domingo, 18 de febrero de 2018

La caza por Manolo Cuadra. Completo

La caza por  Manolo Cuadra

A Luis Arce,***************************************************************************** que por su cojera no pudo acompañarme en mi vida peligrosa. M.C.

    EL hombre de los ojos azules lo vio desde las nubes. Aunque la neblina era espesa y aumentaba parcialmente, apelotonándose abajo, sus pequeñas ojos rapaces iban perforando los vapores, ansiosos con la vecindad de la presa. Destacábase diáfanamente, a la breve presencia del sol segoviano, el avión invasor del tipo corsario, plenas de resplandor las niqueladas alas. Describía largos círculos, ora remontándose imprevistamente, ora abandonándose a la ley de gravedad, como buscando el instante en que su presa dejara atrás los últimos arbustos tras de los que se ocultaba. Entonces haría ladrar sus ametralladoras… y one greasser less. Pero antes que el hombre de los ojos azules lo pillara desde las nubes, el hombre de los cabellos lacios había localizado también a su enemigo. Conocía, por aquel bugido, la pronta, acaso demasiado pronta aparición de un cobarde pajarraco yanqui. El terreno desarrollábase en una llanura inmutable, en la que apenas una mancha de arbustos que escasamente cubría una milla, accidentaba el futuro teatro de la caza. Aquel peligro, aquella concurrencia de circunstancias desfavorables no alteró el ceño del hombre que portaba un mal rifle; antes por el contrario, pareció que su sonrisa astuta de aborigen iluminaba el radio de su personalidad, aclarando la mañana. Él era el hombre de enlace entre el Cuartel General rebelde y la Sexta Columna Expedicionaria que operaba hacia el sur, allí donde los ríos arrastran oro y en las llanuras chontaleñas pastan los tranquilos rebaños. Portaba instrucciones del mando y por eso estaba temiendo una novedad en este tercer día de su jornada cuando precisamente le faltaba otro tanto para alcanzar su destino. Sí. Su destino. El destino de su causa, amenazante una veces, amenazada las mas en cuatro años de porfiada, de sobrehumana, de heroica resistencia. Tomó alientos detrás del último árbol que le ofrecía la suerte. Delante, huía hasta el horizonte la superficie pelada Narraciones / Manolo Cuadra 111 del llano. Vaciló un segundo –la fracción infinitamente reducida de un segundo–, porque el pájaro venía ya sobre él, envolviéndolo en el ronco fragor de su hélices. Ilusión o no, sintióse empujado hacia atrás, hacia adelante, entre la tormenta de aire batido por las aspas. La ametralladora le envió un multiplicado saludo de balas, a cuyos golpes las ramas del arbusto que lo protegía se deshojaron como bajo la agresión del granizo. Otros impactos se incrustaban al vástago. Una nueva garua de uvas mortíferas, mejor dirigidas que la anterior, cayó entre sus pies salpicándolo de plomo. Como parásito, se abrazó al tronco salvador. El hombre de los ojos azules precipitó su máquina en una tercera tentativa asesina. El tren de aterrizaje casi llegó a rozar la magra copa del árbol; pero entonces el hombre del destino inseguro saltó y echó a correr… hacia el horizonte. Proyectábase aquella mañana, bien que con diferentes protagonistas, la eterna escena del ratón y del gato. Durante tres veces, en el curso de la emocionante caza, el hombre del destino amenazado logro burlar la mirada del hombre de los ojos azules, protegido por el acolchonamiento de la niebla. Sin embargo, esta tregua tenía un sentido de ironía porque, o los vapores se arralaban, o era el mismo fugitivo quien se obligaba a evacuarlos en su consigna de correr para vivir. En dos ocasiones ensayó su viejo rifle fusilando al azar al mastín del aire, que amagaba sobre su cabeza desplazado vertiginosamente. Solo cuando el hombre de arriba se percató de que para terminar con éxito era preciso despilfarrar menos municiones, el hombre de abajo mudó también de táctica. Así fue que dejó de correr aplicando a su ruta un paso casi natural, deteniéndose bruscamente para tomar descanso cuando el pájaro incapaz de pararse en seco como lo haría una bestia, lo adelantaba en centenares de yardas. El hombre de los ojos azules sabía tener paciencia. La resistencia física está fijada dentro de límites admirables, pero inviolables; sometido a la camisa de fuerza del cansancio. Pero aquel maratón tardaba más de lo previsto. Comprendía, al cabo, que el combustible del tanque sufría merma en aquella persecución endiablada y tenaz. Cuatro horas de espiar sobre el cielo brumoso, metiéndose entre las nubes, poniéndose en vertical sobre los ríos de arenosas riberas y, al final, aquel diablo de hombre que no se dejaba pillar, le La caza 112 tenían confundido. El deseo rabioso de terminar, de humillar con la muerte a aquel fugitivo que lo burlaba, descomponía su cerebro. A punto estuvo de descender sobre el llano y disputarse el paso a plomo limpio con el hombre de la piel cetrina. Estaba dispuesto. En otra ocasión había practicado un forzoso aterrizaje casi en las propias calles de Quilalí en medio de las balas sandinistas que procuraban cazarlo y solo se había salvado por la acción decidida de los marinos que vigilaban el caserío desde la fortaleza. Por el contrario, ahora resultaría cosa fácil. El llano de Jalapa, verde y muelle, lo invitaba como un lecho. Para dominar el conjunto del panorama levantó su máquina a regular altura. ––¡Hurra, hurra! A primera vista creíase víctima de una finta óptica. Allá lejos, pero bastante lejos, una manchita negra, talvez un ave engañosa, remontaba la bruma, acercándose. Sus ojos entonces se posaron jubilosamente en su reloj pulsera. Solo podría ser Gadner, ¡en su corsario perseguidor! ¡Cheer up! El sargento Gadner era, en efecto. Lo identificó por el número, un refulgente 83 dibujado sobre las alas, cuando el recién llegado voló sobre su avión y después cuando el telégrafo de bandera le indicó que llegaba a relevarlo en su misión de vigilancia. Probablemente, el sargento Gadner del Cuerpo de Aviones, no había caído en la cuenta del porqué de las extrañas cabriolas de su compañero de armas. Esto preocupaba la atención del hombre que ocupaba el asiento de mando dentro del mastín del aire. Así fue que, para darle un guía, tuvo que picar nuevamente contra la pequeña silueta que se alejaba. Su aparato quedó aún a la expectativa esperando el resultado de la señal, parecía un delfín indolente entre el grosor de las nubes, en las que se hundía como en una mar gris. ¡All right! Gadner ya levantaba su aparato, caracoleando. ¡Bravo! Ahora picaba como un aerolito. No había ninguna duda. El mastín del aire quedaba sobre la huella… Cuando el hombre que había tenido que correr para vivir notó la presencia de un nuevo enemigo, resumió su situación así: Uno, más uno: dos. Luego –en aquellos momentos el primer avión se perdía en la lejanía–, rectificó su posición en una simple fórmula de sustracción: Dos, menos uno, uno. Fue en este momento cuando interrumpió su correr, aje Narraciones / Manolo Cuadra 113 no aparentemente al hombre de los ojos azules y a su avión. Estaba recordando. La sospecha de que aquello pudo habérsele pasado por alto, le llenaba de incisiva inquietud. El sitio en que se encontraba no le era completamente desconocido. Identificábase poco a poco con la nueva naturaleza, en la que iba desapareciendo paulatinamente la grama para dar lugar a una superficie pedregosa que se insinuaba sin cambios bruscos. El punto de referencia aparecía a menos de un kilómetro. Se trataba de un gran mantón de niebla, un pedazo de niebla densa y algodonada, notablemente diferente al resto del paisaje. Algo parecido al manto de impenetrable bruma que cubre las marismas. Solo –en más de una ocasión había oído decirlo a sus camaradas– que bajo la neblina, en lugar de la superficie pareja levantaba su pétrea joroba una protuberancia formidable, resultado quizá de alguna deyección geológica prehistórica. Habíase ocultado allí Sandino, después de su Retirada del CHIPOTE. En el mapa de guerra rebelde, conocíase ese punto con el nombre de EL BRULOTE. ¡Hola! El hombre de los ojos azules estaba perplejo. No comprendía porqué el fugitivo torcía bruscamente, sin razón aparente. ¿Se quería hacer matar? ¡Ese hombre estaba loco! En el intervalo de tres minutos, dos veces el hombre de los ojos azules pasó su máquina por encima del hombre que corría; pero, aviador consumado, evitó siempre quedar de espalda a su enemigo, merced a un sencillo looping de loop. El hombre de las montañas sintió la muerte muy de cerca, en las balas que le silbaban sobre los oídos y marcaban la trayectoria del avión con las balas que se enterraban en la superficie. Alzó los puños y amenazó al enemigo. Fue entonces cuando el piloto lanzó su máquina contra el escurridizo enemigo que se atrevía a amenazarle. Una bala certeramente dirigida rompió un aparato en la cabina de mando. El resultado era claro. El hombre se le iba. Ya estaba dentro de la atmósfera pesada que rodeaba EL BRULOTE. ¡Son of beach! Hizo descender su aparato con mareante celeridad y enardecido, deseoso de venganza, entró como un torbellino detrás del otro, casi al ras del suelo, guiándose como por instinto entre la bruma. Un crujido, seguramente un grito. La visión de una mole inmensa que se arrodillaba en tierra y el eco de la catástrofe anegando el horizonte. Sencillamente, el hombre que había tenido que correr La caza 114 para matar, recuperó la promisora ruta abandonada. Atrás quedaba la bestia rota, dolorosa y trepidante, sobre cuyas heridas la niebla sobaba ya sus algodones cariñosos. Hechos como este informan seis años de la epopeya segoviana, gala de la literatura heroica. Fue una dulce mañana del mes de octubre, en las llanuras de Jalapa… (De: Contra Sandino en la montaña)

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