ADOLESCENCIA por GUILLERMO MENESES
Hic est enim qui dictas est par Isaiam
prophetam, dicentem: Vox clamantis in deserto: parate viam Domini, rectas
facites semitas ejus. (Pues este es de quien habló el profeta Isaías diciendo:
Voz del que clama en el desierto: aparejad los caminos del séñor; haced
derechas sus veredas). Son palabras tomadas del evangelio de San Mateo,
capítulo tercero, versículo tercero.
En la atmósfera azulada de la capilla, entre el
olor del incienso y de la cera, se desleía la voz del padre Echevarrieta,
Director Espiritual del Colegio, quien, apenas soltó un latinaz- go, se detuvo
arrugando entre los dedos los pliegues de la sotana y suspiró, como si la
gordura de su cuerpo rechoncho le apretara las fuentes de la elocuencia. No
tenía facilidad de expresión y, antes de comenzar sus sermones, hacía siempre
un pequeño rato de silencio en el que examinaba con sus ojillos pequeños*
vivos, rodeados de arrugas, las filas de sus alumnos amodorrados y soñolientos
en los bancos de madera oscura. La- redonda cabezota movíase nerviosa entre los
encajes del alba y sus labios tomaban forma de sílaba una y otra vez para
quedar de nuevo cerrados a la voz como una pequeña raya inútil perdida en la
gordura de sus mejillas.
En el fondo de la capilla, junto al confesionario
solemne, julio Folgar-moreno,
flaco patiquín de 15 años- sonrió dando un
codazo a su vecino:
—¡Mírale la boca!
Ya se habían hecho célebres entre los
colegiales los cucuruchos y monerías que tenía que hacer el padre Echevarrieta
antes de lograr la primera frase de su discurso y en el patio de recreo se
decía entre risas que al Director Espiritual le fallaba el a- rranque porque
tenía mal el carburador o porque, tal vez, estaba acostumbrado a salir con
manilla. Julio Folgar iba a repetir el chiste popular entre la chiquillería
cuando, lamentablemente, con tropezones de ciego abandonado, la voz del
sacerdote cogió la senda evangélica contando el encuentro de Juan el Bautista y
Jesús.
En el estanque azulado de la capilla, en el
agua piadosa y devota que se apretaba entre las oscuras paredes, en la penumbra
quieta y beata, se extendía la alta voz dulzona que arrullaba y adormecía a los
colegiales. Tal vez Julio Folgar era el único que, apoyándose en el relato de
su profesor, se divertía imaginando de nuevo las escenas con añadidos tomados
del cinc y de sus libros, mezclando los misterios y mandatos religiosos con el
empuje de su imaginación.
El tenía un libro de estampas en que estaba grabado el bautismo de
Jesús. Era un fresco remanso del Jordán, sombreado por anchos árboles de espesa
ramazón; en la sombría quietud del agua se desdibujaban los pies del Señor y
el cielo luminoso hacía aureola de santidad en redor de la cabeza del Mesías.
Juan sostenía un cuenco del que caía el agua bautismal clara y blanca como una
bendición, clara y blanca como la frase que se oyó en ese momento: “Este es mi hijo
muy
amado en quien me he complacido” ... Juan estaba vestido con una
piel de camello. Era un perseguido, un hombre violento que luchaba contra los
poderosos, que acusaba a Herodes de ser adúltero con la mujer de su hermano...
Y, una noche, Salomé, había bailado su danza mejor, la que enloquecía aLRey.
“Pídeme lo que quieras; aunque sea la mitad de mi reino...” Y Salomé había
pedido la cabeza de Juan el Bautista... Salomé... Julio Folgar ha visto una
bailarina en el Teatro Olimpia, que baila el fox-trot Salomé con una falda de
cintas y el vientre desnudo y dos redondeles brillantes en los pechos...
Bailando va,
suavemente sutil la celestial Salomé...
Al hacerse más recia, la voz del padre
Echevarrieta le apagó los pensamientos. Apretándose la panza con las blancas
manos gordezuelas, el Director Espiritual hacía sus consideraciones, metiendo
en el discurso sus latines inútiles y pedantes.
-Las palabras dei evangelio, queridos hijos,
contienen siempre, a más de la historia de Nuestro Señor, útiles enseñanzas y
sabios consejos. Parate viam Dominio aparejad
el camino del Señor, dice el Apóstol. He aquí un consejo, un grave consejo...
Hablaba el Bautista ante una respetable asamblea, ante un numeroso auditorio;
pero, aunque estaba ante esa regular cantidad de personas, seguía siendo para
muchos “vox clamantis in deserto”. Había allí fariseos y enviados de los
Príncipes de los Sacerdotes, almas cerradas a la gracia, sepulcros
blanqueados, personas de las que dijo Jesús que tenían oídos y no
oían, que tenían ojos y no veían. Sordos y ciegos de corazón... En la vida
práctica, queridos
hijos, nunca debemos ser de estos sordos y ciegos,
más
desgraciados que los verdaderos; debemos, por el contrarío,
abrir el corazón
a las divinas insinuaciones, arreglar el alma para la gracia... Dice el Evangelio
que Jesús fue llevado al desierto para que el diablo lo tentara “ut tentaretur
a diabolo” y ayunó cuarenta días y cuarenta noches; (así se prepara Dios mismo
para recibir las tentaciones!
¡Y nosotros, miserables humanos, no queremos hacer un solo pequeño esfuerzo, como si
el cielo se pudiera ganar sin dolor!... Después de este ayuno,
Nuestro Señor tuvo hambre y hasta El se llegó Satanás: “Si eres hijo de Dios,
di que estas piedras
se conviertan en pan”, Jesús respondió: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios’*...
A Julio Folgar le gustaba esta frase. Cuando su
madre quería comprar
un vestido caro o un frasco de perfume, decía siempre eso: No sólo de pan vive el
hombre; pero pensando que Jesús lo dijo en la oscuridad de una
noche terrible, rechazando la tentación del diablo, aparecía
majestuosa y brillante. “No sólo de pan vive el hombre”... En todo
caso era una contestación
mucho más bella que la de la segunda tentación, la de “no
tentarás al Señor tu Dios”... Julio amigó la nariz al oírla de los
labios del padre Echevarríeta: “no tentarás al Señor tu Dios”, no tenía vigor;
él adoraba
las frases grandes
y retumbantes
o las irónicas, amargas. Por ejemplo: “Si la naturaleza se opone,
lucharemos
contra ella y haremos que nos obedezca”, aunque los padres dijeran
que es una blasfemia de Bolívar, le llenaba el pecho de orgullosa
ansiedad.
El Padre
Echevarríeta continuaba:
-Luego, el demonio
llevó a Jesús a un monte muy alto y le mostró desde allí todos los reinos de
la tierra.
¡Todos
reinos! ¡Todas las épocas! ¡Todos los poderes! Siria, Caldea y
Mesopotamia, China y la India, Egipto y Grecia y Roma.
Con rapidez de hachazos, entraban las imágenes en el pensamiento
del muchacho; hubiera querido abarcar todo el poderío de la tercera tentación;
pero no podía gozar en ninguno de los escenarios que se fingía, porque,
enseguida, frases de sus novelas o de sus textos o recuerdos del cine y del
teatro, traían otra escena y otros personajes y otro interés. Un desfile de
lanzas romanas se interrumpía con la figura brillante de un rajá sacado de
Salgari, rodeado de bayaderas y sonriente de lujuria y crueldad bajo el
turbante de seda. Egipto (Menes, fundador de Menfis y natural de Tanis y los
reyes del... decía el texto de Historia), las pirámides, las sacerdotisas de
Isis y, de pronto, el ejemplo de sintaxis latina, le traía una decoración de
togas y triclinios: “Si tu et Tula valetis ego et Cicero valemus”. El grabado
del Discóbolo, o el del busto de Platón o el del torso potente de la Venus de
Milo, eran Grecia y la Roma de los patricios se formaba con la figurare
Petronio en “Quo Vadis” y la palabra vomitorium. La Historia Antigua la
explicaba el Padre Fernández en el salón, del Primer Año de Bachillerato: una
sala luminosa y clara, donde sonaba, entre ecos lejanos de la calle, la voz del
profesor al describir la revuelta de Espartaco o el brillo del Imperio
Visigodo. (“Folgaba el rey Rodrigo con la fermosa Cava en la ribera del Tajo
ski testigo”). En aquel tiempo el apellido Folgar era una grosería... Los
árabes triunfaron y fue otro poder y otro reino con las mezquitas españolas y
tiendas de seda en el desierto como en la película “El Hijo del Sheik”. Y vino
el Cid, pero antes, Carlos Martel derrotó a los moros en los Campos
Cataláunicos. Las Horcas Caudinas, los Campos Cataláunicos. Carlos Martel.
Cario
Magno. “Quand r armée de Charle-Magne revient
d’Espagne, l’arriére-garde, comandée par le comte Rol and, fue aítaquée par
les Basques dans lagorge profonde de Roncevaux..“Así era la leyenda de
Durandal en el texto de Francés. Carlo-Magno. Carlos Quinto. Carlos Tercero.
Femando Séptimo. Los Incas y los Aztecas. Guaicaipuro y los Capitanes Generales
de Venezuela. Emparan dijo: “Yo tampoco quiero mando”, y luego fue Miranda y
Bolívar: “Si la naturaleza se opone...”. ;
Con pose de rey fastidiado, volvió a escuchar el sermón del padre Echevarrieta;
pedante, sonriente, despreciativo, oía la voz del sacerdote, que preparaba ya
su final moralizados
—Pronto, muchos de vosotros saldréis del Colegio, entraréis a la
Universidad, comenzaréis el estudio de la carrera que preferís. ¿Os
olvidaréis, hijos míos de mi alma, de todas las viejas enseñanzas que habéis
recibido, permitidme decirlo, del pecho de vuestras madres, que luego os han
enseñado en el recinto familiar, que, por fin, os han clavado día tras día en
este Colegio?... ¿Olvidaréis por vuestras geometrías y cálculos o por vuestros
códigos y jurisdicidades o por vuestros estudios anatómicos o fisiológicos
estas enseñanzas puras, estas santas devociones a la Virgen María y al Sagrado
Corazón?... Por lo que os diga tal o cual profesor, o por seguir el fuego de
vuestras pasiones, ¿olvidaréis los votos hechos aquí, en esta misma Capilla,
ante esta misma imagen de la dulce Madre de Dios?... ¿Podrán borrarse de
vuestro corazón reglas metidas tan adentro, enseñadas con tanto amor?... No; no
es posible, me digo a mí mismo una y otra vez. No, no es posible que estos
pequeños ángeles a quienes tantas veces he visto rezando, que ¡ tantas veces
hospedaron en su alma el Cuerpo de Nuestro Se- J ñor; no es posible, repito,
que mis inocentes chiquillos, toda |
pureza
en medio de sus juegos y de sus estudios y de sus oraciones, vayan a ser luego
hombres corrompidos e incrédulos, encenagados en el vicio, sin voluntad y sin
entendimiento, llevados por el huracán de las falsas teorías y de las pasiones
malsanas. No, no es posible, hijos míos de mi alma y de mi corazón. ..
En los últimos bancos, Julio Folgar -patiquín
de 15 años- sonrió; entre dientes, romántico y displicente, con ademanes de
condescendencia, rezongó: “y la carne que tienta con sus frescos racimos y no
saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. Con un pequeño rodillazo llamó la
atención del compañero que estaba a su derecha; sin volver la cabeza, tapando
la boca con su larga mano que adornaba el brillo de una sortija, fingiendo un
bostezo elegante, propuso:
-Esta tarde dan una película de Greta Garbo. Te
invito.
El otro, también silencioso, le indicó que
mirara hacia atrás y, al hacerlo, Julio encontró la silueta esquelética y negra
del padre Fernández, que lo miraba con el brillo de los ojos rabiosos. Julio
fingió atender de nuevo a las palabras que brotaban de la mole —redonda,
vulgar— que era la cabezota del Director Espiritual entre los encajes del alba.
-Recordad, pues, hijos míos, que hay que
aparejar el camino del Señor, haciendo de nuestras almas fortalezas difíciles
contra el demonio. Jesús nos dio el ejemplo con sus días de ayuno y penitencia
en el desierto. Sigamos la divina insinuación. Ayudémonos con la comunión, con
las oraciones; confiemos en la Virgen María y en el Sagrado Corazón de Jesús.
De rodillas, el padre Echevarrieta continuó:
-Recemos una avemaria. Prometed hoy que la
rezaréis
siempre, cada día. Pedidle a la dulce María que sea
vuestra abogada en la vida y en la muerte. Amén. Dios te salve, María; llena
eres de gracia...
La voz del padre Echevarrieta se
desmayaba en la mística
sombra de la Capilla, entre el olor del incienso y
de la cera, como
las azucenas lánguidas sobre la blancura del altar. Luego, el coro adolescente
respondió vivo, altanero, tembloroso de fuerza y ansiedad, lleno de esa
huracanada vehemencia que el padrecito gordo temía y presentía.
Desde hace algún
tiempo, a Julio le gusta tenderse en la tierra de su corral caraqueño a la
hora del atardecer, y mirando hacia arriba, ver las ramas de los árboles
manchadas de crepúsculo, hundidas en el ciclo brillante, pintadas con el
último rojo del sol, mientras viene a anidar en ellas el vuelo chillón de algún
pájaro arisco.
Desde hace algún
tiempo, cuando la mañana anega en claridad el jardincillo que su madre cuida,
le gusta a Julio meterse entre el mundo vegetal y mirar con detenimiento de
conocedor la delicada entraña de lirios y margaritas, de azucenas y rosas.
Desde hace algún
tiempo, Julio tiembla al desnudar las flores, al rozar la fecunda redondez de
los pistilos y la quebradiza gracia de los estambres, lo mismo que al observar
el nacimiento de un gusano o las embestidas eróticas del gallo o el vuelo nervioso
de las mariposas.
Desde hace algún tiempo sueña con ser
cadete y tener una
novia que lo espere cariñosa en la ventana pobre de una casucha
arrabalera; o marino que llegue a los puertos con todas las
hambres rabiando en el cuerpo, y que, al día siguiente, apoyado en la borda
mohosa, se despida de una mujer, de una noche y de una borrachera; o elegante
donjuán con mucha plata y muchas aventuras, que abandona muchachas y desprecia
sonrisas en los salones brillantes y tibios; o jefe victorioso de un batallón
de indios y negros criollos que griten: ¡Viva Julio Folgar!, mientras él corre
a caballo las calles caraqueñas y mira en las ventanas a las mujeres de ojos
admirados, labios encendidos y blanco pecho. Sueña con ser otros mil personajes
impetuosos y se acaricia un imaginario bigote si ha visto en el Cine a John
Gilbert o hace lánguida la mirada si fue Rodolfo Valentino el héroe del film.
Una noble tristeza acompaña sus sueños.
sí***
Esta tarde, está acostado en la húmeda tierra oscura del corral.
El padre Fernández lo castigó por haber hablado en la Capilla, y , al llegar a
su pasa, luego de pedir la bendición de su madre, ha seguido hacia el corral y
se ha tendido en el suelo mirando las altas ramas hundidas en el pálido cielo
del atardecer.
-¿Porqué tan altas-tan aaaaaltas- las ramas del
eucaliptus?
Julio está cansado; siente el cuerpo friolento, rígido; todo él
está lleno de una perezosa y soñolienta melancolía; tendido sobre la oscura
tierra fresca y olorosa, podría estarse hasta siempre, mirando el sol bebido en
las ramas del eucaliptus, mirando el cielo apenas azul, mirando los árboles que
se duermen, silenciosos y severos entre el correteo de la brisa, bajo la tarde
desmayada.
Entre las ramas se desvanece el último azul,
sobre la tierra fresca, olorosa a zumos y a savia, caen ya las sombras que
anuncian la noche y rondan el lento desarrollo de los pensamientos de Julio
Folgar.
Un compañero de colegio, hijo de un capitán de
barco, dice que de los árboles muy altos se hacen los mástiles de las goletas;
así, esos árboles están destinados a luchar siempre contra el viento: cuando
están vivos, chupando savias y soles, sostienen el peso de las ramas, se
balancean serenamente entre la brisa; luego, cuando los cortan, sostienen los
grandes pañuelos blancos de las velas, donde se acuna el bravo viento del mar
y, si se anuncia una oscura tormenta, los marineros suben por las jarcias, les
arrancan las velas, los dejan desnudos bajo la lluvia, bajo el pesado empujón
de las furias... Es una vida brava la de los marineros. A Julio, le gustaría
ser oficial de un gran trasatlántico de los que viajan por Indochina y el
Japón, pasear severamente, con la pipa apretada entre los dientes, caminando la
cubierta pulida y brillante; encontrar entre los pasajeros una extraña mujer
que fuera espía, como la Mata-Hari y tuviera en los labios un narcótico para
dormir con sus besos a los enemigos que guardan secretos. En Singapur, en
Shanghai, ima mujer de ojos verdes y pelo brillante... Así debía ser Salomé:
ojos verdes, negro pelo que caía en caracolas hasta los redondos hombros,
tapando los pechos dos escudos de plata, escondiendo y acariciando las piernas
la falda de mil cintas de color y, anhelante ante la yerta cabeza del Bautista,
una sonrisa, porque pincha con un estilete la lengua del hombre que había dicho
de Herodes que era adúltero con la mujer de su hermano...
Resultaba mi cuadro de bello colorido: el
platón redondo de brillo llameante -como una luna malvada-, sosteniendo la
cabeza del profeta y la loca princesa asesina pinchando la odiada lengua...
una falda de cintas, dos escudos de plata sobre los senos... Alguien le ha
dicho a Julio que Salomé estaba enamorada del Bautista y es hermoso pensarlo
así: la princesa, apasionada por su enemigo, viciosa del amor hasta más allá de
la muerte. A Julio le gustan los cuentos brillantes y sangrientos, con fondo
oscuro de pasión y, sin duda, el cuento de Juan el Bautista cumple con todos los
requisitos: defensor de los débiles, enemigo de Príncipes y, más allá de la
muerte, entregado a los brazos de Salomé, la asesina que baila
interminablemente... Juan el Bautista y Jesús son polos opuestos en la
ceremonia cándida que contó esta tarde el padre Echevarrieta: fuerza y dulzura,
reciedumbre de hombre y tranquilidad infinita* de DioS. Alguien puede soñar
destino semejante al del Bautista, en cambió Cristo está separado de las
ambiciones humanas por la cortina de la divinidad...
Si Juan Bautista hubiera sido el tentado del
desierto, hubiera aceptado tal vez; seguramente, hubiera corrido el albur
satánico de las tentaciones. La tentación, del hambre, la tentación de la
vanidad, la tentación del poder... Juan hubiera jugado al azar el resultado magnífico
de los ofrecimientos del Demonio... la. lástima es, que no todo el mundo es
tentado de modo tan hermoso y la mayor cantidad de los hombres tienen que
buscar afanosamente su propia tentación.
Y, de pronto, Julio brincó: estaba lleno de
miedo, como cuando veía películas de crímenes y luego no podía dormir, porque
la cara del asesino-recordada en perfiles de maldad, en sombra de delito, en
brillo de odios- le obligaba a tener abiertos los ojos piltre la espesa negrura
de su cuarto. Ahora no había rostro de asesino, ni maullido de gato, ni
misteriosas
pisadas: bastaba con ese pensamiento que estaba
dentro de él y que era como si alguien hubiera chillado un grito obsceno en la
capilla del colegio o se hubiera atrevido a tocar la hostia con sus manos.
Recordando eb sermón del padre Echevarrieta había pensado eso que nunca ha
debido pensar.
Tanto miedo le brincó dentro, que sintió el
golpe de su sangre, recio en el silencio del atardecer; tanto miedo le invadió
que salió corriendo hasta su cuarto y se echó en la cama apretándose contra
las almohadas: ¡había pensado en eso! ¡había pensado en eso!...
Dentro de su cuerpo, la sangre -o el alma- golpeaba con aleteo de
mariposa entre la oscura sombra de su angustia.
♦♦♦
Cuando se dio cuenta de que estaba casi tranquilo, cuando
comprendió que su sangre volvía a correr con el pulso habitual y que sus
pensamientos regresaban al apacible ritmo de siempre, se levantó de la cama,
encendió la luz y fue hasta el espejo del lavabo. Tuvo que sonreír, satisfecho
de su serenidad, cuando vio su cara como luía pálida máscara de pierrot
adolescente, plácido, sentimental. Entonces sonrió más: ya podía pensar de
nuevo en lo que había'pensado en el corral. Buscaría la ayuda del demonio,
sería un héroe de la sensualidad y haría de su vida un brillante amontonamiento
de placeres; esa estampa del espejo -romántica, bobalicona, pedante- se
convertiría pronto en la figura de un gran vividor despreciativo que tiene
canas antes de ser viejo.
Si el padre Echevarrieta dice que la copa del placer tiene dulces
los bordes, pero es amarga en el fondo, Julio piensa que
esa amarga
hondura la que lo atrae más, que la elegante decadencia del vicio es el mejor
premio para una vida de pasión y goce. Ante el espejo finge la mueca de los
hastiados, el cansado bostezo de los que han jugado mucho con el amor. Por un
momento busca el ejemplo que debe imitar ante la ingenua cinematografía que es
para su alma el espejo clel lavabo: ¿Será Lord Byron? ¿Será Brummcll? ¿Será don
Juan?... Y, por fin, se decide: es uno de sus abuelos, cualquiera de aquellos
mantua- nos cmpclucados, amigos de los Capitanes Generales, cortesanos
aduladores, caraqueños ricos, amantes de la holganza y de las canonjías
coloniales. Como siempre, Julio sueña: él es don Julio Folgar, y está mojando
bizcochuelos hechos por las monjas del convento cercano en el tazón repleto de
chocolate espeso; al mismo tiempo, piensa apacible que la señora su vecina va
a esperarlo esta noche, porque ella es mujer de pasional temperamento y está
ausente el marido en las tierras de Aragua, y...
En esc momento, comprendió al mundo como un
grandioso y oscuro movimiento diabólico, como un misterioso y anhelante jadeo
demoníaco; frases, chistes, recuerdos, todo lo que su mente le presentaba como
atrayente y expresivo, le pareció iluminado por una terrible luz satánica.
Manchadas de luna, se abren las flores para que
el grano de polen que danza en el viento entre a fecundar el escondido seno
redondo y, entonces, se despereza el matorral, botando en la brisa un arisco
perfume; en la negra hondura del mar o en los pozos verdes de los ríos que
duermen sus remansos bajo la gigante sombra de las selvas; entre los árboles
húmedos o junto al fango fofo de los bosques, corre el calofrío sagrado que
madura todas las simientes, lo mismo que se extienden en la tibia atmósfera de
su alcoba los alocados pensamientos. Partc-
nogéncsis,
fanerógamas, protoplasma... todas estas palabras, que en los libros le
parecieron frías y complicadas, las pronunció ante el espejo del lavabo como el
“Introibo ad altare Dei" de una misa que el muchacho adivinaba con temor.
La mística de ese ceremonial apasionante era una vaga mitología formada por
imágenes imprecisas en la que se insinuaba la reproducción de los musgos y de
las algas, la creación de los racimos y de los gajos o el maullido lastimero de
los gatos en los tejados cercanos. Las figuras de las estatuas griegas en los
textos de Historia, el recuerdo de las bailarinas de las operetas -pulidas por
la luz lechosa de los reflectores^, los versos obscenos del padre Borges, se
unían en el febril entusiasmo del adolescente con un empuje de pleamares
exaltadas por un potente ímpetu. Recordó una pareja que viera la otra noche,
cuando paseaba en automóvil: un hombre y una mujer que formaban amoroso montón
en un recodo oscuro de la carretera de El Valle; se le vino a la mente la frase
de su chofer: “¡Ah, gente pa* gozá”, y comprendió, definitivamente, que sólo
Satanás poseía los tesoros hacia los cuales se alzaban sus deseos como una gran
llama de pasión. Los curas podían decir lo que quisieran, pero...
Ante el espejo, sonriente y pedante, se alisó
los cabellos, se apretó el nudo de la corbata. Tras la puerta, la vieja
Marcelina lo llamaba a comer.
***
Durante
la comida apenas habló. Desarrollaba ante sus padres una pose enigmática y
displicente, mientras gozaba pen-
sando que las preguntas de su madre (las de
siempre: que por qué lo habían castigado, que si había estudiado las lecciones)
y las miradas del padre, irónicamente severas, eran señal de que ellos notaban
el terrible cambio que había sufrido la vida del hijo. Le daba alegría suponer
que la madre se preocupaba por descubrir la causa de que Su muchacho
queridísimo sonriera sin motivo y contestara a sus angustiadas interrogaciones
con monosílabos secos; pero su goce llegó al máximum cuando el padre se le encaró:
—¿Qué significan esos modos de responder a tu
mamá, Julio?
El no dijo nada; pero, dentro, le vivió una
plena felicidad; estaba obrando de una manera extraña y el padre se había dado
cuenta. Entonces conversó, dijo tonterías, habló de los cucuruchos que hacía
el padre Echevarrieta antes de comenzar sus sermones. Don Vicente rió; doña
Isabel sonrió aparentando disgusto:
. —No debes burlarte de tus profesores. El padre Echevarrieta es
un sacerdote muy meritorio y habla muy bien.
***
Apenas terminó de comer se acostó. Quería estar
totalmente solo para pensar serenamente lo que iba a hacer para lograr tener en
sí aunque fuera una pequeña parte de la gran fuerza que brotaba de la entraña
de los seres y corría la carne de la tierra como una sagrada onda oscura.
Haría una petición a Satanás, una súplica recia que llegara a
parecer digna del gran ángel caído, enemigo de Dios; algo semejante a lo de
Fausto, pero de otro modo. Y pensó, con toda su voluntad, en esa súplica
terrible que tenía que hacer.
tnrMiir'i "*n7' ' r”*
Los cuentos de brujerías que había leído, que
había escuchado (sacrificios de animales al toque de media noche bajo
la Urna en creciente,
ofrendas de aceites verdes hechos con las yerbas olorosas) le
parecían tontos, ingenuos, infantiles, desprovistos de la importancia
espiritual que él había aprendido en sus catecismos y apologéticas.
“Eso” debía ser algo suyo, algo en que su alma
interviniera realmente, y que, dentro de una aparente normalidad, encerrara su
significado de elevado valor religioso y demoníaco...
¡Si fuera al corral ahora y, bajo la luna, con
lentas palabras, dijera lo que deseaba!... Lo desechó al pensarlo: no era capaz
de hacerlo. Se caería de miedo antes de que sonara su primera palabra. No era
capaz de hacerlo. En ese momento el corral empapado de luna tendría aspecto de
cosa imaginada; bajo los rosales, entre los gruesos árboles del fondo,
parecerían las sombras monstruosas pensamientos abandonados... Y, buscando
otra razón a más del miedo, murmuró:
-Las palabras se dicen y se olvidan...
Si escribiera... Una carta, o mejor, un
contrato... Lo enterraría bajo el oscuro barro del corral; allá, en la entraña
húmeda se pudriría el papel y, quizá alimentada con la sustancia misma del
convenio brotaría una extraña flor de olor extraño, de olor caliente y
poderoso...
Al poco tiempo le disgustó el nuevo proyecto:
el contrato debía ser hecho en una cosa de la naturaleza: si fuera posible
escribirlo en el agua, en el viento, como un sueño de poeta...
Y se dio cuenta de que sus ideas tomaban nimbo disparatado y se apartaban de la justeza y petulancia
que él deseaba.
Podría
grabarlo en el barro, a la sombra del eucaliptos que nació para mástil de
balandra... Y negó también: debía ser algo
62
perenne, por lo menos durable y, marcadas en el polvo
desaparecerían pronto las letras porque, a la primera lluvia, se unirían de
nuevo los húmedos terrones que separó la mano y, al primer día de sol, el
viento borraría también los signos marcados. Debía ser algo perenne, por lo
menos durable.
Hasta que,_por fin, le brotó clara la idea que
había de gustarle definitivamente: escribiría el contrato en la corteza del
torcido guayabo, del guayabo leproso encorvado que rozaba con las ramas la
pared del corral.
Entre las sábanas sintió que lo llenaba una gozosa emoción, muy
distinta a la que, por la tarde, lo había hecho temblar.
***
Se quitó el piyama y quedó desnudo bajo las
sábanas por ver si era el calor lo que no lo dejaba dormir, pero no logró nada
y, entonces, se dedicó a seguir los ruidos de la casa.
Las gotas de agua en el tinajero sonaban
dulces, con pequeña armonía cariñosa y familiar. A Julio le parecía ese delicado
y hondo sonido algo unido íntimamente a su madre, quizá porque ella había
defendido siempre el viejo tinajero de vemegal verdoso, barbudo de heléchos.
Una vez el padre había querido traer un filtro moderno y ella se había opuesto,
por cariño al tinajero fresco y musical.
Siempre ha habido, en todos los pequeños
problemas caseros, esa lucha entre don Vicente y doña Isabel; entre el padre
amante del sencillo confort y la madre, que gusta de adornos y de flores, de
fmtas y de perfumes, de las blandas complicaciones y de la holganza bonachona.
Siempre se adivina en la madre, bajo la apariencia bondadosa, un centro recio
y
rebelde que la mantiene rectamente plantada sobre la
tierra; siempre se presiente en el padre una abonada sensiblería, a pesar del
severo exterior y de la solemne figura de comerciante rico.
En el silencio de la casa, los ronquidos de don
Vicente, suaves y silbantes, no dejaban dudas respecto al carácter apacible
del roncador... ¿Qué marca le irían a dejar -pensó Julio- la dulzura del padre
y su recia expresión? ¿Qué señal le dejaría la dureza materna envuelta en
gustos frívolos, en apasionado placer por perfumes y frutas y flores y
cortinajes?... Por ambos lados se fundían en Julio viejas familias de historia
conocida, de abolengo claro, cuyo árbol geneálógico enseñaba nombres unidos a
una vida fácil y cortesana... A través de los tiempos, siempre mantuanos
hacendados, comerciantes, políticos... y, entre ellos-como un extraño chispazo
rebelde- aquel general Juan Pablo Folgar que abandonó fortuna y haciendas para
guerrear durante veinte años de revoluciones venezolanas. Después de él, la
familia Folgar se encoge, se populariza, busca enlaces democráticos y
morenos... En el padre de Julio nuevamente adinerada tribu, elige en los
salonesJa mujer fina, frívola, perfumada...
Julio recuerda el retrato de su madre que
guarda en el escaparate. A pesar de la suavidad con que sale del corpiño su
busto redondo, a pesar de la redonda cabecita de bucles compuestos, a pesar de
la tierna curva de los brazos caídos sobre la flor de seda negra de la falda y
de la delicadeza con que sujetan los largos dedos el pañuelito de encaje, la
mirada de la “niña” Isabel Goicoechea es valiente y decidida. Si por alguien
siente cariño Julio es por esa del retrato, que es y no es su madre: por esa
Isabel Goicoechea, que dedica la fotografía a su único amor, Vicente Folgar.
/ Ahora, ¡qué distinta está la madre!... Julio la quiere,
pero no con la ternura que le produce el viejo retrato romántico donde se
desdibuja en tonos sepias, la dulce gracia de mía muchacha que sostiene en los
dedos un pequeño pañuelo de encajes. Ahora, bajo la gorda suavidad de la línea
otoñal, hay en ella un tono desafiador, un altanero sentimiento.
Julio se revuelve en la cama. Si algo lo va a
hacer dormir no es eso de recordar las cosas tontas de la familia. No le falta
sino pensar también en las sirvientas: la vieja Marcelina la que le contaba
cuando pequeño los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, la que contaba con su
voz lenta y oscura aquello de “onza, tigre y león”; podría pensar también en
Mariana la lavandera. Pero mejor es no pensar en nada y ponerse a decir números
para que el sueño venga.
En el patio, se mueven las palmas de hojas
ásperas; hasta Julio llega el sonido del roce de las hojas. Más lejos, allá, en
lo hondo de la noche, apenas se oye el cometazo de un automóvil. Alguien corre
a estas horas -pasada ya media noche- por las calles caraqueñas. Seguro un
hombre besa a una mujer pintada, metido en su borrachera al abrigo del auto.
Julio se revuelve en la cama. Es difícil dormir
con tanta idea tonta en la cabeza. Obligarse a pensar en el contrato sería peor
aún.
¡Si pudiera no pensar!... Pero es imposible;
los pensamientos son independientes allí, en su cueva del cuerpo; comienzan
sin que uno se dé cuenta y, de pronto, ya existe eso que liemos pensado...
¿Quién ha dicho que son nuestros?... ¿acaso quiere Julio Folgar Goicoechea
pensar todo esto sin interés que está pensando?
Ideas, sensaciones, emociones, actos reflejos,
conciencia, inconsciente, subconsciente: cosas vagas... Ver, oír, oler,
gustar, y tocar; memoria, entendimiento y
voluntad. Los cinco sentidos, las tres potencias del alma. ¿Se ve con el cuerpo
o con el alma? ¿Se desea algo con el cueipo o con el alma?... ¿Ese sonido de
las gotas de agua en el vemegal del tinajero lo está sintiendo él, o es
imaginación solamente? ¿Qué se muere en el sueño? ¿Qué sigue viviendo?...
Julio está adormilándose; la idea del contrato
se le clava, brillante como una flecha de oro, en su somnolencia. Y este es su
sueño, que lo mueve interiormente a pesar de que ya duerme. En la bruma del
alma se dibujan los contornos de plata de estos fantasmas vivientes y pesados.
Espirales blancas se enredan sobre el cuerpo y
el susto de la vida está en los ojos de “Ella”; en su brazo caliente está la
vida; en la sed de su vientre una locura tiembla; en sus labios sangrientos hay
un pájaro muerto; y en su lengua hay dulzura: miel y leche, que es la sangre
del beso; en lo interior, rozando el sueño, hay íntimas espinas desgarradoras y
es dulce el beso de Vida y Muerte; un licor de uvas muere; en lo hundido romántico
del alma se exprimen cándidos racimos y hay miel y leche, como en el canto de
Salomón. Aletea la sangre en el beso...
Un relámpago azulado lo levantó del sueño. Su
primer pensamiento, fue el verso de Rubén: y la carne que tienta con sus
frescos racimos...
En seguida, como si algo lo guiara, se sentó en
la cama. Algún ruido extraño había oído. Se vistió el piyama nuevamente y salió
hasta la puerta. Miró, siguió caminando hasta el comedor. En el último cuarto,
donde se guardan los vinos y las comidas, había luz; cuando iba a seguir hasta
allá, salía su madre. Arreglándose el pelo, sujetando con sus manos
delgadas el kimono de seda, ella le habló con su voz cálida, que
los años hicieron un poco temblorosa:
-¿Qué buscas, Julio?
-Nada. Que vi la luz en el cuarto de guardar.
-Ya ves. Era yo. Vamos a dormir.
—Es que no tengo sueño.
-No, hombre. Ahora nos acostamos los dos.
Le pasó el brazo por la cintura y lo retiró en
seguida:
—Ya eres un hombrazo. Estás fuerte. Vas a tener
que ponerte los pantalones largos ahorita. ¿Te parece bueno el día de tu santo?
-Por supuesto, mamá.
—Bueno. Anda a acostarte. Anda. Te voy a
arropar como cuando estabas chiquito.
Así fue. Las manos de la madre, apenas
rozándolo, con una delicada pureza, le componían la sábana cómodamente.
—La bendición, mamá.
—Dios te bendiga, hijo. Y a mí también, que lo
necesito más..,
—¡No juegue, mamá!
Ella sonrió triste y se fue, dejando su olor dulce en el cuarto.
Julio se durmió pronto y una imagen viva de su sueño anterior volvió a
llenarlo: eran unos labios enormes que se acercaban siempre y sangraban una
extraña sangre espiritual, inexistente, literaria.
***
Al llegar del colegio,’la mañana siguiente, Julio gritó “la
bendición’’ a su madre y Siguió corriendo rápido hasta el co-
rral, mientras sacaba del bolsillo la navaja
brillante que compró. Sentía en la carne los pinchazos de su emoción cuando
comenzó a arrancar las primeras cortezas del guayabo, las que se caen
fácilmente. Al fin quedó desnudo un retazo grande de la retorcida madera
interior y 61 fue escribiendo, con las letras del alfabeto griego, su contrato.
Trabajosamente arrancando despacio los trocitos húmedos del árbol, el brillo
de su navaja esculpió la palabra QUIERO, y se detuvo. Había que darle una
forma solemne, seria, que trajera consigo un pensamiento de perennidad.
Nuevamente, comenzó: “Señor de la Mentira, mi señor Satanás, quiero...**
Pedía, que no se le negaran sus deseos, que sus
movimientos eróticos encontraran en los seres deseados la tendencia correspondiente,
el deseo complementario. Despacio, tembloroso, fue grabando en el tronco
leproso del guayabo su contrato satánico. En el trabajo su navaja brillaba
como si fuera hecha de llama.
Por fin terminó. Frío y sudado se echó como
otros días en la tierra floja y oscura del corral. Estaba dentro de sus sueños
aunque tuviera abiertos los ojos, aunque estuviera viendo la pared
enladrillada. Alrededor suyo y dentro de sí, lo apretaban brutales deseos,
terribles y brutales deseos que tenían por objeto el mundo, todo lo cambiante
y dulce, todo lo suave y sabroso, todo lo fervoroso y voluble, todo lo fresco
y sensual: la ebullición vital, la fuerza de la rosa y el torrente, de las pleamares
y de las lunas llenas, de los mediodías luminosos y calientes y de las frías
noches enlunadas de viento largo que abrasa con su frío, del movimiento
misterioso del mar hondo, del abultamiento de la semilla bajo la húmeda tierra
olorosa, de la rama que revienta en retoños.
Adoró la fuerza solemne y variable de la Vida, grandiosa I como un
bello destino humano. Como si fuera poseedor de una nueva Lámpara Maravillosa
de Aladino, se sintió amo de una extraordinaria potencia que le cubría de
belleza las cosas habituales y adoró en sí mismo, bajo el templo de su corral,
ese enorme afán. Con otro nombre, adoró al viejo Dios Falo y a Satanás.
***
De pronto, la voz de la negra Mariana, la lavandera, lo
despertó de su enervamiento. Ahí estaba la negra, desnuda, porque el viento le
pegaba el vestido contra su cuerpo moreno y perfecto. Julio la miraba.
—Su mamá le manda a decir que si no va a bañarse hoy ; que es
tarde.
Julio la miraba:
—Dilea mamá...
Violentamente, la apretó por la cintura huidiza.
-Niño
Julio, que nos van a ver. ¡Ah, niño Julio!... ¿Como que quiere dejar de
ser niñito?
***
Cuando llegó al Colegio, preguntó por el padre
Echevarrieta y, ante él, habló compungido:
-Padre.
Tengo que confesarme. He cometido un pecado muy
grande...
Caracas: 1934.
No hay comentarios:
Publicar un comentario