La caza por Manolo Cuadra
A Luis Arce,***************************************************************************** que por su cojera no pudo
acompañarme en mi vida peligrosa.
M.C.
EL hombre de los ojos azules lo vio desde las nubes. Aunque
la neblina era espesa y aumentaba parcialmente, apelotonándose
abajo, sus pequeñas ojos rapaces iban perforando
los vapores, ansiosos con la vecindad de la presa.
Destacábase diáfanamente, a la breve presencia del sol
segoviano, el avión invasor del tipo corsario, plenas de resplandor
las niqueladas alas. Describía largos círculos, ora
remontándose imprevistamente, ora abandonándose a la
ley de gravedad, como buscando el instante en que su presa
dejara atrás los últimos arbustos tras de los que se ocultaba.
Entonces haría ladrar sus ametralladoras… y one greasser
less.
Pero antes que el hombre de los ojos azules lo pillara
desde las nubes, el hombre de los cabellos lacios había localizado
también a su enemigo. Conocía, por aquel bugido,
la pronta, acaso demasiado pronta aparición de un cobarde
pajarraco yanqui. El terreno desarrollábase en una llanura
inmutable, en la que apenas una mancha de arbustos que
escasamente cubría una milla, accidentaba el futuro teatro
de la caza. Aquel peligro, aquella concurrencia de circunstancias
desfavorables no alteró el ceño del hombre que portaba
un mal rifle; antes por el contrario, pareció que su sonrisa
astuta de aborigen iluminaba el radio de su personalidad,
aclarando la mañana.
Él era el hombre de enlace entre el Cuartel General rebelde
y la Sexta Columna Expedicionaria que operaba hacia el
sur, allí donde los ríos arrastran oro y en las llanuras chontaleñas
pastan los tranquilos rebaños. Portaba instrucciones
del mando y por eso estaba temiendo una novedad en este
tercer día de su jornada cuando precisamente le faltaba otro
tanto para alcanzar su destino. Sí. Su destino. El destino de su
causa, amenazante una veces, amenazada las mas en cuatro
años de porfiada, de sobrehumana, de heroica resistencia.
Tomó alientos detrás del último árbol que le ofrecía la
suerte. Delante, huía hasta el horizonte la superficie pelada
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del llano.
Vaciló un segundo –la fracción infinitamente reducida de
un segundo–, porque el pájaro venía ya sobre él, envolviéndolo
en el ronco fragor de su hélices. Ilusión o no, sintióse
empujado hacia atrás, hacia adelante, entre la tormenta de
aire batido por las aspas.
La ametralladora le envió un multiplicado saludo de balas,
a cuyos golpes las ramas del arbusto que lo protegía se
deshojaron como bajo la agresión del granizo.
Otros impactos se incrustaban al vástago.
Una nueva garua de uvas mortíferas, mejor dirigidas que
la anterior, cayó entre sus pies salpicándolo de plomo. Como
parásito, se abrazó al tronco salvador.
El hombre de los ojos azules precipitó su máquina en una
tercera tentativa asesina. El tren de aterrizaje casi llegó a rozar
la magra copa del árbol; pero entonces el hombre del
destino inseguro saltó y echó a correr… hacia el horizonte.
Proyectábase aquella mañana, bien que con diferentes
protagonistas, la eterna escena del ratón y del gato.
Durante tres veces, en el curso de la emocionante caza,
el hombre del destino amenazado logro burlar la mirada del
hombre de los ojos azules, protegido por el acolchonamiento
de la niebla. Sin embargo, esta tregua tenía un sentido
de ironía porque, o los vapores se arralaban, o era el mismo
fugitivo quien se obligaba a evacuarlos en su consigna de
correr para vivir.
En dos ocasiones ensayó su viejo rifle fusilando al azar
al mastín del aire, que amagaba sobre su cabeza desplazado
vertiginosamente. Solo cuando el hombre de arriba se
percató de que para terminar con éxito era preciso despilfarrar
menos municiones, el hombre de abajo mudó también
de táctica. Así fue que dejó de correr aplicando a su ruta un
paso casi natural, deteniéndose bruscamente para tomar
descanso cuando el pájaro incapaz de pararse en seco como
lo haría una bestia, lo adelantaba en centenares de yardas.
El hombre de los ojos azules sabía tener paciencia. La resistencia
física está fijada dentro de límites admirables, pero
inviolables; sometido a la camisa de fuerza del cansancio.
Pero aquel maratón tardaba más de lo previsto. Comprendía,
al cabo, que el combustible del tanque sufría merma
en aquella persecución endiablada y tenaz. Cuatro horas de
espiar sobre el cielo brumoso, metiéndose entre las nubes,
poniéndose en vertical sobre los ríos de arenosas riberas y,
al final, aquel diablo de hombre que no se dejaba pillar, le
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tenían confundido. El deseo rabioso de terminar, de humillar
con la muerte a aquel fugitivo que lo burlaba, descomponía
su cerebro. A punto estuvo de descender sobre el llano y
disputarse el paso a plomo limpio con el hombre de la piel
cetrina.
Estaba dispuesto. En otra ocasión había practicado un
forzoso aterrizaje casi en las propias calles de Quilalí en medio
de las balas sandinistas que procuraban cazarlo y solo
se había salvado por la acción decidida de los marinos que
vigilaban el caserío desde la fortaleza. Por el contrario, ahora
resultaría cosa fácil. El llano de Jalapa, verde y muelle, lo
invitaba como un lecho. Para dominar el conjunto del panorama
levantó su máquina a regular altura.
––¡Hurra, hurra!
A primera vista creíase víctima de una finta óptica. Allá
lejos, pero bastante lejos, una manchita negra, talvez un ave
engañosa, remontaba la bruma, acercándose. Sus ojos entonces
se posaron jubilosamente en su reloj pulsera.
Solo podría ser Gadner, ¡en su corsario perseguidor!
¡Cheer up!
El sargento Gadner era, en efecto. Lo identificó por el
número, un refulgente 83 dibujado sobre las alas, cuando
el recién llegado voló sobre su avión y después cuando el
telégrafo de bandera le indicó que llegaba a relevarlo en su
misión de vigilancia.
Probablemente, el sargento Gadner del Cuerpo de Aviones,
no había caído en la cuenta del porqué de las extrañas
cabriolas de su compañero de armas. Esto preocupaba la
atención del hombre que ocupaba el asiento de mando
dentro del mastín del aire. Así fue que, para darle un guía,
tuvo que picar nuevamente contra la pequeña silueta que
se alejaba. Su aparato quedó aún a la expectativa esperando
el resultado de la señal, parecía un delfín indolente entre
el grosor de las nubes, en las que se hundía como en una
mar gris.
¡All right! Gadner ya levantaba su aparato, caracoleando.
¡Bravo! Ahora picaba como un aerolito. No había ninguna
duda. El mastín del aire quedaba sobre la huella…
Cuando el hombre que había tenido que correr para vivir
notó la presencia de un nuevo enemigo, resumió su situación
así: Uno, más uno: dos. Luego –en aquellos momentos
el primer avión se perdía en la lejanía–, rectificó su posición
en una simple fórmula de sustracción: Dos, menos uno, uno.
Fue en este momento cuando interrumpió su correr, aje
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no aparentemente al hombre de los ojos azules y a su avión.
Estaba recordando. La sospecha de que aquello pudo habérsele
pasado por alto, le llenaba de incisiva inquietud. El
sitio en que se encontraba no le era completamente desconocido.
Identificábase poco a poco con la nueva naturaleza,
en la que iba desapareciendo paulatinamente la grama para
dar lugar a una superficie pedregosa que se insinuaba sin
cambios bruscos. El punto de referencia aparecía a menos
de un kilómetro. Se trataba de un gran mantón de niebla,
un pedazo de niebla densa y algodonada, notablemente diferente
al resto del paisaje. Algo parecido al manto de impenetrable
bruma que cubre las marismas.
Solo –en más de una ocasión había oído decirlo a sus camaradas–
que bajo la neblina, en lugar de la superficie pareja
levantaba su pétrea joroba una protuberancia formidable,
resultado quizá de alguna deyección geológica prehistórica.
Habíase ocultado allí Sandino, después de su Retirada del
CHIPOTE. En el mapa de guerra rebelde, conocíase ese punto
con el nombre de EL BRULOTE.
¡Hola! El hombre de los ojos azules estaba perplejo. No
comprendía porqué el fugitivo torcía bruscamente, sin razón
aparente. ¿Se quería hacer matar? ¡Ese hombre estaba
loco!
En el intervalo de tres minutos, dos veces el hombre de
los ojos azules pasó su máquina por encima del hombre que
corría; pero, aviador consumado, evitó siempre quedar de
espalda a su enemigo, merced a un sencillo looping de loop.
El hombre de las montañas sintió la muerte muy de cerca,
en las balas que le silbaban sobre los oídos y marcaban la
trayectoria del avión con las balas que se enterraban en la
superficie. Alzó los puños y amenazó al enemigo. Fue entonces
cuando el piloto lanzó su máquina contra el escurridizo
enemigo que se atrevía a amenazarle. Una bala certeramente
dirigida rompió un aparato en la cabina de mando. El resultado
era claro. El hombre se le iba. Ya estaba dentro de la
atmósfera pesada que rodeaba EL BRULOTE.
¡Son of beach! Hizo descender su aparato con mareante
celeridad y enardecido, deseoso de venganza, entró como
un torbellino detrás del otro, casi al ras del suelo, guiándose
como por instinto entre la bruma.
Un crujido, seguramente un grito. La visión de una mole
inmensa que se arrodillaba en tierra y el eco de la catástrofe
anegando el horizonte.
Sencillamente, el hombre que había tenido que correr
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para matar, recuperó la promisora ruta abandonada. Atrás
quedaba la bestia rota, dolorosa y trepidante, sobre cuyas
heridas la niebla sobaba ya sus algodones cariñosos.
Hechos como este informan seis años de la epopeya segoviana,
gala de la literatura heroica. Fue una dulce mañana
del mes de octubre, en las llanuras de Jalapa…
(De: Contra Sandino en la montaña)
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