra, a ratos en boca de los carreteros, aumentaban la monotonía del cami­no. A mediodía levantó el tiempo y roto el bru­moso velo de la llovizna lució el verde tierno de los sembrados y el suave azul de los montes lejanos. Luego comenzó a calentar el sol, con lo cual se hizo más fuerte la pestilencia de los cue­ros que iban en las carretas.
Bajo el toldo de la última del convoy, caliente como un homo, Efigenia y Juan Lorenzo, moli­dos por el traqueteo de la marcha, entontecidos por la modorra, guardaban silencio. En pos de ellos iba Ramón Fuentes, en un macho rucio. Durante las primeras horas del viaje había ido hablando con Efigenia cosas de su negocio, co­sas del camino; pero ahora callaba también, bajo el peso del mediodía. De pronto dijo, dando curso a sus pensamientos:

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—Comadre. Y cuando Julián Camejo llegó preguntando por el compadre, ¿usté no cayó en malicia?
—No.
—{Caramba! ¿Y usté no sabia que ellos tenían un pique viejo?
—Yo nunca supe nada de las cosas de Carlos Jerónimo.
—Si. Ellos tenían un pique desde cuando Mano Carlos fue jefe civil de la villa. Parece que el Julián Camejo ese tenia una mujercita y el compadre se la enamoró.
Y después de una pausa:
—¡Caramba! Si usté cuando vio que Mano Carlos salió acomodándose el revólver, se le atraviesa y no lo deja salir, quizá se evita la desgracia.
Efigenia lo miró largo espacio, y al cabo mur­muró:
—Ya no era tiempo.
Nuevo silencio. Ramón Fuentes no se expli­caba cómo Efigenia podía hablar de aquello con tanta impasibilidad.
—{Caramba! No me explico yo cómo un zo­quete como Julián Camejo haya podido pegase al compadre. {Un hombre como Mano Carlos, tan defenso! {Ah, hombre macho y facultado que era el compadre! {Y pa que vea! Vino a pegárselo un zoquete que era la sopa de too el mundo en La Villa.
Eñgenia oyó aquel bárbaro panegírico del marido como si se tratase de persona extraña. {Estaba tan distante de participar, ni aun de comprender aquella admiración del carretero!


Y sin embargo, aquel hombre de quien se trataba habla sido su compañero durante seis años, y, lo que era todavía más absurdo: ¡Había sido el amor de su corazón, la ilusión de su vida, durante algún tiempo! ¿Dónde había esta­do ella, la verdadera Efígenia, durante todo ese tiempo? ¿Quién había reemplazado a la ausente, a la verdadera Efígenia, a la que se crió en la casa de las tías Cedeño, en Caracas, que tocaba el piano, por fantasía, la Serenata, de Schubert, y cantaba con verdadero sentimiento romántico aquello de «Volverán las oscuras golondrinas», de Bécquer? ¿Cómo era posible que fuesen la mis­ma persona aquella muchacha sentimental de antes y esta mujer embrutecida que venía ahora de La Villa, entre carreteros, en una carreta, con un hijo tenido de su unión con el zambo Carlos Jerónimo Figuera, hombre rudo y brutal a quien asesinaron de un lanzazo en la puerta de su casa por haberle quitado la mujerzuela a otro?
Entre tanto, Juan Lorenzo ha estado oyendo la conversación; pero aunque sabe perfectamen­te de qué se trata, tampoco se da cuenta cabal de la situación. La muerte de su padre lo im­presionó por su aparato trágico, pero luego se convirtió para él en un hecho tan sencillo o tan sorprendente como son para los niños todos los hechos. En realidad, para él nada había cambia­do en la vida: antes había en su casa un hombre que llenaba el ámbito con sus interjecciones groseras y en las horas de buen humor se las enseñaba a proferir a él; ahora ya no estaba; pero para él las cosas esenciales seguían como


antes: su pensamiento incansable, el espectáculo del mundo siempre atrayente, su pequeño cuer­po ávido de correr, saltar, su risa siempre dis­puesta a derramarse en carcajadas..., y allá, en el término de aquel viaje que por más aburrido que fuera nunca llegarla a fastidiarlo, una pers­pectiva nueva: Caracas, y en ella una cosa suma­mente divertida: las tías Cedeño, (bravas como macaureles! (Ya tenia maquinadas una buena porción de travesuras para hacerlas rabiar!
Ai atardecer el convoy se detuvo en una ran­chería del camino. Ramón Fuentes se ocupó en preparar cómodo alojamiento para Efígenia; los carreteros despegaron las bestias y luego acudie­ron al trago en la pulpería, dejando a la orilla del camino la hilera de carretas cargadas. Efíge- nia se embelesó en la contemplación del plácido crepúsculo que doraba la jugosa campiña ara- güeña.
Entre tanto, Juan Lorenzo andaba por los co­rrales, conversando con unos arrieros que lo conocían. Cacareaban las gallinas, subiéndose a las ramas de un totumo; un arreo de burros se abrevaba plácidamente en tomo al estanque; las muías de Ramón Fuentes se refocilaban en el revolcadero; el acre olor del estiércol saturaba el aire; cortando malojo en los pesebres, unos arrieros cantaban un corrido aragueño.
Tal espectáculo removía dentro del alma de Juan Lorenzo oscuras afinidades, burdos anhe­los de la sangre plebeya. Para expresarlos fue en busca de Efígenia, y le dijo:
—Mamá: cuando yo esté grande, voy a ser arriero. ¿Sabes?


—Véalo, pues—dijo Ramón Fuentes—, cómo desde chiquito tiene inclinación al trabajo. ¡Eso está bueno!
Contemplando la estrella de la tarde, Efige- nia, la otra Efigenia, la que cantaba antes la Serenata, de Schubert, le pidió a Dios que no se realizara el deseo del niño.

LAS MACAURELES
Las Cedeño estaban en la ventana de su casa de la calle de San Juan cuando vieron detenerse frente a la puerta el convoy de carretas de Ra­món Fuentes, en la última de las cuales venia Efigenia, bajo el aparatoso toldo que llamó la atención del vecindario.
Reconocer a la sobrina y cerrar la ventana, con gran estrépito y demostración de desagrado, todo fue uno. Antonia, la mayor de las dos sol­teronas, con las venas del cuello ingurgitadas, decía, ahogándose, mientras se alisaba el cabello, que parecía que se lo hubiera despeinado el viento de la cólera que respiraba:
—¡Esto es el colmo! ¡Presentarse en una ca­rreta, en una cuadra como esta!
—¡Y a la hora en que todo el vecindario está en las ventanas!—agregó Mercedes, completan­do el pensamiento de la hermana, a tiempo que

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revisaba apresuradamente el orden y limpieza de la sala, como si preparase recibimiento a per­sona de categoría.
Entre tanto, Ramón Fuentes decíale a Juan Lorenzo, al bajarlo de la carreta:
—Ahora es que te quiero, ahijado. Prepara las nalgas que ya vas a sabe lo que es bueno.
Cosa extraña, Juan Lorenzo se había puesto muy serio, tal vez a causa de lo mucho que le había recomendado la madre que no fuera a reírse de las tías, y parecía emocionado.
En cuanto a Efígenia, no podría asegurarse lo que pasaba en su alma, porque su rostro con­servaba puesta aquella máscara de impasibilidad que le daba un aire de total embrutecimiento. Con la mayor naturalidad penetró en la casa, como si volviese a ella al cabo de una corta visita al vecindario.
Pero cuando vio el patio familiar, fresco y penumbroso, con los viejos granados floridos, los ladrillos cubiertos de musgo, y en los tiestos de barro esparcidos por el suelo las macetas de no­vios del humilde jardín de la tía Mercedes, todo tal como estaba cuando ella abandonó la casa, la madrugada de aquel funesto día remoto para irse con el comandante Figuera, dilató los ojos dolorosamente, como si fuese a echarse a llorar, y cuando llegó al umbral de la entrepuerta, su corazón palpitaba con violencia esperando el asalto de las tías.
Pero las Cedeño no estaban en el corredor. Dominado el golpe de emoción, Efígenia tocó la puerta como una extraña. Nadie le respondió. La casa parecía sola, las puertas de los dormito-


ríos estaban cerradas, y no se apercibía un ru­mor.                                                      «
Ramón Fuentes acudió:
—A ver, comadre, déjeme tocá a mí, pa que vea si lo que hace falta en esta casa es mano de hombre.
Y    golpeó tres veces la puerta con los recios nudillos de sus dedos de carretero. El silencio de la casa retumbó, y oyóse dentro la voz de Antonia Cedeño:
—Están tumbando la casa. ¡Qué escándalo!
A tiempo que aparecía en el corredor, po­niéndose los espejuelos para preguntar:
—¿Qué se les ofrece?
—Gente de paz—respondió Efigenia—. Soy yo.                                    i
Y     Antonia, con un olímpico desdén:
—¡Ah! Eres tú. Pasa para adentro.
Detrás de Antonia acababa de aparecer Mer­cedes. Parecía muy ocupada en arreglarse una I boa de plumas engrifadas que llevaba al cuello, H cuando en realidad lo hacía para no ver a los recién llegados.
Juan Lorenzo, pegado a las faldas de la ma­dre, pasaba y repasaba sus miradas de una a otra de las Cedeño. Y observó que Antonia te­nía cara de pájaro picuro coronada de un copete de cabellos revueltós y mal teñidos, y que a j Mercedes le acontecía más o menos lo mismo en cuanto al cabello, pero tenia más tersa y 1 suave la piel de la cara y un aire más dulce en K la fisonomía. Pero lo que estuvo a punto de J desbordar su contenido deseo de reírse de las 1 tías fue el haber descubierto la cantidad de ve- i

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ñas que se marcaban, gordas y tensas, en el pescuezo de Antonia. Seguramente era por aquello que su padrino decía que se parecían a unas macaureles, porque, en efecto, aquel pes­cuezo era un haz de culebritas paradas.
Mientras ¿1 estaba en esto, Mercedes había iniciado la conversación, preguntándole a Efige- nia, por decir algo:
—¿Y tú viniste desde La Villa en esa carreta?
A lo que respondió Antonia, antes que lo hi­ciera la interpelada, con un tono sarcástico ver­daderamente inaguantable:
—¡Guá! ¿Y por qué te extraña, niña? ¡Es una carreta muy bonita y muy limpia, con su toldo muy gracioso! ¿No te has fijado? Es un lujo. Hasta tiene unas ramas de sauce que la adornan mucho.
Ramón Fuentes intervino, porque ya no po­día contenerse:
—De sauce, no, señorita; de lecherito. Usté como que no conoce las matas.
—¡Ah! ¿Tú ves, Mercedes? De lecherito. Son de lecherito las ramas esas.
Plantándose de un modo que parecía que ahora pesaban más sobre el suelo, con las pier­nas separadas y flexando las rodillas, Ramón Fuentes buscaba pelea, dispuesto a no quedarse con aquellas pullas:
—Sí, señor. De lecherito.
Efigenia oía el diálogo, inmóvil en medio del corredor y sin que un gesto se dibujase en su máscara trágica. Más que nunca parecía el cuer­po vacío de una persona ausente.
Mercedes Cedeño fingía estar muy interesada

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en quitarle algo que tuvieran las hojas de una mata de novios; pero se llevaba las manos a los ojos muy a menudo.
—Bueno, comadre—dijo, por fin, Ramón Fuentes—. Yo ya cumplí mi misión. Le digo adiós. Quizá no nos volvamos a ve más.
La abrazó campechano sin verla a la cara, dio unas palmadas en las mejillas de Juan Lorenzo, mientras sacaba de la faja del cinto unas mone­das que puso en las manos del ahijado, dicién- dole:
—Tome, pa que tenga pa sus dulces.
Y     tomó la salida, soltando a las Cedeño un áspero:
—Buenas tardes.
—Que lo pase usted bien—respondió Anto­nia, con afectada cortesia.
Entre tanto, Efigenia le decía a su hijo:
—Pídele la bendición a tu padrino.
—Que Dios lo bendiga—contestó Ramón Fuentes desde el zaguán.
Y     ya en la calle:
—Y lo saque con bien.
Juan Lorenzo seguía observando a las tías, y como reparase que a Antonia se le estaban po­niendo más gordas y tensas las venas del cuello, se dijo, mentalmente:
«¡Concho! ¡Mírale las culebritas!»
Y     estuvo a punto de soltar la carcajada.
Pero algo inesperado y sorprendente acababa
de suceder. Las Cedeño rompieron a llorar si­multáneamente y se precipitaron en los brazos de Efigenia, que por fin lloraba también.
Luego, sonándose, Antonia dijo, con una voz

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nueva en ella, mientras se llevaba a Efigenia hada adentro, todavía abrazada:
—¡Muchacha! ¡Tú no sabes lo que nos has hecho sufrir!
Mercedes cargó con Juan Lorenzo y se lo llevó al comedor, comiéndoselo a besos:
—¿Quieres comerte un bizcochito?
Juan Lorenzo se dejaba besuquear dócilmen­te. Aquello no era lo que él esperaba de las tías. ¿Por qué habría dicho su padrino que eran bra­vas como macaureles?

IV
QUESADILLAS DE LAS CEDEÑO
Ha pasado esa hora viva y profunda en la cual toda alma da la suma entera de su bondad esencial en una acdón, en una palabra, en un gesto. Las Cedeño vivieron esa hora cuando se arrojaron en los brazos de la infeliz Efigenia, olvidando lo pasado y poniendo por encima de los prejuicios que les endurecían los corazones un noble y generoso sentimiento humano. Aho­ra rueda la turbia corriente de las horas muer­tas, en las cuales el alma yace sepultada bajo esa corteza que forma la vida y que se llama el carácter.
Pasaron los días de llantos y ternuras. Efige­nia ha contado parte de sus tristezas, pero se adivina que no ha querido volcar completamen­

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te todo su doloroso secreto conyugal, y por más que las tías la han acosado con sus preguntas, todavía lo guarda, con un noble pudor, en el fondo del hermético corazón delorido.
Esto aviva la curiosidad de las Cedeño. A menudo se las hubiera podido oír, cuchicheando entre sí acerca de lo que ellas se imaginaban que haría con Efigenia aquel bárbaro coman­dante Figuera, siendo tan fírme la convicción que fundaban en sus gratuitas hipótesis, que cuando a una se le ocurría decir:
—A mí nadie me quita de la cabeza que cuando el demonio ese salía a sus fechorías en la calle le metía a Efigenia el moño entre las hojas del escaparate y se llevaba la llave, para que not pudiera moverse mientras él estuviera afuera.
La otra comentaba, como de cosa perfecta­mente averiguada:
—¿De veras, niña? ¡Lo mismo que el viejo Guzmán!
Y   cuando hubieron inventado una buena por­ción de estas especies quedáronse satisfechas como si ya conocieran el íntimo secreto de Efi­genia.
Por su parte, las Cedeño tampoco han referi­do a la sobrina muchas novedades.
—Nosotras lo mismo que siempre. Llevando nuestra vida, que es muy tranquila, y, a Dios gracias, no tiene capítulos feos.
Y   Antonia Cedeño, revistiéndose de fiera ma­jestad, reforzaba el pensamiento insidioso de Mercedes:
—Eso sí, tendremos que agradecerle siempre

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a la Divina Providencia: nos moriremos sin de­jar una historia.
Y   miraba de soslayo a Efigenia para cercio­rarse del efecto que le produjeran sus palabras.
Pero Efigenia no se daba por aludida y per­manecía en su actitud enigmática, mirándolas serenamente, con aquellos ojos que habían pre­senciado el horror indecible.
Sin embargo, las Cedeño tenían también su misterio: un misterio de orden económico que administraba Antonia. Sin haber abundancia de nada, en aquella casa de mujeres solas no se sufrían privaciones mayores. El diario amanecía todos los días en poder de Antonia; pero no se veía por dónde entraba a la casa aquel dinero tan oportuno, que nunca faltaba ni sobraba. Si alguien hubiese intentado averiguarlo, Antonia Cedeño habría respondido, echando a andar, como para evitar preguntas indiscretas:
—Esos son unos realitos que me quedaban por ahí.
Y   siempre le quedaban precisamente los del día siguiente.
Había de ser Juan Lorenzo quien descubriera que con este misterio administrativo tenían rela­ción las visitas, que, entre semanas, hacía aquel señor Noguera que, siempre cerrado de negro, de paltó-levita y pumpá, se presentaba con pa­sos menuditos y en llegando al corredor, de or­dinario solo, tocaba con el bastón en la mesa, y decía:
—Por aquí estoy yo, doña Antonia.
Antonia—nunca era Mercedes quien lo reci­bía—dejaba lo que estuviera haciendo, se alisa-

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ba el pelo, cambiaba los espejuelos de diario que tenían aros de alambre, por los que lo te­nían de oro, y hacía pasar al señor Noguera a la sala. Allí estaban largo rato hablando paso, de manera que ni detrás de la puerta se podía des­cubrir lo que se decían, al cabo de lo cual salía el señor Noguera diciendo, invariablemente':
—Despídame de Mercedita y de la mucha­cha.
Al oírlo por primera vez después de su regre­so a la casa, Efigenia pensó que durante seis años el señor Noguera había tenido que supri­mir en su despedida aquellas palabras que se referían a ella: y la muchacha. ¡Y esto le pareció tan doloroso! No por ella, sino por el señor Noguera, a quien tal cambio debió hacerle su­frir mucho, pues era una de esas personas in­mutables a quienes no se puede concebir sino como son y repitiendo toda la vida unas mismas palabras y unos mismos gestos.
Ahora el señor Noguera se había visto obliga­do a agregar unas palabras más a su despedida, pero para no modificar su costumbre las añadía cuando ya estaba en la puerta, poniéndose el pumpá:
—¿Y el trivilín? ¿Muy travieso?
—¡Insoportable!
Acto seguido aparecía Mercedes, porque se trataba de Juan Lorenzo y este era su debilidad:
—¡De comérselo crudo! ¿Sabe usted lo que se le ocurrió ayer a esa criatura?
Y contaba la última travesura del muchacho, i El señor Noguera se desmigajaba suavemente de risa.


—iJi, ji, ji! |Vaya, pues, ya tienen ustedes con qué divertirse! Dénmele un coscorroncito de mi parte.
Y el .señor Noguera se iba.
Pero llegó un sábado—era su día habitual—v el señor Noguera no apareció en la casa de las Cedeño. Tres dias después, Juan Lorenzo vio que. las tías se vestían de negro para salir y notó que Antonia tenia los ojos encarnizados.
Cuando ellas salieron, preguntó a la madre:
—¿Para dónde van?
—¿No sabes? El señor Noguera se murió. Van para el entierro.
Juan Lorenzo permaneció un momento refle­xionando, y al cabo dijo:
—Y ahora, ¿quién va a traer los churupos?
—¿Qué es eso? ¿Qué estás diciendo?
—¡Guá! ¿Tú no sabes? Los churupos de la comida. El señor Noguera era el que los traía.
—Qué sabes tú. No hables tantos disparates.
—¿Que no? Yo lo vi un día. Me asomé por el agujerito de la llave y vi que él daba a mi tía Antonia un paquetito de ríales.

★ ★ ★
En los días siguientes flotó en el aire de la casa de las Cedeño una sombra de singular tristeza. Parecía que faltaba algo esencial, sin lo cual no era posible la existencia, como si el señor No­guera hubiera pasado allí todos los días de la suya, ocupando un amplio espacio, desempe­ñando una importante función.

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A menudo decía Antonia, enjugándose una lágrima tenaz:
¡Dónde volveré a encontrar otro señor No­guera!
Y Mercedes se entregaba a una inquietante actividad que tenia interesado a Juan Lorenzo. Abría baúles que siempre estuvieron cerrados, sacaba objetos nunca vistos por él: cucharillas de plata, pertenecientes a una fantástica vajilla que, según ella contaba, figuró en el banquete que un vago antepasado de ella dio en obsequio del general Boves, el año catorce; un cofretito lleno de corales y azabaches, trozos de prendas viejas, hasta un pañolón de seda negra con grandes y descoloridas ramazones bordadas, que era precisamente el mismo que lucia en los hombros la abuela materna de las Cedeño, en el retrato que estaba en la sala.
Exhumando aquellos objetos que tenían his­torias, Mercedes hacia largas incursiones por el pasado brillante de las Cedeño para que Juan Lorenzo fuera conociendo los anales de la fami­lia, que un tiempo fuera de las más mantuanas de Caracas.
Juan Lorenzo, con ambas manitas entrelaza­das y metidas entre las rodillas, la escuchaba embobado, mientras la traviesa imaginación se le iba tras las sombras de los fantásticos abuelos de los cuentos de Mercedes, que tenían sangre azul en las venas, cosa que le parecía sumamen­te divertida, y dejaron enterradas botijuelas re­pletas de onzas de oro, cosa que lo hada olvi-1 darse de que la tía Mercedes era muy embus- i tera.

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Por su parte, Efígenia, dándose cuenta de que aquel continuo rebuscar de Mercedes en los baúles objetos de algún valor era el anuncio de malos tiempos que hablan de venir, se entregó también a la misma inquietante actividad. Una vez se presentó en el cuarto donde estaba la tía Antonia revolviendo un fajo de papeles, y le dijo, mostrándole un collar de oro, grueso y pesado, que era el único regalo que le había hecho el comandante Figuera:
—Madrina, aquí tengo yo esto, que debe va­ler algo y no me sirve a mi para nada. Disponga de él.
—No, hija. Guarda tus cositas. Todavía no hay gran necesidad; por ahí me quedan unos realitos. Aquí estoy jurungando estos papeles a ver qué es lo que se puede cobrar. Yo tenia unos centavitos de mis ahorros y el señor No­guera me aconsejó que los pusiera a premio. El mismo hada las evoluciones y con el producto de eso es que hemos ido viviendo hasta ahora. ¡Imagínate la falta que nos irá a hacer el señor Noguera!
Efígenia tuvo una idea:
—¿Y por qué no buscamos, madrina, algún trabajo que podamos hacer en la casa? Yo sé coser de sastre y eso lo pagan bien.
—No, hijita. ¡Trabajar tú! ¡Y con lo delicada que andas siempre!
Mercedes acudió providendal. Las quesadi­llas que ella hacía cuando necesitaba dar una cuelga tenían fama de ser las mejores de Cara­cas. Ya una amiga del vecindario le había insi­nuado la idea de hacerlas para la venta.


Antonia rechazó, orgullosa. ¡Las Cedeño ha­ciendo quesadillas! ¡Ella sabia ser pobre sin per­der la dignidad!
—¡Cuándo! ¡Ni por pienso!
Mercedes dijo que ella conocía muchas fami­lias muy decentes y de lo principal que vivían de hacer hallacas para la venta y afirmó que no encontraba diferencia entre una hallaca y una quesadilla; pero todo fue inútil: Antonia no convenía en que anduviera rodando por las ca­lles su apellido que era de los pocos apellidos respetables que quedaban en Caracas
—¡Imagínense! ¡Que vayan a saber las Perales, esa gentuza de aquí al lado, que nosotras esta­mos haciendo granjerias! ¡Cómo se reirían de nosotras, que no hemos querido hacerles la visi­ta de vecinas, para no enguachafitamos! ¡No, no! ¡Déjense de eso!
Pero transcurrieron unos días, se fueron mer­mando los realitos que le quedaban por ahí y la perspectiva de amanecer un día sin el diario le quebrantó el orgullo. No obstante, como ella no daba nunca el brazo a torcer, esperó a que Mer­cedes insistiese en lo de las quesadillas, dispues­ta—¡qué iba a hacer!—a dejarse convencer de que no era deshonroso aquel trabajo.
Insistió Mercedes. Antonia se defendió débil­mente. Efigenia adujo razones muy sensatas y el punto previo quedó resuelto: nada de particular tenía que se ganaran la vida haciendo granjerias.
—¿Y ustedes creen que eso dé para vivir?
—Por lo menos para ayudamos.
—Pero ¿quién las saca a vender?
—Juan Lorenzo.

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—jPobrecitol—dijo Antonia, pasando la mano por los cabellos del niño-—. Quién iba a decirte que la muerte del señor Noguera...
Pero se enterneció hasta el extremo de no poder continuar la frase.
Mercedes completó el pensamiento trunco: —Ahora va a ser él el hombre de la casa. Y quedó decidido que desde el día siguiente comenzarían a hacer quesadillas que Juan Lo­renzo sacaría a la venta.
Este acogió el proyecto con muestras de entu­siasmo y prometió que iba a vender una canti­dad fabulosa de quesadillas. En la noche al dor­mirse, soñó que iba por unas calles nunca vis­tas, muy largas y muy anchas, gritando su mer­cancía, con un canto muy bonito, parecido al que entonaba aquel muchacho que pasaba al oscurecer por la calle de San Juan pregonando pandehomo, abizcochado, caliente. Un canto de notas largas y melancólicas que le recordaba también el cantar de los llaneros que pasaban por La Villa con puntas de ganado.
Al día siguiente, después del almuerzo, de puso Mercedes en las manos un platón colma­do de doradas y olorosas quesadillas.
—Ya sabes—le dijo, mientras le abrochaba el saco para que no se pareciera a los muchachos del pueblo y establecer con la compostura del traje la conveniente distinción del rango so­cial—. Ya sabes. No te vayas muy lejos. Coges por la acera de enfrente y caminas hasta la es­quina de Los Angelitos; de allí te devuelves por esta acera. No se te ocurra cruzar en las esqui­nas, porque te pierdes.

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Y     Efigenia:
—Mucho fundamentó, Juan Lorenzo. Ten cuidado con el platón, no lo vayas a tumbar.
Y     Antonia:
—Oye una cosa: no entres a las casas de esta cuadra, porque en todas te conocen y van a descubrir que son de aquí las quesadillas. Ya lo sabes. Y cuidado como se te ocurre decir en alguna parte que las hacemos nosotras.
Juan Lorenzo sentía palpitar con violencia su pequeño corazón. Era un momento decisivo de su vida y él lo vivía con la honda emoción de su trascendencia.
Todavía Antonia lo amonestaba, a punto de arrepentirse de'haber convenido en aquella ver­güenza:
—Oyeme bien. Casa de las Perales, aquí al lado, no entres ni que te llamen.
—¡Si, hombre! ¡Yo sé! ¡Hasta cuándo!
Por fin se vio libre del asedió de las mujeres y salió a la calle. Todo cuanto le habían reco­mendado se le olvidó. Tomó una dirección que no era la que le había dado la tía Mercedes y en el primer portón que encontró—¡en el de las Perales!—pegó un grito:
—¡Quesadillas de las Cedeño!
Las Cedeño lo oyeron claramente y les pare­ció que el mundo se les venia encima.


V

EL ESCULTOR INVISIBLE

—¡Pónganle preparo a su muchachito!
Era la queja perenne en la puerta de las Ce- deño, en la boca de todos los chicos que para vengarse de las maldades que les hacia Juan Lorenzo corrían detrás de él, y cuando no lo­graban alcanzarlo, porque se metía veloz en la casa, pegaban en la puerta aquel grito para que la familia lo castigase.
—Juan Lorenzo: vente para acá. ¿No te he dicho que no te metas con los muchachos de la calle?
—Esos son embustes, mamá. Yo estoy aquí muy tranquilo.
Efectivamente, cuando lo decía estaba muy quieto y fundamentoso, haciendo como si leyera en un libro que encontrara en la mesa del co­rredor, o como si contemplara las matas de no­via de la tía Mercedes.
Esta, riendo la travesura, acudía siempre en su defensa:
—Es verdad, niña. El está aquí muy tranqui- lito.
Y luego, a Juan Lorenzo, bajando la voz:
—¿Qué le hiciste, mandinga?
—Que le metí una zancadilla, porque me es­taba trabajando, y lo tumbé patas arriba.
—¡Ah diablito!

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Pero cuando no estaba, Mercedes por allí y era Antonia la que intervenia, el diablillo las pasaba amargas.
—¡Sí, muy tranquilo que estás, grandísimo hipócrita! Siéntate aquí, en mi cuarto, y ponte a leer.
Y lo hacia sentarse al lado suyo, en el dormi­torio donde ella pasaba horas enteras, revisando una y mil veces los vales y pagarés que le otor­garon las personas a quienes ahora ella prestaba dinero directamente y con mayores ganancias que las que obtenía cuando era el señor Nogue­ra el intermediario.
Entre tanto, Juan Lorenzo, sometido a la tor­tura del Mantilla, bostezaba y desperezábase, sintiendo picazones en todo el cuerpo desde las primeras lineas. Para vengarse de la tía inte­rrumpía a menudo la lectura verdadera y comen­zaba a silabear, como si le costase trabajo leer la palabra que no estaba en el libro.
—U-na ma-cau-rel. ¡Una macaurel!
—¿Dónde dice eso?—inquiría Antonia severa­mente, intrigada ya por aquellas macaureles que a cada página estaba viendo Juan Lorenzo, en tanto que Eíigenia, que estaba en el secreto de la ocurrencia, soltaba la risa, tapándose la boca para que no la oyese la tía y cayese en la bella­quería del muchacho.
Este lela unas lineas más, y de repente pre­guntaba, invariablemente:
—Y hoy, ¿no voy a sacar las quesadillas?
—¡Eso sí te gusta a ti, vagabundito! Para es­tar en la calle reunido con todos los percucios, ¡ aprendiendo picardías.


En efecto, Juan Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia. Conocía yo todos los juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas, botones y baratijas de cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había adquirido un extenso y procaz repertorio de refranes y calem­bures, que escandalizaban a las mujeres de su casa, especialmente a Efigenia, que veía con ho­rror casi supersticioso cómo estaban aparecien­do en su hijo, bajo la acción del ejemplo calleje­ro, los mismos modales groseros del padre.
Un día llegó a la puerta un muchacho pre­guntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí está Mano Juan?
En la conciencia de Efigenia se produjo una aberración inquietante. Aquel momento presen­te había sido vivido por ella hacía mucho tiem­po. Y hasta las mismas palabras con que res­pondió: «No, él salió desde esta mañana», aun­que eran sencillas y apropiadas a las circunstan­cias actuales, le parecieron que estaban ya pro­nunciadas en su vida.
En efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse instalado en La Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera, su marido, había llegado Ramón Fuentes, pre­guntando:
—¿Aquí está Mano Carlos?
Y ella había respondido:
—No. El salió desde esta mañana.
La coincidencia no tenía nada de misteriosa, salvo el que los amiguitos de Juan Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por llamarlo hermano le dijesen Mano Juan:

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En efecto, Juan Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia. Conocía yo todos los juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas, botones y baratijas de cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había adquirido un extenso y procaz repertorio de refranes y calem­bures, que escandalizaban a las mujeres de su casa, especialmente a Efigenia, que veía con ho­rror casi supersticioso cómo estaban aparecien­do en su hijo, bajo la acción del ejemplo calleje­ro, los mismos modales groseros del padre.
Un día llegó a la puerta un muchacho pre­guntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí está Mano Juan?
En la conciencia de Efigenia se produjo una aberración inquietante. Aquel momento presen­te había sido vivido por ella hacia mucho tiem­po. Y hasta las mismas palabras con que res­pondió: «No, él salió desde esta mañana», aun­que eran sencillas y apropiadas a las circunstan­cias actuales, le parecieron que estaban ya pro­nunciadas en su vida.
En efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse instalado en La Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera, su marido, había llegado Ramón Fuentes, pre­guntando:
—¿Aquí está Mano Carlos?
Y ella había respondido:
—No. El salió desde esta mañana.
La coincidencia no tenía nada de misteriosa, salvo el que los amiguitos de Juan Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por llamarlo hermano le dijesen Mano Juan:

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En efecto, Juan Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia. Conocía yo todos los juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas, botones y baratijas de cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había adquirido un extenso y procaz repertorio de refranes y calem­bures, que escandalizaban a las mujeres de su casa, especialmente a Efígenia, que veía con ho­rror casi supersticioso cómo estaban aparecien­do en su hijo, bajo la acción del ejemplo calleje­ro, los mismos modales groseros del padre.
Un día llegó a la puerta un muchacho pre­guntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí está Mano Juan?
En la conciencia de Efígenia se produjo una aberración inquietante. Aquel momento presen­te había sido vivido por ella hacía mucho tiem­po. Y hasta las mismas palabras con que res­pondió: «No, él salió desde esta mañana», aun­que eran sencillas y apropiadas a las circunstan­cias actuales, le parecieron que estaban ya pro­nunciadas en su vida.
En efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse instalado en La Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera, su marido, había llegado Ramón Fuentes, pre­guntando:
—¿Aquí está Mano Carlos?
Y ella habia respondido:
—No. El salió desde esta mañana.
La coincidencia no tenia nada de misteriosa, salvo el que los amiguitos de Juan Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por llamarlo hermano le dijesen Mano Juan:


como al comandante Figuera decían Mano Car­los los suyos; pero sí era extraño que fuese aho­ra cuando ella venía a darse cuenta cabal de lo que pasó por su espíritu cuando oyó llamar de ese modo a su marido.
En realidad, desde aquel momento comenzó a comprender qué clase de hombre era aquel a quien ella se había entregado; pero entonces es­taba bajo la misteriosa acción de aquella fuerza que la enajenara totalmente la voluntad desde el día en que, estando ella de visita en casa de unas amigas de El Empedrado, le acompañó en la guitarra una canción a Carlos Jerónimo Fi­guera, que se hallaba también allí.
Ahora recomenzaba la historia. ¡Ya su hijo era también Mano Juan! ¡Y cómo iban apare­ciendo día a día, en la faz del niño, los rasgos paternos, reveladores del alma burda y brutal! ¡Ya ella había experimentado vagas zozobras desde que empezó a darse cuenta de que, sobre el rostro del niño, estaba trabajando un escultor invisible para reconstruir la obra destruida por el puñal de Julián Camejo!
La noche de aquel día, cuando desnudaba a Juan Lorenzo para que se acostara, le preguntó, tímidamente:
—¿Por qué dejas que te llamen Mano Juan?
—¡Guá! Me dicen asi por cariño.
—¿Y es que te quieren mucho esos mucha­chos?
—Sí. Pero es porque yo les tengo a monte a todos.
—¿Qué quieres decir con eso? Tienes unas maneras de hablar que no me gustan.

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—¡Guá! Eso quiere decir que les mando grueso. ¿Tú crees que si yo no fuera así con ellos me querrían? Harían su sopa conmigo.
—¿Y por qué no buscas otros amiguitos? Hay por aquí muchos niñitos decentes que te que­rrían sin que tuvieras necesidad de ser malo con ellos.
—¿Los patiquines? ¡Hum! Esos no sirven pa na.
Efigenia pensó con dolor: «¡Lo mismo que su padre!»
Y    le pareció que era inútil insistir en arran­carle de aquellos sentimientos plebeyos que es­taban ya tan profundamente arraigados. Por otra parte, no se atrevía tampoco a hacerlo, asaltado de pronto su ánimo por el temor su­persticioso a la presencia invisible del coman­dante Figuera, redivivo en las palabras del hijo.
Y    mientras este dormía, siguió cavilando ella. Nada de su ser había puesto para formar el del hijo. Solo la sangre paterna estaba ejecutando la obra.
Y    no podía ser de otro modo—pensaba—, si cuando ella lo llevaba en sus entrañas no era propiamente una persona, sino un cuerpo vacío, en el cual el alma—totalmente abolida la volun­tad—era tan inútil como una luz que se queda olvidada en una sala cerrada y sola. ¿No había renunciado ella a sus derechos más legítimos sobre el hijo que iba a nacerle, puesto que había aceptado, sin protestar, que fuese su marido quien dispusiese de él, como si fuera suyo sola­mente, para escoger el nombre que había de llevar, la educación que se le daría y hasta el

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oficio a que se dedicaría? ¡Natural era, pues, que Juan Lorenzo no tuviese nada de ella, ni un rasgo en la fisonomía, ni un sentimiento delica­do en el alma!
Y pensando a$í, Efigenia tuvo, por la primera vez en su vida, la clara noción de su responsabi­lidad respecto al destino del hijo.
Mercedes Cedeño se acercó a ella, y púsose a contemplar la cara de Juan Lorenzo.
—¡Qué cosa más rara!—dijo—. ¿Tú no te has fijado en que este niño tiene dos caras? Una cuando está despierto: cara de malo; otra cuan­do está dormido. Entonces se parece mucho a ti. Fíjate. Es tu vivo retrato cuando estabas pe­queña.
Una amplia ola de ternura maternal llenó el corazón de Efigenia. Agradeció las palabras de la tía, que tan sabroso y oportuno consuelo ha­bían venido a darle, y bendijo los ojos que ha­bían sabido verla a ella en la faz dulce y plácida del niño dormido.

VI
MANO JUAN

El escultor invisible que tallaba en el alma del niño los duros rasgos paternos ha concluido ya su obra. Juan Lorenzo es ahora un mucha­cho fornido, malcarado, de trato áspero y vio­lento. Las riñas callejeras le han endurecido

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hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas lo han convertido en una criatura desagradable, ante quien su madre ha terminado por adoptar la misma actitud medrosa que observaba con el comandante Figuera; le apuntaba el bozo, está mudando la voz y ya tiene en el gesto desfacha­tado y en las maliciosas miradas la marca ruin de los torpes apetitos, de los vicios precoces.
A pesar de las reprimendas de Antonia Cede- ño—única que se atreve a encarársele—, ha ad­quirido una fiera independencia y se pasa todo el dia en la calle. Ya no es útil para nada y solo ocasiona disgustos y sobresaltos a la familia: va­rias veces ha estado en la Policía, y una noche se presentó con el paltó cortado por navajazos que le tirara un muchacho a quien poco antes había aporreado.
En la parroquia, su nombre de guerra es una voz de alarma: «¡Que viene Mano Juan!», y ya las madres están llamando a sus hijos, temerosas de que se los maltrate por quítame allá esas pajas.
Entre la granujería camorrista de El Guarata- ro, la Cañada de Luzón, Palo Grande, El Calva­rio, su personalidad era discutida y convertida en bandera de discordias. «¡A que tú no te pe­gas con Mano Juan!—se le responde siempre a las bravatas de los fanfarrones—. ¡Qué vas a agarrarte tú con Mano Juan! ¡Con ese si que se acabó el carbón!»
Y no pasa día sin que venga alguno a de­cirle:
—Por allá por donde yo vivo hay uno que dice que tú y que le tienes miedo.

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Juan Lorenzo no respondía una palabra: pero ya era cosa sabida: no pasaría mucho tiempo sin que el que tal dijese tuviera la nariz rota o un ojo hinchado por los tremendos cabezazos que tan famoso lo habían hecho.
No era menester tampoco que viniesen a azu­zarlo: bastaba con que descubriese que en algu­na parte había un guapo, asi fuera de la cuerda de otro barrio de la ciudad, para que él se enca­minara en su busca, y, en topándolo, se le enca­raba y le decía, de buenas a primeras:
—¿Tú y qüe eres el más guapo de por aquí?
—¡Guá, chico! Yo no sé leé, pero me escriben! A mí todavía nadie me ha pisao el petate.
—Pues mira que yo te lo puedo pisá. Soy Mano Juan. ¿No me has oído nombré? ¿Quieres echate una agarraíta conmigo?
A veces se iban en seguida a las manos; pero, generalmente, se daban cita para un lugar soli­tario, fuera de poblado y en campo neutral, donde ni hubiese el peligro de la Policía ni el singular combate degenerase en una riña de ca­yapas a causa de la intervención de las respecti­vas cuerdas. Pero cuando trascendía la noticia de estos desafíos, los amigos de ambos conten­dores se trasladaban al sitio convenido para pre­senciar la pelea.
Juan Lorenzo solía presentarse vestido de limpio y con lo mejor de su indumentaria, como para darle al acontecimiento toda la importancia que para él tenía. Y como alguno de sus amigos le dijese:
—¡Vale! ¡Vienes como un papel de cogé mos­cas!

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El respondía, fanfarrón:
—¡Es que yo me enjoyo pa peleá!
Del sitio casi siempre regresaba vencedor, se­guido de la turba de sus admiradores, que iban comentando a grandes voces su habilidad y des­treza de gran tirador de cabezazos. Fiero y ce­ñudo, vibrantes los músculos de la cara por la contracción tetánica del maxilar, caminaba lar­gos trechos todavía con los puños apretados y el pecho hirviente de cólera.
Un día, después de una riña difícil y encarni­zada que duró cerca de dos horas, cayó en medio de la calle presa de un ataque de epilepsia, a consecuencia del cual estuvo una semana en cama con un mareo constante y una absoluta pérdida de voluntad.
De este modo, Juan Lorenzo acabó con todos los prestigios parroquiales y llegó a ser, él solo, el guapo caraqueño, en torno a cuya fiera perso­nalidad se formó muy pronto una pintoresca leyenda. Eco de ella se hacían especialmente los chicos que se iniciaban en la vida azarosa de las cuerdas; en el calor de sus ponderaciones, Mano Juan aparecía con las características del bandido generoso: protector de los débiles, amparo de los pequeños, terror de los roncones, azote de las cayapas, pasmo de los policías, de cuyas ma­nos—decíase—había arrebatado muchas veces a los muchachos que llevaban arrestados, así fue­sen enemigos suyos; hazañas estas que princi­palmente fueron las que más simpatías le con­quistaron en el ánimo de la chiquillería sedicio­sa. En sus juegos, todos querían sér manojua- nes, y hubo muchos que, para conocerlo, se

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aventuraron a internarse en sus peligrosos do­minios de la parroquia de San Juan.
Solo de uno se sospechaba que podía rivalizar con él: Gregorio el Maneto, un zambo de más edad y cuerpo que Juan Lorenzo, muchacho de verdaderas averías, más malo que Guardajumo, capataz de una de las cuerdas de El Teque, nombre que se le daba a un barrio de la parro­quia de Altagracia, donde tenían su feudo los más temidos facinerosos de Caracas. Pero am­bos habían hecho siempre buenas migas, porque el Maneto era hijo de una antigua lavandera de las Cedeño y desde chicos habían sido vales co­rridos, suerte de pacto de alianza contra el cual nada habían podido insidias de sus respectivos secuaces, por mucho que vivieran azuzándolos.
—Ese es vale corrido mío—respondían siem­pre—. Nosotros no nos tiramos.
Sin embargo, en el fondo de esta camaradería existía un mutuo recelo: ambos se temían y se vigilaban, y ya esto era una semilla de odio que un día u otro habría de reventar.
El curso de los acontecimientos dio lugar a ello muy pronto. Un día fueron a decirle a Maneto:
—¿Tú sabes? Mano Juan como que se quiere volteá pa los patiquines. Hace noches que están yendo a la plaza de Capuchinos unos de la cuerda del Capitolio, que le hacen muchas fies­tas y él se las deja hacé.
Nombrarle al Maneto la cuerda del Capitolio era tocarlo en lo más vivo y vehemente de sus odios. Movido por los implacables instintos de su sangre mulata, había jurado guerra sin tregua

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■ lot »ovencitos de aquella cuerda aristocrática que se reuntan en k» alrededores del Capitolio» y casi todas las noches, a la cabeza de la horda de El Teque, los atacaba en sus dominios, sin que todavía hubieran podido parársele una sola vez. tal era la violenta pedrea con que les cala encima por sorpresa. Ahora venían a decirle que Mano Juan» que al fin y al cabo era su rival, ;hada causa con sus enemigos naturales! Y el Maneto respondió, con una sonrisa siniestra: —i Ah, malaya sea verdá! Eso va a sé su per­dición.

VII


VII

LA REBELION
í Era cierto. Y no solo que Juan Lorenzo reci- S bía con agrado las visitas de aquellos parlamen­tarios que le enviaba la cuerda del Capitolio para ganárselo a partido, sino también que hubo noches que faltó al corrillo de la plaza de Capu­chinos para asistir a la del Capitolio.
Entre estos había muchos jóvenes que cono­cían por propia experiencia lo tremendo de los cabezazos de Mano Juan, no obstante lo cual lo recibieron con grandes agasajos. El se dejó se­ducir y le cogió el gusto a las tertulias de aque­lla granujería más refinada y hasta más audaz que tenía el campo de sus fechorías en el cora­zón de la ciudad y era el azote de los transeún­tes y el brete de la Policía.

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Frecuentándolo» sufrió la influencia del grupo que a la larga lo descentrarla de su medio natu­ral, que era el pueblo, y adquirió compromisos que modificaron su conducta. Las Cedeño se sorprendieron gratamente un domingo como lo viesen muy empeñado en sacarle lustre a los zapatos y dispuesto a ponerse el flux de casinete que ellas le hablan regalado el día de su santo y todavía no habla querido estrenarse, receloso de que lo llamasen patiquin de orilla sus desharra­pados amigos.
Estos, cuando lo vieron con aquel flamante traje ominoso, decidieron separarse de su amis­tad y camaradería, y en efecto, cuando Juan Lorenzo, en la noche, pasó por la plaza de Ca­puchinos, los que allí estaban se dispersaron al verlo, con lo cual él comprendió que ya no eran amigos suyos. Por su parte, el Maneto, sintién­dose ñeramente dueño absoluto de todas las vo­luntades agresivas de su cuerda, planea el golpe definitivo y acecha la ocasión. Un día se le vio acompañado de su estado mayor, recorriendo el campo que ya hablan escogido para el avance de piedras decisivo, al cual desañaria a la cuerda enemiga, sitio que era la Sabana del Blanco. To­maba posiciones, trazaba el plan de asalto, y en lugares disimulados por mogotes hacia esconder buenas provisiones de guataras. Su mesnada le obedece sin discutir sus órdenes, entusiasmada, fanatizada por el rencoroso ardor en que hierve el caudillo.
No asi Juan Lprenzo. En aquel grupo de jo- vencitos de familias distinguidas y adineradas hay dos que son los que verdaderamente ejercen

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el mando de la cuerda: los Arizaleta. Ellos son los que dan la orden de salir a batir esta o aquella parroquia, y en las noches de paz ellos son quienes ponen los juegos y dirigen el tema de la conversación. Por tradición de familia, los Arizaleta estaban acostumbrados a dominar en las agrupaciones de que formaban parte. En la cuerda del Capitolio se les calificaba de recalci­trantes.
Como todos los demás de aquel grupo, Juan Lorenzo se sometió al dominio tácito de los Arizaleta, y aunque no se le escapaba que él era allí una fuerza efectiva, especie de brazo armado que la cuerda tenia dispuesto a esgrimir contra el enemigo natural que era el Maneto, cosa que le ponía en verdaderos compromisos, pues no que­ría verse en el caso de pelear con aquel compa­ñero de la infancia, aceptaba que lo postergaran y hasta prescindiesen de él cuando no se trataba de repartid cabezazos o entendérselas con agen­tes de Policía.
Sin embargo, a veces se le encrespaba la índo­le levantisca y dominadora e intenta imponer su voluntad; pero se discuten sus ideas, se rebaten sus argumentos, se le acorrala con razones más elocuentes, se le aturde haciéndole notar los dis­parates que sostiene, y entonces, reconociendo su inferioridad, abochornado de la pobreza de su inteligencia, calla y se plega a la voluntad autoritaria de los Arizaleta.
En estos momentos experimenta la nostalgia de su antiguo señorío de la plaza de Capuchi­nos, donde no había quien le chistara, y echa de menos la reunión de la plebe zafia y brutal,


como un váquiro enjaulado la compañía de la manada cerril; pero no es capaz de las resolu­ciones enérgicas; ni imponerse ni liberarse. Algo le han echado allí dentro del alma que lo está transformando y produciéndole sentimientos que él no podría discernir, pero que le dejan en el ánimo un fondo turbio de inquietudes sin nombre, de anhelos, sin forma, de aspiraciones concretas, de áspera taciturnidad, de tristeza de sí mismo.
Una noche dice uno de los Arizaleta, contem­plando la fachada de la Universidad:
—Dentro de dos meses estaremos nosotros ahí, estudiando Derecho.
Juan Lorenzo no sabe lo que es eso de estu­diar Derecho, lo pregunta ingenuamente.
—¡Guá, chico! Lo que se estudia para ser abogado. Para defender pleitos, ¿no sabes? Con esa profesión se gana mucha plata. Si no, que se lo pregunten al viejo de nosotros, que con tres pleitos que defendió en Barlovento se puso en las tres mejores haciendas de cacao de por allí. ¡A hacienda por pleito!
La marejada de la ambición comienza a subir en él corazón de Juan Lorenzo. Después de los Arizaleta, todos los de la cuerda han ido expo­niendo sus aspiraciones para el porvenir: uno va a trabajar en la casa de comercio de su padre, que es de las más fuertes de Caracas; otro se propone hacer un viaje a Europa; otro tira hacia la política, y asegura que llegará a ministro, por lo menos, como su tío... Juan Lorenzo se pre­gunta interiormente: «Y yo, ¿qué seré?» Pero no halla qué responderse, y la marejada de la am-

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I


bidón sin propósitos concretos se le encrespa y le pone el humor áspero y sombrío.
Otra noche faltan a la tertulia los Arizaleta porque hay baile en su casa. Casi todos los compañeros han sido invitados. Juan Lorenzo va a verlo por la barra.
£1 lujo de la casa lo deslumbra, el espectáculo de las mujeres lujosamente aderezadas lo turba, la animación de sus postizos compañeros que están en el baile le produce envidias que lo de­primen; pero todo se lo hacen olvidar las mira­das dulces y las ingenuas sonrisas que le dirige Mary, la hermanita menor de los Arizaleta, que está sentada, junto a otra niñita, en la ventana donde él forma barra.
La había conocido una de aquellas tardes. Iba con él Manuel Arizaleta y entró en su casa a dejar los libros. Mary se asomó al portón. Era una chiquilla encantadora, de ocho o nueve años a lo más. Rubios crespos le bailaban en torno al gracioso cuello; llevaba un traje color crema, con una faldita muy corta con muchos pliegues y faralaes, que hizo pensar a Juan Lo­renzo que se parecía a un pollito. Mary, que ya sabía por su hermano quién era él, le preguntó, candarosa e ingenua:
—¿Tú eres Mano Juan?
Juan Lorenzo le había respondido, todo cor­tado:
—Así me llaman.
Y ella:
—A mí me dicen Mary; pero mi nombre es María Margarita.
Aquella tarde a Juan Lorenzo le había acon­

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tecido algo muy singular: se había quedado viendo el crepúsculo, que tenia unos colores muy tiernos, de oros pálidos, rosas suaves y dulcísimos azules, y no sabia por qué, pero le recordaron a Mary.
Ahora ella le dice a su amiguita, en secreteos que Juan Lorenzo oye claramente:
—Mira. Ese es Mano Juan.
Y     sonríe viéndolo con inocente picardía.
Cuando ella se quita de la ventana, Juan Lo­renzo abandona la barra. Calle abajo se va cavi­lando cosas gratas, cosas desapacibles, que le forman en el alma una sola masa turbia de sen­timientos melancólicos. A intervalos experimen­ta oleadas de ternura hada la niñita que lo ad­mira y le sonríe cariñosa; luego le pasan por el ánimo tufaradas de amargura, de tristeza de si mismo, de rabia insensata que él no sabe contra quiénes la siente.
De pronto al doblar una esquina, se encuen­tra con el Maneto, que viene con unos de su cuerda, seguramente de alguna fechoría.
—¡Guá, Mano Juan! ¡Qué caro te vendes ahora!
—¡Chico! Me vendo por el mismo precio.
—¡Jummm! ¿No me estarás queriendo gané mucho?
Y     lo mira de pies a cabeza con aire insolente.
—¿Qué me quieres decí con eso?
—Que como tú ahora andas reuniéndote con la crema, se me figura que debes creé que estás montao al aire.
—¿Y a ti qué te importa?
—No es que me importe; es que me da risa.

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■HHBB


Pero como advirtiese que Juan Lorenzo, mo­vido por un reflejo maquinal, con un golpe efi­caz y rápido del índice se había echado hacia atrás el sombrero, lo que anunciaba que estaba presto a disparar el célebre cabezazo volado con que se abría siempre en pelea, agregó, tratando de recoger algo del veneno de sus insidias:
—Yo no comprendo, valecito, cómo un mu­chacho tan completo y tan macho como tú se pué encurruñá con esos patiquines que no pa­ran ni papelón.
Juan Lorenzo se ablandó al halago y el tur­bio despecho de sí mismo, que ya lo traía pro­penso, estuvo a punto de salírsele en una expli­cación de la conducta que le vituperaba el Ma­neto y que en aquel momento valía por un arre­pentimiento de haberse alejado de su medio na­tural que era el pueblo; pero su interlocutor, que ya se había preparado y cambiado con los suyos una mirada inteligente, volvió al terreno de las provocaciones:
—¡Busca tu cuerda, chico! Ca uno debe andá con los suyos y no está echándosela de que pué mirá más arriba de sus ojos. Esos patiquines te quedan grandes. Sapo no vuela ni que gavilán lo eleve.
La injuria ei*a de las que debe despachurrar sobre la boca del que las profiere; pero Juan Lorenzo vaciló y perdió tiempo, por primera vez en su vida.
Viéndolo tan indeciso y turbado, el Maneto lo atribuyó a miedo, y cargó resuelto:
—Acuérdate del dicho: Cuando un blanco se encuentra de un negro en la compañía...


—Eso es contigo.
—¡Y contigo, valecito! ¿Qué te estás pensan­do tú? ¿Tú crees que todos no sabemos quién eres tú?
Juan Lorenzo tuvo una nueva debilidad:
—¿Quién soy yo? ¿Qué saben ustedes? ¿Qué saben ustedes?
Y el otro, manoteándole en la cara:
^En tu casa hacen dulces, como en la mía, y tú los sacabas a vendé a la calle, como yo. Bas­tantes quesadillas te compré. Y, últimamente, tu familia no es mejor que la mía.
—No to metas con mi familia, porque no te lo aguanto.
—¡Que no me lo aguantas! ¿Tú quieres que te hable más claro? Tu taita no era sino un cantador de canciones de El Empedrado.
Juan Lorenzo sintió en el rostro como si lo picasen avispas. Su historia estaba en boca de aquellos muchachos de la calle, rodando por la calle, y algo que no era miedo, pero que era más poderoso y abrumador que el miedo, detuvo el impulso que iba a lanzarlo contra el Maneto.
Este seguía diciendo, envalentonado y con la mala sangre hirviente de odio:
—¿Qué vas a hacé? Zúmbame pa que te sa­ques tu lotería. Si hace días que yo andaba bus­cándote para decite too esto. Y más te digo: tu mamá...
Pero no concluyó la frase, porque Juan Lo­renzo se le arrojó encima, lívido de cólera y de dolor, y sujetándole por las muñecas le descargó dos tremendos cabezazos que le imposibilitaron para defenderse.

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Aturdido, gemía cobarde el zambo:
—¡No me tires más, valecito!
Juan Lorenzo lo soltó con un gesto de asco. Y encarándose con los compañeros del Maneto: —¡Sálganme ahora ustedes uno a uno!
—No, Mano Juan. Nosotros no nos metemos contigo.
Viéndoles las caras lívidas de miedo, Juan Lorenzo les volvió la espalda diciéndoles:
—Eso es lo que son ustedes. ¡Cobardes! ¡Fa­ramalleros!
Y fue así como Juan Lorenzo Figuera, el hijo de Mano Carlos, que era un hombre de la ple­be, rompiendo con el Maneto, se rebeló contra su casta.

Caracas, 1922.

«LA

FIN DE
REBELION»



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