jueves, 15 de febrero de 2018

El HOMBRE Y SU VERDE CABALLO Antonio Márquez Salas . Cuento completo

El HOMBRE Y SU VERDE CABALLO Antonio Márquez Salas ***********************I APOYANDO SU muleta sobre la tierra encharcada, avanza el indio Gena¬ro por el rojo camino del río. La muleta se hunde profunda en el fango.  El sol húmedo de la mañana, el esfuerzo que hace por sacar la muleta de) barro mantienen su rostro goteando espeso sudor. El camino es de greda roja, muy blanda, despedazada por el con-tinuo pasar de recuas. Antes del mediodía el indio se halla casi desfa-llecido sobre la tierra, mientras la muleta permanece clavada en el fango. El sol llueve sobre la pobre cabeza del indio. Por el rojo cami¬no cubierto de vapores azulosos nadie pasa. El indio se encuentra solo, con su muleta hundida entre la greda que comienza a endure¬cerse y con el obligado silencio a que somete todas las cosas aquel sol achicharrante. Nadie pasa. Siente la lengua reseca entre las fau¬ces. La humedad del fango podrido lo mantiene aletargado. Mira ha¬cia arriba y aquel azul parece nunca acabar. No hay en él ni una raya blanca. Una nube de moscas ronda el cuerpo del indio Genaro. Hace dos (fias que ha salido del hospital, mutilado. Meses atrás, una astilla de leña le levantó la carne hasta el hueso. Genaro se empeñó con los medios a su alcance, por ver la herida seca, la pierna sana. La herida sanó aparentemente, pero el mal seguía por dentro. Transcurrieron los días y las semanas y la herida no sanaba del todo. Entonces llegó aquella puerca mosca y le agusanó la carne. El dolor fue insoportable. Se arrancó la carne podrida con las uñas, se expri-mió la llaga y vio salir gusanos rechonchos, semejantes a frijoles blancos. Eran conos anillados, con cierta dura movilidad. Alrededor de la herida la carne estaba tensa, tenía un brillo azulino. Desde luego, no pudo trabajar más. Pocos días después se halla- ba con la pierna gangrenada; entonces llegaron unos vecinos de más allá del río y lo bajaron en una hamaca hasta el pueblo, donde nada pudieron hacerle, por lo que hubo de ser trasladado a la ciu¬dad. Genaro llegó casi muerto. El mismo hubiera deseado morir. Los ojos, inmensos por la fiebre, se le hundían profundos en las cuencas. En la ciudad le cercenaron su pobre pierna podrida. Sólo le que¬dó un pequeño muñón. II Los niños juegan con una vieja rueda, escarchada de orín. Rueda abandonada, prestigio del lugar y blasón de la comarca. Alrededor de la casa está el sol como un gato echado. El viento enmaraña el pelo de los niños que juegan con la gran rueda dei hambre. Camino abajo se ve llegar, casi a rastras, al indio Genaro. Es un pobre indio viejo. Llega con su único pie. El otro es sólo un muñón lacerado del que aún chorrea sangre. Se le ve llegar con los ojos can¬sinos. Los niños se disparan sobre él. —¡,Taita.,., taita! Los perros saltan detrás de los niños. En la cocina se cuecen, al rescoldo, unas batatas terrosas. Casi no hay brasas en el fogón. Los niños tienen hambre, pero juegan con su inmensa rueda de hambre. Son como las dos de la tarde y el indio Genaro llega. Llega, pero con una pierna menos. Los niños no preguntan nada. Sólo piden qué comer. —Tenemos hambre. Detrás de los niños viene una mujer. Es Domitila, la mujer del in¬dio. Camina un poco agachada, con los senos colgantes y los ojos in-tranquilos. Domitila tiene el cabello grueso y unos enormes pies rajados por la lejía de la tierra. Es una mujer con garrapatas que se prenden en su carne, Siempre tiene un nido de ellas en el fondo de las orejas. En este momento parece un pellejo relleno de paja, con partes gordas y partes flacas. Pero el indio Genaro llega con una pierna menos, Esto es mucho pedir. Con una pierna menos, pero por lo menos llega Por eso es 30 mucho pedir. Porque los que bajan rara vez vuelven. O vuelven en forma de fantasmas, de apariciones que en las alcobas introducen viejos búhos con piojos, brillantes a la luz de la luna. Pero es un fa¬vor de Dios, un verdadero favor de Dios el que Genero llegue, aun cuando sólo traiga una pierna. Por eso Domitila piensa en esto mientras camina al encuentro del indio que se arrastra por el camino en declive, ansioso de llegar a su rancho. A su rancho de hoja negra, que es como una encía desvestida, como algo lejano para sus ojos de fiebre y legafta. Pero llega. Y no es una ilusión, porque ve los se¬nos fiatulentos de Domitila; porque ve chocar las aldabas de rabia contra el vientre que le diera tres hijos que aúllan como perros en medio del lodazal en que se ha convertido su vida. Indio y con una pierna menos. Alguien le había cogido y largado lejos. La había largado para que los perros le arrancaran la carne a pedazos. Para que los perros o los zamuros, que daba lo mismo, le levantaran los hollejos de los hue¬sos. Para que esos mismos huesos fuesen lavados por la lluvia y apa¬recieran en cualquier camino y los triturara alguna perdida... errante carreta, Para que una pequeña cruz ardiera alguna vez en tomo a sus huesos, roídos de impaciencia, que antes lo llevaron a él sobre la tie¬rra mansa y buena. Ahora, a su alrededor, sólo hay niños y una mujer con los ojos como garrapatas. Los niños aúllan, chillan y embeben todo el paisaje en su hambre que chorrea, que gotea por la pelambre de los burros y las vacas, por los terrones ardidos y por las conchas de los árboles sedientos. Y él mismo llega con la nostalgia, es decir, con el hambre de su otra pierna. De la suya diurna y nocturna. De la suya que exca¬vara la barriga del perro, buscando el anillo de oro que éste había arrancado a Domitila mientras dormía. Cuando se metía en el fango de la ciénaga, sentía bajo su pie, aho¬ra perdido, una alegre comezón que le llenaba toda la sangre; que lo hada reír a grandes carcajadas, hasta cloquear como un viejo pato. Entonces sentía su gran sexo poderoso hincharse como una fruta de tuna, como una dura vara de carbón fulgurante entre los recios mús¬culos de la fogata. Genaro, el indio, con su cara manchada de gruesas larvas de ají, llena de contracciones. Genaro llama a su pie. A su pie, que ha sido cercenado y que ahora navega por las oscuras y polvorientas horas 31 de su pasado. Quiere apoyarse y sólo encuentra ei vacío. Quiere sa¬ber que tiene su pie, que puede, al llegar a su rancho, meterlo en agua de sal, o untárselo con zábíla, o simplemente bañárselo con agua. Y su píe no está con él, pero sí el sol rutilante y un pájaro que silba en la arboleda baja y frondosa que se ve verdear allá en la ver¬tiente del río. Eso es lo que con él se halla, y el sol y la sed. Y adelan¬te, casi encima suyo, unos niños que se acercan con su hambre. Que le gritan su nombre y le piden pan. No oye más que: —Taita, pan, pan... Y él ¿qué trae? No trae más que una pierna menos y un palo, un garrote. La muleta quedó allá, pesada, hundida en aquel barro tibio y fétido. Eso trae. Nada más. Una mera huella y la nostalgia de su otra pierna, perdida entre algunos chorros de sudor, de sangre y de alcohol. Que acaso ya humeara entre el estiércol, bajo las duras go¬teras de las cornisas rotas y en los nidos oscuros y malolientes de las golondrinas. Eso es lo que trae. Una pierna menos. Pero la mujer, Domitila, dice que por lo menos ha vuelto y eso es mucho traer. Ha vuelto con una pierna menos, con un muñón que no ha sido curado, sangrante ! y oliváceo, lleno de pústulas blancas y costras falsas. Con un muñón que, maldito, cogió la misma gusanera que le hizo perder su pierna. Eso trae, porque en el camino se durmió de puro cansando, y una mosca le puso, él mismo no sabe cómo, larvas que ahora son violentos gusanos taladrantes. Con cuidado, el indio Genaro se hun¬de en ei muñón una astilla de leña, para arrancarse algunos pedazos purulentos, en un afán de aliviarse aquel dolor. La astilla se hunde en los huecos llenos de pus como el garrote en el barro y con un suave movimiento de palanca, hace brotar gusanos que se mueven rabiosamente. Eso es lo que trae. Nada más. Y ahí frente a él están unos niños que le piden pan y le llaman taita. Y, sobre todo, Domitila, con su vientre bajo, siempre como si estuviera a punto de acurrucarse. Como si continuamente tuviera diarrea y necesitara agacharse. Y en la lejanía, casi en el pasado, su rancho frente al prado, como si fuera una nariz que husmeara el grueso aliento del río. De ese rio lento como un buey inservible que baja tres cercados más lejos, pegado a las costras de la tierra. Ya es algo lejano en su vida aquel toro amarrado a un lento tron-co de laurel que alza con cierta majestad algunas ramas sarmento¬sas; el marrano padrote detrás del almizcle de la hembra, estirando su gran trompa y mostrando sus dientes cortantes y sus berridos, y el caballo escondido en la sombra verdosa del pasado. Su verde caba-llo, con el negro cabestro dócil, extendido como la hierba, por den-tro como la saliva, como los pingajos que le cuelgan de las orejas o como los pájaros que le danzan en la mañana sobre el lomo, pico-teando garrapatas. Este es su verde caballo, con luz en las patas hinchadas y que por las noches piafa en sueños acordándose de su hermosa y lejana juventud. Allí está con todos los aperos de su alma el indio Genaro, espe-rando llegar a los costales para tenderse y olvidarse definitivamente de su pierna. III I Los niños frente a la puerta atajan aquel río de hormigas que pre-tende desbordar y llegarse hasta la pierna agusanada del hombre. Los niños atajan las hormigas en un juego siniestro. Son los hijos de Genaro, que defienden su derecho a matar hormigas, a comer bata-tas y auyamas. fi¿Entre tanto, Genaro se halla sobre los viejos costales, bañado de sudor, con aquel muñón gangrenado, lleno de gusanos, que exca¬van en su pierna, en su sangre, en su vida. Son los gusanos de Gena¬ro. La mujer, con un paño aletea sobre la pierna para impedir que las ¿toscas se sienten sobre ella. Por las noches, las ranas se queja en los charcos y Genaro en la choza. Los niños se hallan encogidos sobre sí mismos y duermen con los huecos de las narices llenos de insectos. Por eso tosen y des- jjáertan al indio, que ve avanzar aquella rabia ulcerada de su pierna por su cuerpo. La mujer comienza de nuevo a manejar el trapo y los gusanos a iorber el líquido putrefacto. Las toses se repiten en la noche y sobre el césped que hace frente a la choza, los perros ladran hacia los irboles que ocultan el resplandor lunar. Por entre ellos llega un yiento suave y puro que se cuela por las rendijas de la puerta y baña de frío aluminio la frente afiebrada del indio Genaro. En la cuadra se oye de vez en cuando un fuerte resoplido y un roer la madera con lenta voracidad. Es su viejo y verde caballo de trompa desvaída. Su caballo que sabe que allá en los costales que se apeñuscan al costa¬do de su mundo, está el indio Genaro luchando con los gusanos que son como la gloria. La fiebre es lenta y rabiosa, pero el aire dulcifica aquel trac-trac de los gusanos. La carne toda le cruje y él siente un dolor agudo. Las sombras se alzan hasta la mujer que espanta los mosquitos que pretenden posarse en la pierna del indio Genaro. Se alzan hasta sus ojos que brillan en la noche, hasta la saliva que pugna por salir de sus glándulas. Un gallo despierta la noche y corta la sombras con un canto ronco, desesperado. Los niños tosen encogidos sobre los cueros y la mujer se echa en la tierra apelmazada y parda, doblegada por el cansancio. El indio comienza a sentir cómo las ratas le están oliendo su pobre pierna gangrenada, cómo roen el hueso tumefacto, cómo escarban en su carne y chillan en la sombra. El indio Genaro no quiere despertar a su mujer, que yace tendida sobre el suelo, rendida, como una bestia mutilada. El indio no quiere despertarla, pero las ratas llegan desde la som-bra y se tiran encima de su pobre pierna gangrenada. El indio no profiere un solo lamento. No quiere quejarse, pero las ratas suben por su pierna como la muerte. El indio mira indiferente las sombras que salen de su cuerpo y se pierden en la noche. El sabe que por su cuerpo avanza aquella incendiada úlcera, aquella lenta quemazón como un terrible verano que arrasara la oscura tierra de su cuerpo. Sabe que por su sangre anda ya aquel estuoso delirio, donde se mezclan hongos de veneno latente creciendo como verrugas, llaves de latas de pescado, tijeras destrozadas, espuelas abandonadas que se hunden en el légamo de los charcos como patas de gallo, objetos de barro ennegrecido, que se deshacen entre los verbenales. El sabe que dentro de poco su cuerpo se elevará a una densa y ofuscante columna de humo. En el pesebre el caballo golpeaba las piedras con los cascos. Sus hondos resoplidos llenan el ambiente de aquel amanecer estrellado. Genaro atisba por entre las junturas del barro, el tenue resplandor de las estrellas. Las nubes pasan a gran altura. Los pájaros comienzan 34 despertar los insectos que ponen sus huevos en la verde corteza de los árboles. Genaro no quiere quejarse, pero ve cómo aquellos animales le succionan la sangre, le roen la carne desflecada, Los ve. ¡Acaso no se paran en dos patas y muestran sus dos ojos vivos y frecuentes! ¡Sus hocicos con largos pelos móviles! Con cuidado va moviendo su garrote, lentamente, porque no son muchas sus fuerzas. Lo coloca casi contra el vientre de una rata que intenta arrancarle algunos hilos de catgut. Con un desesperado y fre-nético esfuerzo, hunde la punta del garrote en el vientre de la rata, que apenas da un chillido. Ahora en el palo hay un fantástico anillo vivo de visceras palpitantes, de ojos implorantes en la noche. El indio se pudre en unos sacos de australes bordes indescifrables. El resplandor del alba pone un bozal luminoso en la jeta del caba¬llo y baña de listas azulinas su cuerpo desmesurado en la sombra. El estiércol refulge bajo sus pisadas dementes y por sus ojos baja una luz diáfana y pura. El indio Genaro recuerda su verde caballo en los días en que su lomo temblaba bajo la alegría de la lluvia. Cuando los murciélagos dejaban caer sus frutos sobre el pesebre que el caballo mordisquea¬ba asustado, y cuando con la totuma lo bañaba en el río, raspándole el barro y la mugre con una raqueta. A su caballo le faltó siempre un poco de orgullo para rebelarse y no conducir sobre su lomo tantas arrobas de «lela», de café o de pane¬la, por años y años para que el indio Genaro pudiera, finalmente, lle¬var a su rancho media panelita, un frasquito con kerosene y un pedazo de pescado hediondo. Y de vez en cuando una záracita para la mujer. Lo que sobraba lo dejaba para el «michito»..., el michito que no pueden prohibirle ni su caballo que lo mira, él lo dice, con burla, ni la mujer que ahora yace boca arriba sobre el piso..., ni los vientres abultados y deformes de sus hijos, que cuando llegó, no hicieron más que mirarlo a la cara con las comisuras de los labios llenos de baba verde. Nadie puede impedirle beber su michito. Por eso él, que se hallaba tirado sobre estos costales con la hinchazón que ya llega hasta las ingles y le vetea de rojas manchas el abdomen y sube hacia su garganta como un lento árbol ardoroso, piensa en el michito. Si lo tuviera quizá se sintiera aliviado, quizá pudiera arrastrarse hasta el patio, a donde llega el suave viento de junio rozando la hierba y se escuchan los ruidos intensos del despertar del mundo. Qui?i ra llegarse hasta el río y lavarse su pierna túmida que le late como un violento corazón desesperado. Se lavaría la pierna con toda la fuerza de sus uñas, se arrancarían los nervios que le martirizaban, quizá se le machacaría contra una piedra y oiría el chasquido de los huesos triturados. Haría cualquier cosa, menos dejar que este dolor que parecía una lenta y profunda cuchillada continuara victimándolo. Hácese más profunda su soledad, porque la muerte lo rodea con sus lentos pasos de sombra. Lo rodea, lo hiere en lo vivo de los ojos, hora a hora más densos y acuosos, en los cuales los párpados petan como una vida impura. Tiene los ojos hinchados y lágrimas que él no llora ruedan por su rostro desmesuradamente pálido y confuso, como si la muerte lo estuviera intimando desde adentro. Como si realmente lo llamara desde las visceras, como si desde su pierna agusanada le hiciera mis-teriosas señales. El muñón podrido es como^1 ojo absurdo de Dios, lleno de ner-vios saltados y viscosidades que avanzan hacia la dura realidad de U tierra, en busca del sol deslumbrador de la mañana eterna. Al encuentro de la pierna perdida, peregrina de los anchos mundos del delirio, bajo las estrellas trémulas y frías. En esto piensa el india Genaro. Cuando el sol ya brilla sobre los árboles en aquel hermoso día de junio. La hierba está mojada y el balde de latón relumbra bajo la luz tibia y fecunda de la mañana. Con golpes de lengua un perro bebe agua de un viejo cántaro. Es un perro lleno de huesos vivos eos el pelo del cuello mullido de pulgas y los ojos cansados. Un olor lento de arena tibia se levanta de la tierra. Por la boca de la choza aparece primero un niño que comienza J caminar hacia donde el perro se halla. Se sienta frente al sol con k» ojos cerrados y la boca abierta, como si esperara algún extraño men¬drugo. Más tarde aparece otro niño, y detrás de él un tercero apena* vestido. Dentro de la casa se oye toser angustiosamente a la mujer El Genaro yace con los ojos semiabiertos. La mujer está solícita a -sy lado como avergonzada de haberle descuidado. El indio I» mira dulzura, desde una lejana sonrisa. Alza con esfuerzo su mano úesc^ nada y la pasa por los senos exhaustos de la mujer. Esta coge la &*** del indio y se la lleva a la cara, como si con ello se proporcionara un raro e intenso placer. Sin embargo, las manos del indio son duras, callosas, apenas puede darle flexibilidad a los dedos. Domitila sale fuera de la choza y vuelve en poco tiempo con una taza de agua fresca y con un pedazo de trapo comienza a limpiar el rostro manchado y sudoroso del indio. Este la deja hacer tranquilo. Piensa que ella lo limpia, porque sabe que la muerte está muy cerca y es bueno que los seres que se aman la reciban con el rostro limpio y reconciliado. El indio siente el dulce placer del agua sobre su rostro ardiente. IV Los perros ladran camino del río. Sobre el balde de latón que la mujer lleva en la cabeza, el sol brilla alegremente. Algunos pájaros pasan rozando la hierba. Domitila piensa en el hombre que ha quedado en la choza. Piensa en ella y en la choza y en el hombre que madura su muerte allá, con su propio carburo, con su sangre de lenta corrupción, mientras ella va camino del agua adormecida del río. Piensa en el río con su lomo rojizo de tierra desleída y en los niños que se hunden en el fango has¬ta las rodillas. La mujer piensa en él, le ve las encías pálidas, los brazos caídos y el pelo de rala ceniza. Piensa en él, Genaro, hombre suyo tantas y tantas veces. Hombre suyo hasta por todas las veces de su vida, hasta por toda su vida, hasta por la primera vez de su vida suya, tan suya que nadie más la salvaría ya de caer con estos tres hijos suyos, paridos, malditos y benditos todos los días de hambre o de hartazón. Algún día estos hijos la verían acabarse a ella también. ¿Estarían todos a su lado, como lo están mientras Genaro araña la tierra y la amasa con sus propios orines? Ya no serían niños, serían hombres con los ojos tristes y hambrientos. Pero ¿morirían ellos también? No podrían crecer, crecer hasta lle¬nar toda la tierra. Hasta que ni los amos de la tierra que tan duramen¬te los habían hecho trabajar a ella y a Genaro, pudieran doblegarles sus cuerpos duros como la piedra; sus cuerpos de árbol de piedra, duros. Sus cuerpos, y más todavía por dentro el corazón como todas 37 las lamas del purgatorio. como todas la* llamas que incendian lo» pajonales. como todas las llama* Entonces traerían las manos como hichii, como vtnpiriii, como sogas para todas x(ue&u gargantas; pan qut todas aquellas cabreas mostraran la lengua roja de miedo, de agonía infinita y salvaje Ellos, sus hijos, quizá verían la tierra limpia, donde la luna y las estrellas y los grillos y hasta los alacranes dormirían tranquilos con sus propios ojos, mirarían con los ojos de todo*, oirían para siempre con sus orejas aquellos ruidos y señales de la tierra. Vendría entonces la rotura del campo; la siembra y la germinación, las lluvias y las cosechas. Y habría abundancia para todos Para el estómago «hora macilento y para el lomo cimbrado del caballo, Quizá también podrían conseguirse retazos anchoa e hilo y . bueno, todo, todo. Y sus hijos serían fuertes como la tierra, con la sabiduría de la tierra y jamás dejarían de volver con sus piernas vivas, fuertes, entera* Esto piensa Domitila, mientras se acerca al río que pasa come } una bala lenta. Ninguno como Genaro sabe, ninguno, que la muerte le hace res-pirar tan hondo, que la fiebre le exalta sus últimos y definitivos humores. Pero él no quiere morir tirado en aquello* costales como un perro. Porque él, Genaro, tan fuerte siempre, toda su vida, ahora echado allí, con una pierna menos y sin fuerza*, no puede valir afuera de la choza, no puede ver el sol secando la tierra y más allá la tierra verde en suaves olas temblorosas, como el lomo sucio de su caballo La tierra es su verde caballo Su único y auténtico cáhuil*»de belfo sangriento. Ella está allí con pájaros y flores, con la hierba alta metida por los vientos tristes de junio. La tierra, su verde caballo sin fronteras, Ancha, extensa, hasta donde llaman el mar, para él, Genaro, moribundo, y para todo», todos, hasta para las negras hormigas que beben los liquidos de su pierna podrida. De todos. Todos cabalgarían sobre aquel lomo, en la noche intensamente azul, viendo a las estrellas refundirse en el horizonte El, Genaro, marcharla entonces, con su pierna sana y firme. He vando a su mujer y a sus hijos sobre el lomo de su verde cabello, si encuentro del sol glorioso de la noche. 38

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