sábado, 17 de febrero de 2018

Adolescencia por GUILLERMO MENESES. Completo

ADOLESCENCIA por GUILLERMO MENESES
Hic est enim qui dictas est par Isaiam prophetam, dicentem: Vox clamantis in deserto: parate viam Domini, rectas facites semitas ejus. (Pues este es de quien habló el profeta Isaías diciendo: Voz del que clama en el desierto: aparejad los caminos del séñor; haced derechas sus veredas). Son palabras tomadas del evangelio de San Mateo, capítulo tercero, versículo tercero.
En la atmósfera azulada de la capilla, entre el olor del incienso y de la cera, se desleía la voz del padre Echevarrieta, Director Espiritual del Colegio, quien, apenas soltó un latinaz- go, se detuvo arrugando entre los dedos los pliegues de la sota­na y suspiró, como si la gordura de su cuerpo rechoncho le apretara las fuentes de la elocuencia. No tenía facilidad de expresión y, antes de comenzar sus sermones, hacía siempre un pequeño rato de silencio en el que examinaba con sus ojillos pequeños* vivos, rodeados de arrugas, las filas de sus alumnos amodorrados y soñolientos en los bancos de madera oscura. La- redonda cabezota movíase nerviosa entre los encajes del alba y sus labios tomaban forma de sílaba una y otra vez para quedar de nuevo cerrados a la voz como una pequeña raya inútil per­dida en la gordura de sus mejillas.





En el fondo de la capilla, junto al confesionario solemne, julio Folgar-moreno, flaco patiquín de 15 años- sonrió dando un codazo a su vecino:
—¡Mírale la boca!
Ya se habían hecho célebres entre los colegiales los cucuru­chos y monerías que tenía que hacer el padre Echevarrieta antes de lograr la primera frase de su discurso y en el patio de recreo se decía entre risas que al Director Espiritual le fallaba el a- rranque porque tenía mal el carburador o porque, tal vez, estaba acostumbrado a salir con manilla. Julio Folgar iba a repetir el chiste popular entre la chiquillería cuando, lamentablemente, con tropezones de ciego abandonado, la voz del sacerdote cogió la senda evangélica contando el encuentro de Juan el Bautista y Jesús.
En el estanque azulado de la capilla, en el agua piadosa y devota que se apretaba entre las oscuras paredes, en la penumbra quieta y beata, se extendía la alta voz dulzona que arrullaba y adormecía a los colegiales. Tal vez Julio Folgar era el único que, apoyándose en el relato de su profesor, se divertía imaginando de nuevo las escenas con añadidos tomados del cinc y de sus libros, mezclando los misterios y mandatos religiosos con el empuje de su imaginación.
El tenía un libro de estampas en que estaba grabado el bautismo de Jesús. Era un fresco remanso del Jordán, sombreado por anchos árboles de espesa ramazón; en la som­bría quietud del agua se desdibujaban los pies del Señor y el cielo luminoso hacía aureola de santidad en redor de la cabeza del Mesías. Juan sostenía un cuenco del que caía el agua bau­tismal clara y blanca como una bendición, clara y blanca como la frase que se oyó en ese momento: “Este es mi hijo muy


amado en quien me he complacido” ... Juan estaba vestido con una piel de camello. Era un perseguido, un hombre violento que luchaba contra los poderosos, que acusaba a Herodes de ser adúltero con la mujer de su hermano... Y, una noche, Salomé, había bailado su danza mejor, la que enloquecía aLRey. “Pí­deme lo que quieras; aunque sea la mitad de mi reino...” Y Salomé había pedido la cabeza de Juan el Bautista... Salomé... Julio Folgar ha visto una bailarina en el Teatro Olimpia, que baila el fox-trot Salomé con una falda de cintas y el vientre desnudo y dos redondeles brillantes en los pechos...
Bailando va, suavemente sutil la celestial Salomé...
Al hacerse más recia, la voz del padre Echevarrieta le apagó los pensamientos. Apretándose la panza con las blancas manos gordezuelas, el Director Espiritual hacía sus consideraciones, metiendo en el discurso sus latines inútiles y pedantes.
-Las palabras dei evangelio, queridos hijos, contienen siempre, a más de la historia de Nuestro Señor, útiles ense­ñanzas y sabios consejos. Parate viam Dominio aparejad el camino del Señor, dice el Apóstol. He aquí un consejo, un grave consejo... Hablaba el Bautista ante una respetable asam­blea, ante un numeroso auditorio; pero, aunque estaba ante esa regular cantidad de personas, seguía siendo para muchos “vox clamantis in deserto”. Había allí fariseos y enviados de los Príncipes de los Sacerdotes, almas cerradas a la gracia, sepul­cros blanqueados, personas de las que dijo Jesús que tenían oídos y no oían, que tenían ojos y no veían. Sordos y ciegos de corazón... En la vida práctica, queridos hijos, nunca debemos ser de estos sordos y ciegos, más desgraciados que los verda­deros; debemos, por el contrarío, abrir el corazón a las divinas insinuaciones, arreglar el alma para la gracia... Dice el Evan­gelio que Jesús fue llevado al desierto para que el diablo lo tentara “ut tentaretur a diabolo” y ayunó cuarenta días y cua­renta noches; (así se prepara Dios mismo para recibir las tenta­ciones! ¡Y nosotros, miserables humanos, no queremos hacer un solo pequeño esfuerzo, como si el cielo se pudiera ganar sin dolor!... Después de este ayuno, Nuestro Señor tuvo hambre y hasta El se llegó Satanás: “Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan”, Jesús respondió: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’*...
A Julio Folgar le gustaba esta frase. Cuando su madre quería comprar un vestido caro o un frasco de perfume, decía siempre eso: No sólo de pan vive el hombre; pero pensando que Jesús lo dijo en la oscuridad de una noche terrible, rechazando la tenta­ción del diablo, aparecía majestuosa y brillante. “No sólo de pan vive el hombre”... En todo caso era una contestación mucho más bella que la de la segunda tentación, la de “no tentarás al Señor tu Dios”... Julio amigó la nariz al oírla de los labios del padre Echevarríeta: “no tentarás al Señor tu Dios”, no tenía vigor; él adoraba las frases grandes y retumbantes o las irónicas, amargas. Por ejemplo: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, aunque los padres dijeran que es una blasfemia de Bolívar, le llenaba el pecho de orgullosa ansiedad.
El Padre Echevarríeta continuaba:
-Luego, el demonio llevó a Jesús a un monte muy alto y le mostró desde allí todos los reinos de la tierra. ¡Todos
reinos! ¡Todas las épocas! ¡Todos los poderes! Siria, Caldea y Mesopotamia, China y la India, Egipto y Grecia y Roma.
Con rapidez de hachazos, entraban las imágenes en el pensamiento del muchacho; hubiera querido abarcar todo el poderío de la tercera tentación; pero no podía gozar en ninguno de los escenarios que se fingía, porque, enseguida, frases de sus novelas o de sus textos o recuerdos del cine y del teatro, traían otra escena y otros personajes y otro interés. Un desfile de lanzas romanas se interrumpía con la figura brillante de un rajá sacado de Salgari, rodeado de bayaderas y sonriente de lujuria y crueldad bajo el turbante de seda. Egipto (Menes, fundador de Menfis y natural de Tanis y los reyes del... decía el texto de Historia), las pirámides, las sacerdotisas de Isis y, de pronto, el ejemplo de sintaxis latina, le traía una decoración de togas y triclinios: “Si tu et Tula valetis ego et Cicero valemus”. El grabado del Discóbolo, o el del busto de Platón o el del torso potente de la Venus de Milo, eran Grecia y la Roma de los patricios se formaba con la figurare Petronio en “Quo Vadis” y la palabra vomitorium. La Historia Antigua la explicaba el Padre Fernández en el salón, del Primer Año de Bachillerato: una sala luminosa y clara, donde sonaba, entre ecos lejanos de la calle, la voz del profesor al describir la revuelta de Espartaco o el brillo del Imperio Visigodo. (“Folgaba el rey Rodrigo con la fermosa Cava en la ribera del Tajo ski testigo”). En aquel tiempo el apellido Folgar era una grosería... Los árabes triunfaron y fue otro poder y otro reino con las mezquitas españolas y tiendas de seda en el desierto como en la película “El Hijo del Sheik”. Y vino el Cid, pero antes, Carlos Martel derrotó a los moros en los Campos Cataláunicos. Las Horcas Caudinas, los Campos Cataláunicos. Carlos Martel. Cario







Magno. “Quand r armée de Charle-Magne revient d’Espagne, l’arriére-garde, comandée par le comte Rol and, fue aítaquée par les Basques dans lagorge profonde de Roncevaux..“Así era la leyenda de Durandal en el texto de Francés. Carlo-Magno. Carlos Quinto. Carlos Tercero. Femando Séptimo. Los Incas y los Aztecas. Guaicaipuro y los Capitanes Generales de Vene­zuela. Emparan dijo: “Yo tampoco quiero mando”, y luego fue Miranda y Bolívar: “Si la naturaleza se opone...”. ;
Con pose de rey fastidiado, volvió a escuchar el sermón del padre Echevarrieta; pedante, sonriente, despreciativo, oía la voz del sacerdote, que preparaba ya su final moralizados
—Pronto, muchos de vosotros saldréis del Colegio, entraréis a la Universidad, comenzaréis el estudio de la carrera que pre­ferís. ¿Os olvidaréis, hijos míos de mi alma, de todas las viejas enseñanzas que habéis recibido, permitidme decirlo, del pecho de vuestras madres, que luego os han enseñado en el recinto familiar, que, por fin, os han clavado día tras día en este Cole­gio?... ¿Olvidaréis por vuestras geometrías y cálculos o por vuestros códigos y jurisdicidades o por vuestros estudios ana­tómicos o fisiológicos estas enseñanzas puras, estas santas de­vociones a la Virgen María y al Sagrado Corazón?... Por lo que os diga tal o cual profesor, o por seguir el fuego de vuestras pasiones, ¿olvidaréis los votos hechos aquí, en esta misma Capilla, ante esta misma imagen de la dulce Madre de Dios?... ¿Podrán borrarse de vuestro corazón reglas metidas tan adentro, enseñadas con tanto amor?... No; no es posible, me digo a mí mismo una y otra vez. No, no es posible que estos pequeños ángeles a quienes tantas veces he visto rezando, que ¡ tantas veces hospedaron en su alma el Cuerpo de Nuestro Se- J ñor; no es posible, repito, que mis inocentes chiquillos, toda |


pureza en medio de sus juegos y de sus estudios y de sus ora­ciones, vayan a ser luego hombres corrompidos e incrédulos, encenagados en el vicio, sin voluntad y sin entendimiento, lle­vados por el huracán de las falsas teorías y de las pasiones mal­sanas. No, no es posible, hijos míos de mi alma y de mi cora­zón. ..
En los últimos bancos, Julio Folgar -patiquín de 15 años- sonrió; entre dientes, romántico y displicente, con ademanes de condescendencia, rezongó: “y la carne que tienta con sus fres­cos racimos y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. Con un pequeño rodillazo llamó la atención del compañero que estaba a su derecha; sin volver la cabeza, tapando la boca con su larga mano que adornaba el brillo de una sortija, fingiendo un bostezo elegante, propuso:
-Esta tarde dan una película de Greta Garbo. Te invito.
El otro, también silencioso, le indicó que mirara hacia atrás y, al hacerlo, Julio encontró la silueta esquelética y negra del padre Fernández, que lo miraba con el brillo de los ojos rabiosos. Julio fingió atender de nuevo a las palabras que bro­taban de la mole —redonda, vulgar— que era la cabezota del Director Espiritual entre los encajes del alba.
-Recordad, pues, hijos míos, que hay que aparejar el cami­no del Señor, haciendo de nuestras almas fortalezas difíciles contra el demonio. Jesús nos dio el ejemplo con sus días de ayuno y penitencia en el desierto. Sigamos la divina insinuación. Ayudémonos con la comunión, con las oraciones; confiemos en la Virgen María y en el Sagrado Corazón de Je­sús.
De rodillas, el padre Echevarrieta continuó:
-Recemos una avemaria. Prometed hoy que la rezaréis


siempre, cada día. Pedidle a la dulce María que sea vuestra abogada en la vida y en la muerte. Amén. Dios te salve, María; llena eres de gracia...
La voz del padre Echevarrieta se desmayaba en la mística sombra de la Capilla, entre el olor del incienso y de la cera, como las azucenas lánguidas sobre la blancura del altar. Luego, el coro adolescente respondió vivo, altanero, tembloroso de fuerza y ansiedad, lleno de esa huracanada vehemencia que el padrecito gordo temía y presentía.
Desde hace algún tiempo, a Julio le gusta tenderse en la tie­rra de su corral caraqueño a la hora del atardecer, y mirando hacia arriba, ver las ramas de los árboles manchadas de cre­púsculo, hundidas en el ciclo brillante, pintadas con el último rojo del sol, mientras viene a anidar en ellas el vuelo chillón de algún pájaro arisco.
Desde hace algún tiempo, cuando la mañana anega en claridad el jardincillo que su madre cuida, le gusta a Julio me­terse entre el mundo vegetal y mirar con detenimiento de cono­cedor la delicada entraña de lirios y margaritas, de azucenas y rosas.
Desde hace algún tiempo, Julio tiembla al desnudar las flo­res, al rozar la fecunda redondez de los pistilos y la quebradiza gracia de los estambres, lo mismo que al observar el nacimiento de un gusano o las embestidas eróticas del gallo o el vuelo ner­vioso de las mariposas.
Desde hace algún tiempo sueña con ser cadete y tener una novia que lo espere cariñosa en la ventana pobre de una casucha
arrabalera; o marino que llegue a los puertos con todas las hambres rabiando en el cuerpo, y que, al día siguiente, apoyado en la borda mohosa, se despida de una mujer, de una noche y de una borrachera; o elegante donjuán con mucha plata y muchas aventuras, que abandona muchachas y desprecia sonrisas en los salones brillantes y tibios; o jefe victorioso de un batallón de indios y negros criollos que griten: ¡Viva Julio Folgar!, mientras él corre a caballo las calles caraqueñas y mira en las ventanas a las mujeres de ojos admirados, labios encendidos y blanco pecho. Sueña con ser otros mil personajes impetuosos y se acaricia un imaginario bigote si ha visto en el Cine a John Gilbert o hace lánguida la mirada si fue Rodolfo Valentino el héroe del film. Una noble tristeza acompaña sus sueños.
sí***
Esta tarde, está acostado en la húmeda tierra oscura del co­rral. El padre Fernández lo castigó por haber hablado en la Capilla, y , al llegar a su pasa, luego de pedir la bendición de su madre, ha seguido hacia el corral y se ha tendido en el suelo mirando las altas ramas hundidas en el pálido cielo del atar­decer.
-¿Porqué tan altas-tan aaaaaltas- las ramas del eucaliptus?
Julio está cansado; siente el cuerpo friolento, rígido; todo él está lleno de una perezosa y soñolienta melancolía; tendido sobre la oscura tierra fresca y olorosa, podría estarse hasta siempre, mirando el sol bebido en las ramas del eucaliptus, mirando el cielo apenas azul, mirando los árboles que se duermen, silenciosos y severos entre el correteo de la brisa, bajo la tarde desmayada.


Entre las ramas se desvanece el último azul, sobre la tierra fresca, olorosa a zumos y a savia, caen ya las sombras que anuncian la noche y rondan el lento desarrollo de los pensa­mientos de Julio Folgar.
Un compañero de colegio, hijo de un capitán de barco, dice que de los árboles muy altos se hacen los mástiles de las goletas; así, esos árboles están destinados a luchar siempre contra el viento: cuando están vivos, chupando savias y soles, sostienen el peso de las ramas, se balancean serenamente entre la brisa; luego, cuando los cortan, sostienen los grandes pañuelos blancos de las velas, donde se acuna el bravo viento del mar y, si se anuncia una oscura tormenta, los marineros suben por las jarcias, les arrancan las velas, los dejan desnudos bajo la lluvia, bajo el pesado empujón de las furias... Es una vida brava la de los marineros. A Julio, le gustaría ser oficial de un gran tras­atlántico de los que viajan por Indochina y el Japón, pasear severamente, con la pipa apretada entre los dientes, caminando la cubierta pulida y brillante; encontrar entre los pasajeros una extraña mujer que fuera espía, como la Mata-Hari y tuviera en los labios un narcótico para dormir con sus besos a los ene­migos que guardan secretos. En Singapur, en Shanghai, ima mujer de ojos verdes y pelo brillante... Así debía ser Salomé: ojos verdes, negro pelo que caía en caracolas hasta los redondos hombros, tapando los pechos dos escudos de plata, escon­diendo y acariciando las piernas la falda de mil cintas de color y, anhelante ante la yerta cabeza del Bautista, una sonrisa, porque pincha con un estilete la lengua del hombre que había dicho de Herodes que era adúltero con la mujer de su hermano...
Resultaba mi cuadro de bello colorido: el platón redondo de brillo llameante -como una luna malvada-, sosteniendo la cabeza del profeta y la loca princesa asesina pinchando la odia­da lengua... una falda de cintas, dos escudos de plata sobre los senos... Alguien le ha dicho a Julio que Salomé estaba enamorada del Bautista y es hermoso pensarlo así: la princesa, apasionada por su enemigo, viciosa del amor hasta más allá de la muerte. A Julio le gustan los cuentos brillantes y sangrientos, con fondo oscuro de pasión y, sin duda, el cuento de Juan el Bautista cumple con todos los requisitos: defensor de los débi­les, enemigo de Príncipes y, más allá de la muerte, entregado a los brazos de Salomé, la asesina que baila interminablemente... Juan el Bautista y Jesús son polos opuestos en la ceremonia cándida que contó esta tarde el padre Echevarrieta: fuerza y dulzura, reciedumbre de hombre y tranquilidad infinita* de DioS. Alguien puede soñar destino semejante al del Bautista, en cambió Cristo está separado de las ambiciones humanas por la cortina de la divinidad...
Si Juan Bautista hubiera sido el tentado del desierto, hubiera aceptado tal vez; seguramente, hubiera corrido el albur satánico de las tentaciones. La tentación, del hambre, la tentación de la vanidad, la tentación del poder... Juan hubiera jugado al azar el resultado magnífico de los ofrecimientos del Demonio... la. lástima es, que no todo el mundo es tentado de modo tan hermoso y la mayor cantidad de los hombres tienen que buscar afanosamente su propia tentación.
Y, de pronto, Julio brincó: estaba lleno de miedo, como cuando veía películas de crímenes y luego no podía dormir, porque la cara del asesino-recordada en perfiles de maldad, en sombra de delito, en brillo de odios- le obligaba a tener abiertos los ojos piltre la espesa negrura de su cuarto. Ahora no había rostro de asesino, ni maullido de gato, ni misteriosas


pisadas: bastaba con ese pensamiento que estaba dentro de él y que era como si alguien hubiera chillado un grito obsceno en la capilla del colegio o se hubiera atrevido a tocar la hostia con sus manos. Recordando eb sermón del padre Echevarrieta había pensado eso que nunca ha debido pensar.
Tanto miedo le brincó dentro, que sintió el golpe de su san­gre, recio en el silencio del atardecer; tanto miedo le invadió que salió corriendo hasta su cuarto y se echó en la cama apre­tándose contra las almohadas: ¡había pensado en eso! ¡había pensado en eso!...
Dentro de su cuerpo, la sangre -o el alma- golpeaba con aleteo de mariposa entre la oscura sombra de su angustia.
♦♦♦
Cuando se dio cuenta de que estaba casi tranquilo, cuando comprendió que su sangre volvía a correr con el pulso habitual y que sus pensamientos regresaban al apacible ritmo de siem­pre, se levantó de la cama, encendió la luz y fue hasta el espejo del lavabo. Tuvo que sonreír, satisfecho de su serenidad, cuan­do vio su cara como luía pálida máscara de pierrot adolescente, plácido, sentimental. Entonces sonrió más: ya podía pensar de nuevo en lo que había'pensado en el corral. Buscaría la ayuda del demonio, sería un héroe de la sensualidad y haría de su vida un brillante amontonamiento de placeres; esa estampa del espejo -romántica, bobalicona, pedante- se convertiría pronto en la figura de un gran vividor despreciativo que tiene canas antes de ser viejo.
Si el padre Echevarrieta dice que la copa del placer tiene dulces los bordes, pero es amarga en el fondo, Julio piensa que
 esa amarga hondura la que lo atrae más, que la elegante de­cadencia del vicio es el mejor premio para una vida de pasión y goce. Ante el espejo finge la mueca de los hastiados, el cansado bostezo de los que han jugado mucho con el amor. Por un momento busca el ejemplo que debe imitar ante la ingenua cine­matografía que es para su alma el espejo clel lavabo: ¿Será Lord Byron? ¿Será Brummcll? ¿Será don Juan?... Y, por fin, se decide: es uno de sus abuelos, cualquiera de aquellos mantua- nos cmpclucados, amigos de los Capitanes Generales, cortesa­nos aduladores, caraqueños ricos, amantes de la holganza y de las canonjías coloniales. Como siempre, Julio sueña: él es don Julio Folgar, y está mojando bizcochuelos hechos por las mon­jas del convento cercano en el tazón repleto de chocolate espe­so; al mismo tiempo, piensa apacible que la señora su vecina va a esperarlo esta noche, porque ella es mujer de pasional tempe­ramento y está ausente el marido en las tierras de Aragua, y...
En esc momento, comprendió al mundo como un grandioso y oscuro movimiento diabólico, como un misterioso y anhe­lante jadeo demoníaco; frases, chistes, recuerdos, todo lo que su mente le presentaba como atrayente y expresivo, le pareció iluminado por una terrible luz satánica.
Manchadas de luna, se abren las flores para que el grano de polen que danza en el viento entre a fecundar el escondido seno redondo y, entonces, se despereza el matorral, botando en la brisa un arisco perfume; en la negra hondura del mar o en los pozos verdes de los ríos que duermen sus remansos bajo la gigante sombra de las selvas; entre los árboles húmedos o junto al fango fofo de los bosques, corre el calofrío sagrado que madura todas las simientes, lo mismo que se extienden en la tibia atmósfera de su alcoba los alocados pensamientos. Partc-


nogéncsis, fanerógamas, protoplasma... todas estas palabras, que en los libros le parecieron frías y complicadas, las pronunció ante el espejo del lavabo como el “Introibo ad altare Dei" de una misa que el muchacho adivinaba con temor. La mística de ese ceremonial apasionante era una vaga mitología formada por imágenes imprecisas en la que se insinuaba la re­producción de los musgos y de las algas, la creación de los racimos y de los gajos o el maullido lastimero de los gatos en los tejados cercanos. Las figuras de las estatuas griegas en los textos de Historia, el recuerdo de las bailarinas de las operetas -pulidas por la luz lechosa de los reflectores^, los versos obs­cenos del padre Borges, se unían en el febril entusiasmo del adolescente con un empuje de pleamares exaltadas por un potente ímpetu. Recordó una pareja que viera la otra noche, cuando paseaba en automóvil: un hombre y una mujer que formaban amoroso montón en un recodo oscuro de la carretera de El Valle; se le vino a la mente la frase de su chofer: “¡Ah, gente pa* gozá”, y comprendió, definitivamente, que sólo Satanás poseía los tesoros hacia los cuales se alzaban sus deseos como una gran llama de pasión. Los curas podían decir lo que quisieran, pero...
Ante el espejo, sonriente y pedante, se alisó los cabellos, se apretó el nudo de la corbata. Tras la puerta, la vieja Marcelina lo llamaba a comer.
***
Durante la comida apenas habló. Desarrollaba ante sus pa­dres una pose enigmática y displicente, mientras gozaba pen-






sando que las preguntas de su madre (las de siempre: que por qué lo habían castigado, que si había estudiado las lecciones) y las miradas del padre, irónicamente severas, eran señal de que ellos notaban el terrible cambio que había sufrido la vida del hijo. Le daba alegría suponer que la madre se preocupaba por descubrir la causa de que Su muchacho queridísimo sonriera sin motivo y contestara a sus angustiadas interrogaciones con monosílabos secos; pero su goce llegó al máximum cuando el padre se le encaró:
—¿Qué significan esos modos de responder a tu mamá, Julio?
El no dijo nada; pero, dentro, le vivió una plena felicidad; estaba obrando de una manera extraña y el padre se había dado cuenta. Entonces conversó, dijo tonterías, habló de los cucuru­chos que hacía el padre Echevarrieta antes de comenzar sus sermones. Don Vicente rió; doña Isabel sonrió aparentando disgusto:
. —No debes burlarte de tus profesores. El padre Echevarrieta es un sacerdote muy meritorio y habla muy bien.
***
Apenas terminó de comer se acostó. Quería estar totalmente solo para pensar serenamente lo que iba a hacer para lograr tener en sí aunque fuera una pequeña parte de la gran fuerza que brotaba de la entraña de los seres y corría la carne de la tierra como una sagrada onda oscura.
Haría una petición a Satanás, una súplica recia que llegara a parecer digna del gran ángel caído, enemigo de Dios; algo semejante a lo de Fausto, pero de otro modo. Y pensó, con toda su voluntad, en esa súplica terrible que tenía que hacer.
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Los cuentos de brujerías que había leído, que había escu­chado (sacrificios de animales al toque de media noche bajo la Urna en creciente, ofrendas de aceites verdes hechos con las yerbas olorosas) le parecían tontos, ingenuos, infantiles, des­provistos de la importancia espiritual que él había aprendido en sus catecismos y apologéticas.
“Eso” debía ser algo suyo, algo en que su alma interviniera realmente, y que, dentro de una aparente normalidad, encerrara su significado de elevado valor religioso y demoníaco...
¡Si fuera al corral ahora y, bajo la luna, con lentas palabras, dijera lo que deseaba!... Lo desechó al pensarlo: no era capaz de hacerlo. Se caería de miedo antes de que sonara su primera palabra. No era capaz de hacerlo. En ese momento el corral empapado de luna tendría aspecto de cosa imaginada; bajo los rosales, entre los gruesos árboles del fondo, parecerían las sombras monstruosas pensamientos abandonados... Y, bus­cando otra razón a más del miedo, murmuró:
-Las palabras se dicen y se olvidan...
Si escribiera... Una carta, o mejor, un contrato... Lo ente­rraría bajo el oscuro barro del corral; allá, en la entraña húmeda se pudriría el papel y, quizá alimentada con la sustancia misma del convenio brotaría una extraña flor de olor extraño, de olor caliente y poderoso...
Al poco tiempo le disgustó el nuevo proyecto: el contrato debía ser hecho en una cosa de la naturaleza: si fuera posible escribirlo en el agua, en el viento, como un sueño de poeta...
Y se dio cuenta de que sus ideas tomaban nimbo disparatado y se apartaban de la justeza y petulancia que él deseaba.
Podría grabarlo en el barro, a la sombra del eucaliptos que nació para mástil de balandra... Y negó también: debía ser algo
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perenne, por lo menos durable y, marcadas en el polvo desapa­recerían pronto las letras porque, a la primera lluvia, se unirían de nuevo los húmedos terrones que separó la mano y, al primer día de sol, el viento borraría también los signos marcados. Debía ser algo perenne, por lo menos durable.
Hasta que,_por fin, le brotó clara la idea que había de gustarle definitivamente: escribiría el contrato en la corteza del torcido guayabo, del guayabo leproso encorvado que rozaba con las ramas la pared del corral.
Entre las sábanas sintió que lo llenaba una gozosa emoción, muy distinta a la que, por la tarde, lo había hecho temblar.
***
Se quitó el piyama y quedó desnudo bajo las sábanas por ver si era el calor lo que no lo dejaba dormir, pero no logró nada y, entonces, se dedicó a seguir los ruidos de la casa.
Las gotas de agua en el tinajero sonaban dulces, con pequeña armonía cariñosa y familiar. A Julio le parecía ese delicado y hondo sonido algo unido íntimamente a su madre, quizá porque ella había defendido siempre el viejo tinajero de vemegal verdoso, barbudo de heléchos. Una vez el padre había querido traer un filtro moderno y ella se había opuesto, por cariño al tinajero fresco y musical.
Siempre ha habido, en todos los pequeños problemas caseros, esa lucha entre don Vicente y doña Isabel; entre el padre amante del sencillo confort y la madre, que gusta de adornos y de flores, de fmtas y de perfumes, de las blandas complicaciones y de la holganza bonachona. Siempre se adivi­na en la madre, bajo la apariencia bondadosa, un centro recio y


rebelde que la mantiene rectamente plantada sobre la tierra; siempre se presiente en el padre una abonada sensiblería, a pesar del severo exterior y de la solemne figura de comerciante rico.
En el silencio de la casa, los ronquidos de don Vicente, suaves y silbantes, no dejaban dudas respecto al carácter apaci­ble del roncador... ¿Qué marca le irían a dejar -pensó Julio- la dulzura del padre y su recia expresión? ¿Qué señal le dejaría la dureza materna envuelta en gustos frívolos, en apasionado pla­cer por perfumes y frutas y flores y cortinajes?... Por ambos lados se fundían en Julio viejas familias de historia conocida, de abolengo claro, cuyo árbol geneálógico enseñaba nombres unidos a una vida fácil y cortesana... A través de los tiempos, siempre mantuanos hacendados, comerciantes, políticos... y, entre ellos-como un extraño chispazo rebelde- aquel general Juan Pablo Folgar que abandonó fortuna y haciendas para gue­rrear durante veinte años de revoluciones venezolanas. Des­pués de él, la familia Folgar se encoge, se populariza, busca enlaces democráticos y morenos... En el padre de Julio nueva­mente adinerada tribu, elige en los salonesJa mujer fina, frívo­la, perfumada...
Julio recuerda el retrato de su madre que guarda en el escaparate. A pesar de la suavidad con que sale del corpiño su busto redondo, a pesar de la redonda cabecita de bucles com­puestos, a pesar de la tierna curva de los brazos caídos sobre la flor de seda negra de la falda y de la delicadeza con que sujetan los largos dedos el pañuelito de encaje, la mirada de la “niña” Isabel Goicoechea es valiente y decidida. Si por alguien siente cariño Julio es por esa del retrato, que es y no es su madre: por esa Isabel Goicoechea, que dedica la fotografía a su único amor, Vicente Folgar.
/ Ahora, ¡qué distinta está la madre!... Julio la quiere, pero no con la ternura que le produce el viejo retrato romántico donde se desdibuja en tonos sepias, la dulce gracia de mía muchacha que sostiene en los dedos un pequeño pañuelo de encajes. Aho­ra, bajo la gorda suavidad de la línea otoñal, hay en ella un tono desafiador, un altanero sentimiento.
Julio se revuelve en la cama. Si algo lo va a hacer dormir no es eso de recordar las cosas tontas de la familia. No le falta sino pensar también en las sirvientas: la vieja Marcelina la que le contaba cuando pequeño los cuentos de Tío Tigre y Tío Cone­jo, la que contaba con su voz lenta y oscura aquello de “onza, tigre y león”; podría pensar también en Mariana la lavandera. Pero mejor es no pensar en nada y ponerse a decir números para que el sueño venga.
En el patio, se mueven las palmas de hojas ásperas; hasta Julio llega el sonido del roce de las hojas. Más lejos, allá, en lo hondo de la noche, apenas se oye el cometazo de un automóvil. Alguien corre a estas horas -pasada ya media noche- por las calles caraqueñas. Seguro un hombre besa a una mujer pintada, metido en su borrachera al abrigo del auto.
Julio se revuelve en la cama. Es difícil dormir con tanta idea tonta en la cabeza. Obligarse a pensar en el contrato sería peor aún.
¡Si pudiera no pensar!... Pero es imposible; los pensa­mientos son independientes allí, en su cueva del cuerpo; comienzan sin que uno se dé cuenta y, de pronto, ya existe eso que liemos pensado... ¿Quién ha dicho que son nuestros?... ¿acaso quiere Julio Folgar Goicoechea pensar todo esto sin in­terés que está pensando?
Ideas, sensaciones, emociones, actos reflejos, conciencia, inconsciente, subconsciente: cosas vagas... Ver, oír, oler,


gustar, y tocar; memoria, entendimiento y voluntad. Los cinco sentidos, las tres potencias del alma. ¿Se ve con el cuerpo o con el alma? ¿Se desea algo con el cueipo o con el alma?... ¿Ese sonido de las gotas de agua en el vemegal del tinajero lo está sintiendo él, o es imaginación solamente? ¿Qué se muere en el sueño? ¿Qué sigue viviendo?...
Julio está adormilándose; la idea del contrato se le clava, brillante como una flecha de oro, en su somnolencia. Y este es su sueño, que lo mueve interiormente a pesar de que ya duerme. En la bruma del alma se dibujan los contornos de plata de estos fantasmas vivientes y pesados.
Espirales blancas se enredan sobre el cuerpo y el susto de la vida está en los ojos de “Ella”; en su brazo caliente está la vida; en la sed de su vientre una locura tiembla; en sus labios sangrientos hay un pájaro muerto; y en su lengua hay dulzura: miel y leche, que es la sangre del beso; en lo interior, rozando el sueño, hay íntimas espinas desgarradoras y es dulce el beso de Vida y Muerte; un licor de uvas muere; en lo hundido ro­mántico del alma se exprimen cándidos racimos y hay miel y leche, como en el canto de Salomón. Aletea la sangre en el beso...
Un relámpago azulado lo levantó del sueño. Su primer pensamiento, fue el verso de Rubén: y la carne que tienta con sus frescos racimos...
En seguida, como si algo lo guiara, se sentó en la cama. Algún ruido extraño había oído. Se vistió el piyama nuevamente y salió hasta la puerta. Miró, siguió caminando hasta el comedor. En el último cuarto, donde se guardan los vinos y las comidas, había luz; cuando iba a seguir hasta allá, salía su madre. Arreglándose el pelo, sujetando con sus manos
delgadas el kimono de seda, ella le habló con su voz cálida, que los años hicieron un poco temblorosa:
-¿Qué buscas, Julio?
-Nada. Que vi la luz en el cuarto de guardar.
-Ya ves. Era yo. Vamos a dormir.
—Es que no tengo sueño.
-No, hombre. Ahora nos acostamos los dos.
Le pasó el brazo por la cintura y lo retiró en seguida:
—Ya eres un hombrazo. Estás fuerte. Vas a tener que ponerte los pantalones largos ahorita. ¿Te parece bueno el día de tu santo?
-Por supuesto, mamá.
—Bueno. Anda a acostarte. Anda. Te voy a arropar como cuando estabas chiquito.
Así fue. Las manos de la madre, apenas rozándolo, con una delicada pureza, le componían la sábana cómodamente.
—La bendición, mamá.
—Dios te bendiga, hijo. Y a mí también, que lo necesito más..,
—¡No juegue, mamá!
Ella sonrió triste y se fue, dejando su olor dulce en el cuarto. Julio se durmió pronto y una imagen viva de su sueño anterior volvió a llenarlo: eran unos labios enormes que se acercaban siempre y sangraban una extraña sangre espiritual, inexistente, literaria.
***
Al llegar del colegio,’la mañana siguiente, Julio gritó “la bendición’’ a su madre y Siguió corriendo rápido hasta el co-


rral, mientras sacaba del bolsillo la navaja brillante que com­pró. Sentía en la carne los pinchazos de su emoción cuando comenzó a arrancar las primeras cortezas del guayabo, las que se caen fácilmente. Al fin quedó desnudo un retazo grande de la retorcida madera interior y 61 fue escribiendo, con las letras del alfabeto griego, su contrato. Trabajosamente arrancando des­pacio los trocitos húmedos del árbol, el brillo de su navaja es­culpió la palabra QUIERO, y se detuvo. Había que darle una forma solemne, seria, que trajera consigo un pensamiento de perennidad. Nuevamente, comenzó: “Señor de la Mentira, mi señor Satanás, quiero...**
Pedía, que no se le negaran sus deseos, que sus movimientos eróticos encontraran en los seres deseados la tendencia corres­pondiente, el deseo complementario. Despacio, tembloroso, fue grabando en el tronco leproso del guayabo su contrato sa­tánico. En el trabajo su navaja brillaba como si fuera hecha de llama.
Por fin terminó. Frío y sudado se echó como otros días en la tierra floja y oscura del corral. Estaba dentro de sus sueños aunque tuviera abiertos los ojos, aunque estuviera viendo la pared enladrillada. Alrededor suyo y dentro de sí, lo apretaban brutales deseos, terribles y brutales deseos que tenían por obje­to el mundo, todo lo cambiante y dulce, todo lo suave y sabro­so, todo lo fervoroso y voluble, todo lo fresco y sensual: la ebullición vital, la fuerza de la rosa y el torrente, de las pleamares y de las lunas llenas, de los mediodías luminosos y calientes y de las frías noches enlunadas de viento largo que abrasa con su frío, del movimiento misterioso del mar hondo, del abultamiento de la semilla bajo la húmeda tierra olorosa, de la rama que revienta en retoños.
Adoró la fuerza solemne y variable de la Vida, grandiosa I como un bello destino humano. Como si fuera poseedor de una nueva Lámpara Maravillosa de Aladino, se sintió amo de una extraordinaria potencia que le cubría de belleza las cosas habituales y adoró en sí mismo, bajo el templo de su corral, ese enorme afán. Con otro nombre, adoró al viejo Dios Falo y a Satanás.
***
De pronto, la voz de la negra Mariana, la lavandera, lo des­pertó de su enervamiento. Ahí estaba la negra, desnuda, porque el viento le pegaba el vestido contra su cuerpo moreno y per­fecto. Julio la miraba.
—Su mamá le manda a decir que si no va a bañarse hoy ; que es tarde.
Julio la miraba:
—Dilea mamá...
Violentamente, la apretó por la cintura huidiza.
-Niño Julio, que nos van a ver. ¡Ah, niño Julio!... ¿Como que quiere dejar de ser niñito?
***
Cuando llegó al Colegio, preguntó por el padre Echevarrieta y, ante él, habló compungido:
-Padre. Tengo que confesarme. He cometido un pecado muy grande...
Caracas: 1934.



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