De Quilalí a Illinois BY Manolo Cuadra*******
From:
BETTY RUTLEDGE,
17 Battery Place
Bronsville, U.S.A ***********************************************ESTO era cada jueves de la semana, cuando el avión dejaba
caer la correspondencia sobre el reducto del destacamento.
Para Harry Livermore, Betty Rutledge, aun con estar tan
lejos, seguía siendo la compañera de sus horas grises. ¡Y
cómo no! Solo el exceso de producción, al que pronto debía
seguir un paro febril conjuntamente con un invierno rigurosísimo,
empujaron su resolución por los caminos de la aventura.
Y a fe que la tal aventura resultaba peligrosa.
Todavía recordaba a Betty en la estación, siguiendo el
tren lleno de bultos kaky, con sus ojos bonitos. Al despedirse,
ella le había besado el mentón, dejándoselo embadurnado
con su billet barato. Harry habría querido llevar ese amoroso
estigma por toda la vida, si no hubiera sido que ahí no
más, Billy Harding se lo había quitado de una manotada en
contestación a una protesta suya cuando Billy, camorrista y
cínico, dijo un comentario pesado sobre la muchacha.
Cuando Harry la perdió de vista –vestida toda de blanco,
ella bien pronto llegó a ser en la lejanía como un pañuelo–,
sintió algo extraño en su corazón, y comprendiendo que era
un llanto seco, sin lágrimas, sacó la cabeza por la ventanilla
para que el humo de la maquina estimulara sus funciones
lagrimales.
¿Cuánto tiempo hacía de eso? Setenta años, evidentemente.
¡A ver!... Como que Betty llevaba la cuenta:
Queridísimo Harry:
Estoy contenta con una gran noticia: parece que toda la flota
del Atlántico vendrá frente a San Francisco para efectuar las
maniobras anuales de la marina. Pero no es ésto todo: Por aquí
se asegura que la defensa del puerto estará a cargo del ejército
y que al efecto, los saldados del quinto regimiento que hayan
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aquí se les considera muy útiles dado el entrenamiento que tienen
“contra esos salvajes”. Pero no es eso todo: el Secretario de
Marina hace saber que los alistados que en Nicaragua se distingan
en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán
de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases,
aunque, como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que
harás lo posible por volver. Y aunque seguramente ya tú lo sabes,
yo quiero contártelo:
Sharkey le gaño a Schemeling, Gary Cooper se rompió una
pierna filmando “Hombres de Acero”, y yo te amo estrechamente.
–BETTY.”
¿Volver? Rió él amargamente con risa de sulfato. Cualquiera
pensaría en ello en semejante situación. El caso era
que de las siete patrullas de reconocimiento, enviadas para
aflojar el cerco, solo dos habían regresado milagrosamente
escapadas, y eso, con una noticia por demás desconsoladora:
los ríos salidos de madre dentro de una dilatada circunvalación
hacían impracticable cualquier intento de éxodo
hacia el sur. Y esta situación duraba casi un mes. Verdad
era que los aviones llenaban parte de su cometido suministrando
dos veces por semana algunos víveres y correspondencia;
pero esto solamente conseguía arreciar aún más
las nostalgias por el lejano hogar. La otra parte de la empresa
hacíase más que difícil para los aviadores. Venía a ser
como imposible librar la fortaleza de un enemigo que a la
hora oportuna podía concentrarse con velocidad increíble;
pero que a tiempo de sufrir el ametrallamiento aéreo, sabía
pulverizarse entre la yerba, contra los bosques, más allá de
los ribazos. Dos aviones corsarios habían quedado fuera de
combate: el primero, al intentar un aterrizaje de acuerdo con
los sitiados y protegidos por una batería de lanzabombas. Al
otro lo habían bajado del aire como una gaviota. Desde el
torreón donde montaba guardiael marino podía distinguir
lo que antes fuera un instrumento de rapidez y gracias, convertido
en un laberinto de hierros retorcidos.
¿Volver? Otra vez el marino se tornó melancólico. Recordó
la casita blanca de Illinois y al viejo Livermore atareado
en su huerto de manzanas. A Betty frente al micrófono de
una casa anunciadora… y hasta a Billy Harding.
La escalera del segundo piso crujió. Fue levantada la
trampa y entro Leverton, armado hasta los dientes.
––Vengo a sacarte, Harry –anunció cansadamente.
––¿Reportes? –inquirió él, ansioso.
––El otro barbotó una injuria y lo miró con ferocidad.
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––¡Imbécil! En balde tomaste parte en la alarma, anoche.
Sí ¿y qué? Pues que hasta ahora observamos el resultado.
La cuerda del mástil ha sido rota a tiros. Estamos sin radio.
¡Incomunicados…! Y que Welles siga creyendo que estos
greassers tiran mal. Él mismo, para sostener su dicho ante el
Comandante, subió esta mañana; pero tuvo que bajar con
un codo deshecho. Y si tú quieres probar, habla con el Comandante.
…”en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán
de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases;
aunque como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que
harás lo posible por volver”
Ahora, el fragmento invitador de la carta de Betty colaboraba
con el ansia suprema de su vida: ¡volver!...
Ingresaría a Hornville en tren de las 10 am., y se apostaría
frente a la estación anunciadora, para esperarla cuando ella
saliera a tomar una sopa de espárragos al restaurant.
––¡Oh, Betty, Betty! ¡Aquí estoy!
Y ella se precipitaría entre sus brazos, allí frente a los transeúntes
asombrados y le diría:
––Sí, Harry. Ya sabía que vendrías.
Y otra vez lo habría de besar en el mentón, como el día
de la despedida.
––Oí decir –comentó Harry Livermore ante el sargento
de guardia de ese día– que dos de las ametralladoras estuvieron
anoche paradas por falta de agua.
Y así han de seguir. Ya sabes que estamos incomunicados.
Por lo tanto, hoy que necesitamos de agua, los pilotos
bajaran sardinas; mañana papel de inodoro; pasado… Vas a
ver, muchacho; pasado mañana, cruces y flores.
––No ha de ocurrir eso –afirmó el con seguridad. Y agregó
von voz decidida: Reporte al comandante que esta noche
bajaré al rio; es decir, que tendremos agua para “ellas”
Declinaba el sol. Declinaba también, sobre el mástil, la
bandera de los Estados Unidos con los honores de ordenanza,
y a Harry no le conmovió aquella concurrencia de caídas,
que pudieron hacerle presentir la de su propio cuerpo junto
a las aguas romanceras del río.
Espero media hora a que oscureciera. Le dieron recipientes
de goma que cabían perfectamente en los bolsillos. La
vuelta ya sería otra cosa: cinco galones. El Comandante le
tendió la mano:
––Adiós Harry –le ordenó: no se arriesgue Ud. mucho y
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vuelva pronto.
Pero antes él quiso ver a Billy Harding. Le sucedía lo que
a dos viajeros de un mismo tren: un incidente cualquiera de
la charla provoca la discrepancia momentáneamente; pero
al término del viaje ambos han simpatizado y se despiden.
Para Harry, la estación terminal de la vía llegaba, y abrazó
a Billy.
A medida que se enterraba en la semioscuridad sentía el
imperio instintivo de encogerse, de reducir su humanidad
al mínimum de la expresión geométrica. Él, que venía con la
nostalgia de las colosales iluminaciones yankis, buscaba el
regazo suave de las sombras.
Crujieron algunas zarzas. Estuvo agazapado dos minutos.
Él veía ansiosamente la fosforescencia lívida de su reloj pulsera.
Dentro de una hora, la luna bañaría todo el agro. Se
le estrujaban los riñones terriblemente. El rumor del follaje,
estremecido por la brisa nocturna, le reveló la proximidad
del bosque. Detrás cantaba el río. Bajo la arboleada, la visión
era más difícil.
Hizo un avance rápido, pero silencioso. No obstante, las
arenas crujían. Reinició el arrastre; pero una voz le dejó clavado
en su sitio. Una voz que barrenaba en las sombras.
––¿Quién vive?
La hoja de su cuchillo cazador salió suavemente. Su automática
permanecería enfundada para cuando llegara el instante
de jugarse el todo por el todo. A un yanky, y a un marino
especialmente, le choca recurrir al arma blanca. Harry
encontraba mucha diferencia entre suprimir a un hombre
de una cuchillada y aniquilarlo de un balazo. El cuchillo, en
efecto, hace de alambre conductor entre la vida que triunfa
y la otra que se extingue. El contraste debía ser repugnante.
Las manecillas del reloj, como mazos descomunales, empezaron
un furioso golpear sobre la placa de resonancias del
silencio. Hacía eco el corazón, con ronco redoble de tambor.
––¡Callad, malditos! Rabió él.
“No se arriesgue Ud. mucho –habíale dicho el Comandante.
Sin embargo, el dulce requerimiento de Betty le sonaba
irresistible: “…yo sé qué harás lo posible por volver”.
Y votó con Betty.
Continuó deslizándose con infinitas precauciones. De
pronto, del otro lado de la sombra emergió una forma. Sintió
que se le venía encima…
Él brincó. Sus manos de luchador agarraron instintiva
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mente una garganta que al pronto cedió bajo el choque. Harry
era fuerte como un marrano; pero el adversario se le escurría
con aglutinamientos invertebrados. Rodaron sobre la
hierba, hundiéndose en la corriente, contra las piedras. Los
gritos sordos del otro confundíanse con el rumor del agua.
Harry logró ponerlo debajo, levantó el cuchillo y lo dejo
caer; pero la hoja se partió al dar contra los guijarros. Entonces
apretó sus tenazas sobre el cuello del otro, que perdía
fuerzas visiblemente. Harry lo ahogaba, sumergiéndolo. El
cuero se aflojó al fin, y fue rodando a merced de la corriente.
El marino llenó precipitadamente las bolsas y emprendió
la retirada. Había perdido el bajadero y no era fácil orientarse;
pero sin perder tiempo siguió a su derecha el curso
contrario del río. Tocó tierra seca. Agarrado de unas raíces,
se izó hasta una meseta. La fortaleza emergió en el horizonte,
confusamente, metida en neblina, como un viejo castillo.
Afirmó las piernas y arrancó hacia allá. Inmediatamente cayó
maniatado por unas lianas. Al reponerse, le gritaron casi a su
lado:
––¿Quién vive?
¡Cristo! Estaba descubierto. Cogió el revólver. Una detonación
llenó la noche cuando él siguió corriendo. Algo
húmedo le bajaba por la espalda. ¿Estaría herido? Su carga
disminuía y pensó que uno de los recipientes había sido
agujereado. Detrás de él los perseguidores eran ya muchos,
y una docena de rifles ladraba venenosamente. Sentíase mareado.
Debía ser el hígado, que venía molestándole desde
hacía algunos días. El cirujano le había prohibido los ejercicios
violentos. El hígado, el hígado…
Dichosamente, ya llegaba. Pero sus piernas temblaron,
inútiles. Las luces de la fortaleza parpadearon en maliciosos
guiños y todas las cosas a su alrededor atacaron un chárleston
endiablado. Ya solo tuvo una conciencia claudicante de
su yo resbalándose torpemente a través del tiempo. Manos
expertas que investigaban el pecho adolorido, envuelto en
sábanas blanquísimas. Olor incisivo de antisépticos, y mujeres
que levitaban silenciosas, silenciosas. ¿Qué más? Encima
suyo, soles circulares y una amplia luz cegadora.
Después, los nombres de muchos lugares que apenas
podía comprender: Corinto, Balboa, etc. Otra vez sábanas
blancas, hasta que, al fin, después de miles y miles de horas
todas parecidas, un nombre, un nombre adorado que era
para él la clave de todo aquello: Illinois.
Una muchacha verdaderamente bonita salía en aquellos
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instantes de la gran casa anunciadora, en Hornsville. A su
lado, una compañera con cara de mecanografista.
––Ya no puedo con tanta carne, prefiero mi sopa de espá-
rragos –exclamó la muchacha verdaderamente bonita.
Harry se lanzó sobre ella:
––¡Oh, Betty, Betty! Aquí estoy.
Se abrazaron frente a los transeúntes asombrados. La humanidad
de Betty, montoncito de pasión y encanto, se estremecía
entre los brazos brutales del soldado. Cuando al fin
pudo hablar, dijo ella:
––Gracia, Harry. Yo sabía que vendrías.
Y le besó, como antes, en el mentón.
Almorzaron espléndidamente y Harry pagó por los tres,
aunque él sólo había probado, a los postres, dos besos rosados
de Betty.
––Pediré permiso al jefe –dijo ella al salir. A las tres volveré
contigo, querido.
El quedó a la puerta, en espera de un coche de alquiler.
Cuando lo obtuvo, dio al chofer la dirección de su casa. El
chofer, observándolo, preguntó:
––Muy bien. ¿Ud. quiere ir a Arlington? ¿No es así?
Está borracho –reflexionó Harry
Arlington era un cementerio, el panteón de los héroes,
en Washington. Iba a inquirir el porqué de tan extraña equivocación
pero el hombre pálido se alejaba, guiando su carro
negro.
Siguió a pie hasta su casa. En el camino se encontró con
George Atkins, camarada de escuela. Juntos habían jugado
football en los equipos del barrio.
––George–le gritó alborozado Harry–, ¿cómo estás, viejito?
George continúo su camino, aparentemente sin oír.
––¿Qué pasará? –se preguntó el marino. Entonces lo golpeó,
sí, estaba seguro de ello, lo golpeó con el codo, cerca
de los riñones.
George se volteó –minúscula alegría de Harry– para saludar
a una anciana que arrastraba en su carrito a un niño
rubio.
Ah, se dijo Harry, profundamente compadecido, ¡está
muerto!
Y se llenó de un terror súbito.
Pasó las últimas casas de la ciudad y avistó la granja de su
padre, blanca, envuelta en algodones de niebla.
Allí estaba el viejo Livermore, atareado en la poda de
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unos manzanos. Y Harry hubiera querido abrazar al buen
viejo; pero… ¡ese sol!
Lo despertó el sol del trópico, que le arañaba agudamente
la cara. La fortaleza quedaba todavía bastante lejos.
Tosió y sus labios destilaron sangre. Incorporose con un
gemido. Volvió a caer.
Unas nubes blancas deshacíanse en el azul, como un sueño.
Vio a Betty con los ojos del alma, subiendo las escaleras
de la casa de anuncios de Hornsville, envuelta en la aurora
de su vestidito rosado.
Bandadas de golondrinas pasaron chillando, hasta esfumarse
en el horizonte norte.
Y él se quedó mirándolas, muy triste, sin resignarse, con
ojos moribundos.
(De: Contra Sandino en la montaña)
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