domingo, 18 de febrero de 2018
Música en la Soledad POR Manolo Cuadra (nicaraguense), Completo
Música en la soledad POR Manolo Cuadra (nicaraguense), Completo ****************************LLOVÍA nutridamente. Llovía fuego. Llovía balas. La espesura
de la derecha parecía incendiarse con breves intermitencias
y el insulto, arma formidable cuando se lucha cuerpo
a cuerpo, llegaba hasta los guardias que sostenían, en aquel
día de enero, uno de sus más difíciles eventos militares. En
fila india, única manera de evitar el Rush del fuego cuando
la fusilería barre a la descubierta y el enemigo se torna invisible,
los primeros guardias peleaban su terreno con tenacidad.
Sus predecesores en la inevitable caída, habían escrito
una levantada página de valor y sangre fría, cuantas veces
les tocara en suerte pasar por los aros estrechos de la emboscada.
Una larga cortina de acero, desde donde se veía morir el
sol hasta la orilla del abismo, pasaba y repasaba su aliento
cálido de horno, mientras el triste crepúsculo segoviano
caía lentamente de los ocotes, cubriendo con su párpado
cárdeno la sierra estremecida.
¡Una bomba! ¡Otra! ¡Otra bomba! Las columnas de asalto
sandinista iniciaron por segunda vez una sorpresa. Desde su
fresco nido de parásitas, una luisita1
tamborileó alegremente
sobre ellos. Algunos hombres, de rostros feroces y muy
mal vestidos, se detuvieron y cayeron.
––Tres menos, anunció Chávez, al tiempo que recontaba
avaramente sus municiones. ¡Firmes, guardias, aquí están
otra vez!
El hociquito de la Lewis asomó, cauteloso, y el sargento
Chávez manubrio la consabida pieza.
Obscurecía a diez grados por segundo. Obscurece rápidamente
en el bosque y más cuando la muerte aletea en
las pestañas. Las pestañas de Chávez y las de sus hombres
estaban llenas ya de eso. Solamente que todavía quedaba
alguna tela por cortar. El grueso de las patrullas al mando
de los Tenientes Brenes y Matus se sostenían aún. Pero, con
el último no se podía contar. El amor a las armas lo había
arrancado a las casas alegres de Managua y ahora el destino
acababa de gritarle ¡hasta aquí! Metiendo una bala encendida
en su corazón. Brenes hacia su debut en el fuego. Poco,
1 Lewis Machine Gun. Corrupción muy divulgada en el ejército.
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como fuera su extremado valor infructuoso, podía aportar
en esa oportunidad.
Al efecto, su sección era la más reciamente batida. Le
tocó exponerse al fuego cuando a marchas forzadas se dirigía
a rellenar las brechas abiertas a la columna exploradora
del sargento Chávez. Se ofreció audazmente al fuego durante
algunos minutos solo para conseguir resultados harto
escasos.
El sendero serpeaba, cima arriba, con dos terribles amenazas
laterales: A la derecha, el fuego; a la izquierda, dos
pulgadas más allá de donde se arrastraban los guardias, el
abismo mareador y rugiente. En el extremo delantero la luisita
trabajaba todavía noblemente. A intervalos se advertía
alguna ligera falla en su perorata como en la delorador que,
en lo más emocionante del speech, un disparo de saliva se le
enreda en la tráquea.
––Esta luisita, comentó para sí Pet Gómez, vaciando su
sexta cartuchera, mejor luciría aquí, resguardando la carga.
Debimos preparar algo más para garantizar esto.
Nuevamente disparó. El enemigo estrechaba el nudo
corredizo de su estrategia, encimando sus fuerzas centrales
contra el tren de guerra. La sombra de los grandes árboles
brocheaba de negro la tierra. La muerte era segura, a menos
que optaran por rendirse. Pet oyó un agitado tropel a sus
espaldas. Un animalazo negro, con duras extremidades pasó
magullándole las nalgas. Arrastrándose hacía la derecha, hacia
el enemigo, invadió la zona batida para darse cuenta de
lo que pasaba. Todas las mulas que formaban parte de la división
de Matus, perdidos ya sus custodias, corrían, cuestas
arriba, a entregarse en manos contrarias. A su propio lado
–lo notaba hasta ahora– no habían más camaradas. Esas
mulas conducían abundante dotación de parque que la patrullahabía
de trasladar a uno de los más remotos puestos,
a tres días de Quilalí, en el corazón de la montaña. Esa munición
en poder de los sandinistas significaba la apertura de
una peligrosa temporada de guerrillas; el despliegue de una
ofensiva más vigorosa, la vida en la manigua, persiguiendo
al montañez invisible, por días, por meses, por años…Y más
compañeros muertos. Recordó, en un relámpago, a Navas, el
segoviano de la carota sonriente, a Pablo Ramos, degradado
en Managua por violación de la 17, transferido Luego a Las
Segovias y muerto en una emboscada al día siguiente; al sargento
Luis Estrada, con una pierna menos.
Eso no podía ser. No sería nunca. Volteó el fusil. Expuso
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sus flancos, sin preocuparse gran cosa de los tiradores de
la otra línea, y luchando contra las sombras que ponían negrumo
en su visión, hizo fuego. La acémila, sorprendida en
su fuga, dobló las patas delanteras. Las cajas de munición
la atrajeron hacia sí, y desapareció en la hornada entre una
fanfarria de cajas destrozadas. Otra mula pasó con el ruido
peculiar de los animales que cargan armas. Dos balazos, y
luego aquella masa gris que avanzaba perezosamente por
el caminillo. Pet Gómez reconoció inmediatamente, como
todo guardia del norte que no quisiera pasar por recluta, al
Tren. Así le decían. De manos de los rebeldes, El Tren había
pasado a las del capitán Hatfield, quien la incorporó a su
cuadra de mulas tejanas, en donde cobró fama como animal
de gran resistencia y un sobrenombre con todo y articulo:
El Tren.
Pet lo conocía muy bien porque, además de ser él un veterano,
lo había dejado bajo su custodia desde el día anterior,
como operador que él era de la T. S. H. que conducía El
Tren. A Pedro Gómez no le constaba todavía haber matado
adversario alguno y he ahí que ahora tocábale hacerlo con
un aliado, con el animal de más útil hoja de servicios en las
caballerizas del área…
––En la merita frente, para que no sufra–se dijo.
El noble animal pasó, veterano de pies a cabeza, hendiendo
con sus patas tranquilas las escarpaduras. Pet lo contempló
por última vez, gigantesco, resignado y fiel, como una
gran mole de granito que se hubiera hecho sensible. Volvía
la cabeza instintivamente, sobre la línea de su grupa, avizorando
el peligro. Por la cuesta, ocultándose, bajaba media
docena de hombres a tomar el botín. Habían visto al tren
abandonar su custodia muerto y ahora iban sobre él. Gritaban
llenos de júbilo y entonces el soldado no vaciló más.
Le clavó una bala de oreja a oreja. El pobre bruto movió la
cabezota; sus patas se apoyaron todavía sobre el borde del
precipicio y perdiendo la gravedad se precipitó al fin en el
vacío tremolando las patas.
––Una carga que ellos jamás tendrán –murmuró Pet, siguiendo
el rumor de la caída.
Los asaltantes, como si lo hubieran oído, lo envolvieron
en mallas de caliente plomo. Contestó decididamente, con
rabia, sin darse cuenta de que ya el calibre le chamuscaba las
manos. Un plomo le arrancó el sombrero. Otro le quemó con
índice caliente las costillas. Lo cercaban. Pronto rodearían su
terraplén. La proximidad de la muerte le inyectó de pronto
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un ardiente deseo de vivir. Un deseo que solo se experimenta
en las penitenciarías y en los hospitales. ¡Vivir! ¡El aire, la
luz, el sol! El Club de Alistados en Ocotal, sus compañeros de
la organización de (R), su torreón de Quilalí donde él había
soñado y recordado tanto. ¡Vivir! También le quedaría tiempo
para volver a estos lugares, incorporados a los muchachos
de la ¨M¨ invencible. Y el triunfo, la venganza…
Hincó la cabeza contra el labio del abismo. Se empujó
vivamente con los pies recordando una infantil acrobacia
del colegio, y pronto estuvo su cuerpo en vertical, oscilando
entre la seguridad y la muerte. Se sintió resbalar sobre la
misma inclinación suave que había recorrido el tren, sujeto
a las alternativas de lo probable y lo improbable.
No debió de permanecer más de un minuto fuera de conocimiento,
porque cuando volvió a hacerse cargo del comando
de sus facultades, los hombres que habían quedado
arriba lo buscaban, con la esperanza de cocerlo a balazos en
la oscuridad. Los rifles parpadeaban, buscándolo, al azar. Por
fin, gradualmente, la calma.
La terrible noche segoviana, como gigantesca carpa,
aparecía prendida del cielo por las tachuelas de cuatro estrellas
diminutas.
¿Qué hacer? Pretender subir era absurdo. Tampoco parecía
prudente. Seguir el curso de la cañada no conducía a
solución alguna. Restaba esperar. Palabra de doble sentido
cuya interpretación más bondadosa era la muerte lenta por
hambre o sed. De otra manera, el enemigo. El suplicio atroz,
incrustado a un árbol, mientras al son de una bandurria se
acercaba bailando el Degollador. Existía la remota esperanza
de que al día siguiente lograran localizarlo los aviones de
reconocimiento. ¿Lograrían verlo? ¿Podría desde aquella
cima hacer señales? Le faltaban bombas de humo…
¡El frío, el frío! Empezó a temblar como un envenenado.
Pasaron las horas, silenciosos carritos de hospital de ruedas
de hule. ¿Dónde estaría el Teniente Brenes, Pierna Negra,
Cera Mascada, Pija de hule? ¿Dormían, mejor que él, en sus
salvajes tumbas ignoradas?
Se acurrucó entre las patas del Tren buscando el regazo
de la carne todavía caliente.
––“Servidores hasta en la muerte”–murmuró, repitiendo
la levantada insignia de su regimiento. Obtuvo reposo entre
aquella trinchera de carne que le libraba a medias de las
oleadas filosas del frío.
Soñó que estaba en su cuartel de Quilalí, bajo frazadas,
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enun confortable catre de campaña. Soñó con una alegre
hoguera, alrededor de la cual charlaban los guardias, calentando
en las llamas sus miembros entumidos; soñó con
los almohadones del Hospital Militar, con el trago de aguardiente
fuerte de los bares de Managua.
Despertó nuevamente cuando el sol, al través del tupido
ramaje, pulverizaba oro cordial sobre las hojas y los árboles.
Ahora que a la débil luz examinaba la trayectoria recorrida
en su descenso, no le extrañaba mucho el verse vivo, así
como el equipo de señales se hubiera conservado intacto.
Habíase deslizado sobre un fuerte tejido de lianas debajo de
las que existían andamiajes de bejucos resistentes y muelles.
¡Un verdadero milagro! Si hubiera algo para llevarse a la
boca… Diose a buscar entre las bestias muertas con la esperanza
de llevar algo al estómago. Solo municiones. Anduvo
zigzagueando como un barco ebrio y ancló descorazonado
cerca del Tren.
Y ahora, ¿qué? interrogó, dándole amistosamente con el
pie.
––Nada, ¿no es así? –prosiguió como si hablara con un
compañero–. Si al menos hubieras logrado conservar ileso
el equipo podríamos… eso es, jugarle una broma al destino.
¡Vamos a ver!
A golpes de yatagán abrió las cajas. Todo estaba ordenado
dentro de los compartimientos. Los depósitos, guarnecidos
con resistentes planchas metálicas y acolchonados por
dentro con bramante, lograron neutralizar los golpes de la
caída. No había más que proceder. Tubos, cuerdas, baterías
secas. Cuestión de minutos. Ya estaba entrenado en la instalación
de radios de campaña. Tendió alambres sobre los
árboles próximos. Hizo un pequeño agujero para el polo, la
raíz del espacio en la tierra. Ahora una sonrisa; la sonrisa de
un hombre que para salvar una dificultad no repara en los
medios… bueno, en medios como los que iba a poner en
práctica. Abrió las canillas. Un movimiento laborioso con
ambas manos a la altura de la pelvis, y al conjuro de ese pase
de prestidigitación un hilillo de líquido anaranjado llenó el
agujero.
Rió otra vez entre avergonzado y satisfecho. Le restaba ir
al aparato, cerrar los swichts para que el mundo, su mundo
urgente que eran las comunicaciones de la Guardia, se precipitara
dentro de sus oídos. Esta proximidad transformó su
panorama emotivo. Le invadió la sensación de que estaba
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entre los suyos; de que pronto el toque de corneta sonaría,
llamándolos al rancho de la mañana. Creía en la posibilidad
de que ningún peligro lo rodeaba, hasta tal punto el milagro
de la onda lo reincorporaba a la vida de rutina. Porque allí,
vagando en éter, estaban las estaciones del Ejército enviando
informes sobre el estado del tiempo y de las patrullas en
general. Entre aquella red invisible, que le ponía en contacto
con alguna posibilidad de salvación, jugaba su esperanza
como la misma onda. Cerró el switch. A través de la mica
que transparentaba el milagroso organismo, los bulbos parpadearon
para volver a apagarse. Luego de examinar en un
instante la causa del inicial fracaso, equilibró la manípula,
fijó fuertemente algunas conexiones y lanzó sus notas triunfales
entre el concierto de las diversas estaciones:
––SOS, SOS, SOS.
Firmó: EVAN, que significaba: Estación Volante, Área Norte.
Giró su dial de un lado a otro, de la misma manera que un
médico investiga la anatomía de un enfermo, auscultando
los más remotos escondrijos del éter.
––SOS, SOS, de EVAN.
Dos estaciones, como mastines de presa, cayeron sobre
su envío. Habían escuchado y le contestaban.
––¿Dónde está?–le preguntaron.
––Radio G.N.–contestó él–, por la llave en Ocotal, Nicaragua.
El del manipulador que operaba en el otro extremo se
entretuvo en ejecutar una serie de puntos desacompasados,
señal de que reflexionaba. Contestaron lacónicamente.
––O. K.
Media hora después, un equipo de la Estación de Control,
en Ocotal, lanzó al aire su onda exploradora. No tardó en dar
con la EVAN:
––Aquí, sargento Tenorio, en la M. E. 7.
––Aquí, cabo Gómez, en la EVAN.
––Bueno, ¿se reconcentran?
––Ahora no es posible.
––Reciba entonces este mensaje:
¨De Ocotal,
Al teniente Matus: EVAN.
Reconcéntrese a la mayor brevedad.
Reyes, comandante¨
––El teniente–trasmitió Pet– no podrá leerlo ya.
––Muéstreselo en cuanto sea posible.
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––Ni ahora ni nunca –Pet enviaba con mucha tristeza–,
ha muerto.
De llave a llave, el espacio quedó interferido por una cuchillada
de asombro.
––Sargento –continuó él, jugando lúgubremente con el
manipulador–, anoche fuimos aniquilados, yo me salvé por
casualidad. Estoy sólo, ¿me oye? –continuó desesperadamente–.
Sólo en un abismo sin poder decirle dónde.
Otra vez el silencio que sucede a las grandes tragedias.
En seguida la onda apareció.
––Bien, fratello –la nota había perdido su tiesura de rutina–,
voy a poner en movimiento al Cuartel General. No perdamos
el contacto. Regreso.
Minutos después, el sargento estaba de regreso, controlando
su onda.
––Jaló, frat.
––¡Jaló!
––Trasmito unos mensajes para Quilali y Wiwilí, ordenando
que salgan las patrullas en tu busca y con la orden expresa
de no regresar sin ti. Creo que tendrás ánimo. Cuestión de
días, dos o tres, a lo sumo. ¿Puedes aproximar una seña de
tu fondeadero?
––¡Claro! Estábamos a tres horas de las Vueltas, en el paso
Cuyusá. Frente al sol que moría, en medio de aquel mágico
juego de luces, eran…
––Suficiente, no te me pongas sentimental, que es malpresagio.
Voy a transmitir tus datos al Comandante del aeró-
dromo. Aguárdame.
Aguardó un rato. Las impresiones del sargento le llegaron
de pronto, por golpes, como en una demostración espírita:
––Alistan dos aviones para localizarte. ¿Tienes algo que
comer?
––Sí, las mulas muertas. Esta El Tren…
––Bien, que no se diga nada malo de ti. ¿Te acuerdas
cuando hacías de cuque, en Murra? En la cajilla de repuestos
encontrarás un soplete. Corta un trozo de pierna al tren y dé-
jate de sentimentalismos. Recuerda el lema de tu regimiento:
SERVIDORES HASTA EN LA MUERTE. ¿Se te ofrece algo?
¡Claro hombre, mándame unos mondadientes!
Un rumor arriba. Un sordo ronquido bajaba de las nubes
y se colaba a través del verde palio vegetal. ¡Los aviones!
En vano Pet intentó trepar por la bamboleante pendiente
encaramándose en los árboles vecinos. ¡Qué pequeñito,
qué insignificante que aparece un hombre en la selva! Las
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aves niqueladas volaban bajo para cumplir su misión de
salvamento. Se orientaban al cálculo, tomando como base
los datos que la Estación había enviado horas antes. Nunca
hombre alguno había sentido más de cerca la fuga de su
esperanza… Los vio por un hueco, donde clareaba el cielo
segoviano, teñido de una adorable palidez femenina. Los
vio alejarse hacía el sur, sin una sola vacilación, mientras las
hélices resquebrajaban las nubes, arrancándoles miradas
de motas blanquísimas. Y, otra vez las horas; las lentas horas
tropicales desarrollando su telar invisible. Pocos momentos
más tarde restableció la comunicación.
––¡Jaló!
––¡Hola, Frat! ¿Qué hubo?
––Hoy y siempre será lo mismo. No sirven sino para desesperarme.
Los aviones estuvieron sobre mí, ensayando looping,
como para una revista. Después se marcharon, contentos
del paisaje. ¿Crees que los condecorarán?
Pet intentaba bromear, para mantener a flote su amor
propio. Sus clases de ética militar dictadas por el capitán de
14 Compañía empezaban siempre con esta advertencia: Suceda
lo que suceda, Ud. es un Guardia Nacional, un miembro
del Ejército.
––El hombre de la otra llave procuraba mantenerlo, estimulando
su esperanza. Comprendía la terrible situación de
Pet.
––Los muchachos se preocupan por ti. Ahora están a mi
lado conociendo tus impresiones. Cuando regreses, dicen
que pedirán tu ascenso…
––¿A la horca?
––No frat, te lo mereces. ¿Necesitas reponer alguna prenda
de vestir?
––No te preocupes, dijo él, aceptando la broma. Por ahora
solo deseo oírte más tarde, a las ocho. Procura tenerme
algunas nuevas.
Comunicose a la hora fijada.
––Mañana volarán de nuevo–le avisó el operador–. Reportan
que creyeron localizarte en el vuelo anterior, pero
que cuando bajaron para cerciorarse, los recibieron a tiros.
Algo como una varilla de hielo le midió el espinazo en
toda su longitud. Si tiraban contra los aviones significaba
que los muchachos, pero los otros, andaban cerca y que posiblemente
lo buscaban. Brotole de los poros un sudor helado,
de fiebre.
También le acometió un pánico insufrible. ¿Qué iba a de
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cir? ¿Denunciaría su situación con frases desesperadas? Su
naturaleza de soldado, hecha para las reacciones violentas
en las emboscadas, logró sobrenadar:
––¡Oiga, frat! ¿A qué día estamos?
––A viernes.
––O. K. Hasta mañana. Quiero asistir a la hora femenina
que radia la J. A. B. B. en Barranquilla, Colombia. Buenas noches.
Olga Kiralina, la contralto rusa que cantaba en Barranquilla,
pasó por la pantalla de la noche la caricia de su voz de
terciopelo:
Ay! Cuando en la soledad
un hombre piensa y ama,
más le valiera
quemarse en una llama.
El desayuno fue un triunfo. Carne simple, chamuscada a
la presión con el soplete.
Toda la noche el cielo pasó desgajando cordiales racimos
de agua, de manera que la sed le concedía aquel armisticio.
El sol le encontró con la caña de pescar los peces-notas de la
atmósfera. El consabido:
––¡Jaló, frat!
––¡Buenos días!
––Los aviones ya se levantaron. Bordearán el Coco y repetirán
el raid punto por punto. Ahora sí que tendrás suerte.
––¡Al diablo con mi suerte, sargento! Van corridas cuarenta
y ocho horas. Daría tres meses de mi paga por estar con
Uds., a la noche, en el Casino de los Alistados.
––Eso ya vendrá Pet –habló el sargento desde el otro extremo.
––¿Deseas algo? Aquí tienes un radiograma.
A Pet Gómez, en la montaña.
Hijo, atentos a tu suerte. Que Dios te guarde.
Tu padre.
¡Su padre! Sollozó sobre el aparato, consciente de que no
le vería más; de que ya nunca volvería a verle, con la pipa
entre los dientes y los ojos fijos en el horizonte.
Otra vez la estación interlocutora:
––¿Quieres algo?
––¡Nada! Espero dentro de poco a los aeroplanos y deseo
hacerme ver. ¡Diantre!
Alegrole el sol que prendido en el oriente brillaba como
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una gran gota de vino claro.
––Como en mi casa–contestó él, refiriéndose al “como estas”–.
Pasé despierto parte de la noche; la otra, con los ojos
abiertos. ¡No, nada de miedo! Únicamente cierta aprehensioncita.
––Te digo que antes de dos horas te visitarán los aviones.
Por otra parte, es seguro que hoy establezcan contacto con
las patrullas que marchan rompiendo la jungla.
Casi al mismo tiempo, ahogado por la espesura y la lejanía,
retumbó un golpe. Otro después, más apagado, más
distante, apagado acaso por el viento. Al otro lado del abismo,
¡trabajaban! Le embargó el júbilo. ¡Su liberación! El regreso
a Ocotal. El abrazo regocijado de sus compañeros del
Ejército. Como final, un permiso de treinta días a Managua.
La paz. ¡El reposo en su cuartito de ventanas verdes y los brazos
morenos de Clarita Guevara!
––¡Frat, sargento –gritó desde la llave. Este es mi último
día de destierro. Ya vienen, los oigo trabajar. Por muchos que
sean los obstáculos, estarán aquí mañana!
Los golpes, en efecto, recobraban su ritmo frenético e insistente.
––Informaremos a los pilotos–le repuso el del otro aparato–.
Búscame, cuando el sol caiga de plano.
Nuevamente, una duda espantosa le derritió la médula
¿No serán los otros que se han propuesto cazarlo?
Los golpes siguieron retumbando monótonos, equívocos.
Pero reanimose cuando dos horas más tarde aparecieron
los rápidos scouts del Ejército. Pasaron sobre su cabeza
sin dar señales de haberlo visto, tomando la dirección de
donde parecían venir los golpes. Una angustia fría, definitiva,
aceleró el corazón de Pet. Los hombres misteriosos que
trabajaban en la jungla se acallaron. Ya no le cabía duda. De
nuevo los pilotos pasaron sobre su cabeza, efectuando círculos
y picando donde creían conseguir alguna visión… y
de nuevo se alejaron por las abiertas rutas del espacio, batiendo
la mantequillera de nubes, en el silencio de la mañana,
brillante y mágica.
Entonces los ruidos regresaron insistentes, despiadados.
Eran como el tic tac de un reloj fantástico. Al medio día se
abocó otra vez con la M. E. 7. Esta le esperaba desde hacía
media hora.
––Volaron los aviones –informó Pet desesperado, pero
sehicieron los locos y no me vieron. Es inútil –siguió trasmitiendo
con sequedad–. Que no sigan gastando gasolina y
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que me dejen en paz. ¡Es horrible ver cómo se mueven esos
malditos, mientras yo sigo aquí, enterrado vivo en esta tumba!
Los golpes, más audibles, se metieron en sus escuchadores.
Los carpinteros remachaban los clavos de la caja.
Prosiguió: Desde el amanecer trabajaban a golpes de
machete. No son guardias, puesto que se ocultan de los
aviones. ¡Me van a cazar como a una zorra, sargento!
Cualquiera respuesta hubiera sido embarazosa. La verdad
que Pet exponía era flagrante. El sargento buscó la tangente.
Transmitió: Mensaje para Pet Gómez, en la montaña.
Por los diarios me doy cuenta de su situación. No olvide
Arreglarme antes los tres meses de arrendamiento. Cordial
Simpatía. –(f) Nathaniel Levy
––Asquerosísimo judío, gritó cerrando los puños, ¡vete
para Alemania! ––Sargento –dijo, ya pasado aquel arrebato,
necesito un favor.
––Habla, Pet, pide lo que quieras.
Adivinábase que el sargento estaba conmovido. Aquel
ofrecimiento sin reservas lo demostraba enseguida.
––Es algo fuera de rutina –él estaba trasmitiendo angustiosamente.
¿Es posible que me atienda la Central de Managua?
––Pues, claro…
––¿Y conversar allí… con alguien? A la derecha de donde
trasmite está mi catre. ¿Lo ve? Descorra la toalla, en la cabecera.
Bien. Un retrato. Ella es Clarita Guevara, de quien deseo
despedirme. Si acceden, ella no vacilará en llegar. Deseo que
esta súplica se la trasmita directamente al General.
¡El General! Lo había visto una líquida vez cuando en ocasión
de haber estallado un depósito de pólvora, el Jefe del
Ejército había visitado a los heridos, en el Hospital Militar.
Lo había visto sentarse en el mismo catre del Sargento Canales,
que mugía de dolor con un charnel en el glúteo. Los
ácidos, el corrosivo de los antisépticos, como que disolvían
en aquella sala las divisorias jerárquicas. El viejo, así lo llaman
los soldados a espaldas de los oficiales, por supuesto.
Encerraba esta palabra, acaso irreverente, un sincero fondo
de pleitesía filial.
––¿Crees que lograré, frat?
––Vamos a luchar, repórtate a las tres.
Esperó. Dominado por una dulce lasitud dobló la cabeza,
y cerrando los ojos para que la evocación no se fugara por
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las rendijas de los párpados, comenzó a bordar el primor de
un recuerdo:
Reía Mayo. Abrían los parques sus bazares de rosas y en
el bouquet de las vitrinas sonreían los últimos disparates de
la moda, con esa fecundidad total con que se inauguran las
primaveras del mundo. Pet había conocido a Clarita Guevara
en el Café Chino de José Lí, el oriental que también sabía
combinar el matiz de las rosas y cultivaba en su parque, bajo
túneles de hojas doradas, el milagro de los rosales enanos.
Intimaron al amor de las bebidas que se ofrecían en minúsculas
tacitas de bambú. Eran buenos tiempos económicos
de la pre inflación. Delicioso pasado aquel, donde florecía
el cenáculo de la bohemia del alba. Amalgama de poetas
y pintores todos olvidados del presente y urgidos de porvenir.
Era Clarita generalmente quien iniciaba la cosa:
––¡Menta!
Luis Arce: ¡Whisky!
José Francisco: ¡Gin!
Rim: ¡Ron!
––He aquí una antología alcohólica, apuntaba Pet. Y luego
él:
––Aguardiente, José!
Llenábanse las mesitas de rosas de vidrio. Él, mirando a
Clarita sorber la menta verde, experimentaba un delicioso
malestar. La quería verdaderamente. Bajo el casquito de
seda negra, su pelo dorado fulguraba a la luz de los farolillos
del Japón. Pet le quemaba en silencio, como si fuera una estatuilla
milagrosa, el incensario de sus cigarrillos. A Clarita le
encantaba el modo de sus galanterías ultraístas. En efecto,
Pet le había escrito un madrigal desconcertante:
Tus ojos, gotas de pus,
Tus ojos de azul, azul!...
Por eso ella había querido apresurar los acontecimientos
y poner, en la ¨i¨ de su vida, la tilde rosada que le faltaba.
Aquello llegó en breve. Doraba el sol la carne morena
de la playa y sobre el lago, que tenía ojeras de horizonte, se
fugaban raudas las velas. Acercó sus labios hasta el caracol
transparente de la oreja de ella. Expresó sus sentimientos
con las mismas palabras que lo han hecho generaciones que
se pierden en la noche de los siglos. Y se las dijo simplemente,
por lo que el amor lleva en sí de ángel y de bestia:
––Clarita, yo te quiero…
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––Yo también, Pet. ¿Y por qué no me lo habías dicho?
––Porque los anteojos me lo impedían. A través de los
vidrios, el deseo como que se desgasta. Ahora, sin lente, me
siento más sincero.
Dieron el gran paso sin teatralidades. Fue en el propio
cuarto de Pet. Elaboraba su fina tela liquida la llovizna de noviembre.
De la tierra, repentinamente poseída por el chaparrón,
se izaba un vibrante vapor genésico, delicado y brutal.
La perspectiva era oportuna:
Mirar desde la ventana, el agua corriente de las alcantarillas
alejándose entre los recodos…
Abandonar su vida, a la deriva, obediente a las disciplinas
del porvenir, sin brújula por los caminos del mundo…
Contemplarse, ella misma –barquichuelo de papel tirado
aguas abajo–, en un arrebato de egoísmo.
¡El amor… el amor!
Recordaba Pet a su compañera de cuarto, a la adorable
bebedora de menta del Café de José Lí, caminando a la vera
de los jalacates, entre los lirios de los platanillos y sonriéndole
desde el kiosko oscilante de su parasol florido.
Clarita, Clarita, suspiró con las manos extendidas.
Una nota bien conocida por él, cantó en el nido de sus
escuchadores. Avanzaba en el espacio la vibración del pensamiento
de Clarita; la plegaria más íntima de su corazón
doloroso.
––Aquí, Clarita Guevara. Se le conceden diez minutos.
El no quiso recargar el drama. Dijo su salutación en la forma
más natural del mundo.
––Amor, ¿cómo estás?
Pero había una lágrima en sus ojos hundidos y su trasmisión
era vacilante, mala.
––Sufro mucho, Pet. Anoche estuve con mi tía en la Gruta
de Santa Teresita. Rezamos por ti:
––¿Y el Café Chino?
Ella se lamentó al otro lado del espacio.
––Pet, por favor, ¿cómo puedes suponerlo? Estaba en la
oficina cuando me di cuenta por los diarios. Los de la mañana
aseguran que te rescatarán como a los aviadores que cayeron.
Mi tía está que es un manojo de nervios; cree que tú
estás rodeado de sandinistas; pero el General le ha probado
lo contrario, con unos mapas en la mano…
Dejose oír, con claridad que lo hizo estremecer. El golpe
recio y cercano de machetes que abaten la selva. Pet palideció
radicalmente. Sentíase como un autopsiado, sin miem
Narraciones / Manolo Cuadra
135
bros, sin corazón. Hubiera dudado de que existía, a no ser
que una de las chapas metálicas del aparato reflejaba su cetrino
rostro, hirsuto y desencajado.
––¡Si! Claro que me libertarán como a los aviadores que
cayeron, contestó repitiendo idiotamente la esperanza de la
muchacha.
Ya no tenía control. Obedecía a las más absurdas reacciones.
––¿Y vendrás enseguida?
––Pues claro. ¡Me merezco un gran descanso!
––Ayer estuvo a verme Nathaniel, el de la casa…y me habló
algo sobre el rezago.
Voces. Voces ferozmente alegres, llenas de sangre, hediondas
a excremento, saturadas de júbilo maligno llegaron
hasta su tumba. ¡Ah! Él juraba por los manes de sus antepasados
que ni los hombres que pronto lo tendrían en sus manos
le inspiraban un asco tan acabado como ese Nathaniel,
el perro semita. Llegaba a romperle el tiquet de tranquilidad
que había adquirido para su viaje sin retorno.
Golpeó la llave en un último y salvaje alarde de ironía.
––¿Nathaniel? ¡Que espere! Si vuelve, entrégale de mi armario
“MI LUCHA”, de Hitler. Será suficiente.
––Pet, ¿qué quieres que prepare a tu regreso?
Él movió la cabeza. A sus espaldas las ramas se desgajaban.Una
turba de pájaros salvajes huyó espantada. Lluvia
de coleópteros polícromos abandonaron la corola de las orquídeas.
Un cuervo augural cruzó los cielos. Los machetes
desgarraban la entraña vegetal y el ruido le impedía oír.
––Cómprate un traje azul, igual al que llevabas aquella
mañana en que el agua caía, y tú eras como un barquichuelo
de papel.
––¿Qué dices?
––Dije algo; pero ya no digo nada, trasmitió Pet, que cobraba
poco a poco la lucidez de la muerte.
Iban a despedirse. El poema al borde de la tumba se cortaba
con un punto final. Los machetes trabajaban, frenéticos.
Una lluvia de hojas doradas, hojas amarillas, hojas grises,
aureolóla cabeza de Pedro.
––Bravo–transmitió, aparentando alegría–, ya los hombres
están aquí, cerca, muy cerca. ¡Voy a prepararme, Clarita!
––Adiós, amor. Yo te espero…
La nota se retiró. El diapasón huyó por el brumoso cielo
segoviano y el único hilo que lo ataba a él con la existencia
desapareció para no volver.
Música en la soledad
136
––Música en la soledad, pensó abriendo el switch.
Un boquete fue abierto a pocos metros, en lo más espeso
de la jungla. Como en una fantástica representación teatral,
por el agujero dejó verse un rostro barbudo, iluminado por
dos ojillos que se reían maligna, silenciosamente. El recién
llegado levantó su rifle y apuntó, cerrando una de sus pupilas
de víbora.
Pet Gómez intuyo lo que pasaba. Sintió la mirada del enemigo
que se le clavaba ardiente, viscosa, fría, en las espaldas.
Se acordó del cuartito de ventanas verdes, donde ella le
había dado amor una mañana de lluvia…
El disparo que le perforó los pulmones no le arrancó un
solo movimiento. Pero sonreía.
Bajo la emoción que le ceñía el pecho, todo, hasta la
Muerte, le parecía el principio de un ensueño muy dulce.
Quilalí, Nueva Segovia, 1933.
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