jueves, 15 de febrero de 2018

LA VIRGEN NO TIENE CARA Ramón Díaz Sánchez. Cuento Completo


LA VIRGEN' NO TIENE CARA


Ramón Díaz Sánchez. 


Si le hubiesen preguntado qué extraño placer hallaba en pasarse las horas en lo alto de aquella tapia, escondido entre las ramas del viejo níspero, se habría limitado a sonreír con sus gruesos labios de cirue­la y sus blanquísimos dientes de carnicero.
—¡Ah negro flojo y lambío! Y que pintando... Como si no se viera el pellejo.
Pero desde aquella altura podía él ver lo que los demás no veían: todo el multicolor panorama de su mundo. A un lado el solar que lla­maban grande, con su arboleda de mangos, mamones, guayabos y nísperos, de pomagás y manzanos cargados de rojas pomas; al otro, formando un fragante zócalo a la mansión de los amos, el jardín apretado de rosas blancas, rojas y amarillas, de hortensias azules, de geranios rosados y de jazmines y nardos. Y a sus pies, solución de melancolía entre la llama de los colores, el patio de los esclavos abo­nado de calladas negruras, con su granado solitario y su monótono surtidor. Pero aún podía ver más allá; por el norte el cerro, por el sur el valle, las lomas, los riachuelos y los caserones de barro con sus gruesas columnas, sus escudos y sus leones rampantes. Y más allá todavía: diseminadas por todas partes, entre la lujuriosa pleamar de verdura, las minúsculas chozas donde una plebe inquieta elaboraba la síntesis de sus colores. Era un universo disperso, restallante de luz, exasperado por la sinfonía de todos los verdes.
Allí había crecido él, a la sombra del níspero, maravillosamente solo en medio de la multitud, con sus emociones y aquellas ideas que a los demás parecíanles tan chocantes. Ahora contaba veinte años y la vida que le rodeaba -cielo, ríos, árboles, hombres- antojá- basele una creación de la tierra para deleite exclusivo de su espíritu.


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Sólo volvía de su abstracción cuando la voz de las mujeres del patio iba a perseguirle hasta su escondrijo:
—-Juan, bájate de ahí: ven a hacer los mandados.
—Grandísimo zángano*, ya es hora de barrer allá dentro. Entonces bajaba, pero antes se lo hacía repetir muchas veces. A su abuela Jacinta la obedecía porque era tierna con él y erudita en historias de todas clases que contaba de noche en el penumbroso patio. A Florinda, su hermana, porque era mulata y servía de cama­rera allá dentro y podía venderlo en cualquier paso de luna, lo que más le emocionaba en la sombra de su mirador, alejado de las emanaciones y de la voces de abajo, era el atardecer, esa hora inmóvil entre dos luces, cuando la brisa se queda quieta como para pintarla y en el aire flota un gran suspiro de paz Y lo que más le entristecía era el canto de los negros más viejos, un son .gutural, sin palabras y sin fin, ondulante y grave como el viento nocturno: Aaah... uuuh... aaah
La vida de Juan, su espíritu y su carne, ardía en el color de las cosas. Y desde que el manumiso Dionisio le había regalado unos delgados trozos de tabla y unas pinturas de aceite, todo el tiempo se le diluía en la embriaguez de pintar. Cuando chico, armado con una punta de carbón de leña, iba por todas partes llenando los pisos y las paredes de monigotes negros. Ahora que tiene pinturas y pinceles se refugia en lo alto del muro para huir de las miradas curiosas y sobre todo de la malévola persecución del mulato Lorenzo, un mandinga colorado que se burla de él al mismo tiempo que le arrastra el ala a su hermana.
Hecho que Juan no logra explicarse es por qué los amos han deja­do a Lorenzo en su casa de la ciudad en vez de devolverlo a la hacienda de Panaquire amarrado con una soga. A otro, por menos, le hubiesen puesto en el cepo o le habrían tasajeado los lomos con un rejo. «¡Mueran los blancos ladrones!» -había vociferado Lorenzo en plena Plaza Mayor- «¡Fuera la Compañía! ¡Viva el Capitán León!*. Y Juan le había oído porque aquél fue día de mandados y él se encontraba en la Plaza cuando desembocó allí la avalancha. ¡Santo cielo! ¿De dónde salían todos aquellos seres frenéticos, negros, mulatos, zambos que irrumpían en oleadas por la esquina de la Torre y se represaban frente a la Iglesia? Jamás en su vida había ima­ginado que hubiese tantos. Eran miles y miles y se extendían como



hachaquera alborotada desde el Convento de las Monjas Concepcio­nes hasta más allá de la Candelaria. Los blancos que les miraban estaban pálidos como la sal. Y mientras el caudillo, que era blanco también, parlamentaba con el Gobernador y el Obispo, el alma de Juan fue bruscamente violada por unas palabras que no había oído antes y cuyo significado desconocía: «¡Viva el pueblo! ¡Viva la Patria! ¡Queremos justicia para todos!»
Después de aquel día tuvo Juan oportunidad de ver a sus propios amos temblando de miedo y al mulato Lorenzo rebozante de un júbilo agresivo y provocador. «No se imaginan estos mantuanos lo que les viene», le oyó decir. Y se había quedado allí, en la casa de la ciudad, como un conquistador, arrogante y eufórico cual si todo el poder de aquel pueblo fuese propiedad suya, fuerza exclusiva de su pasión. Su presencia había venido a turbar la vieja paz arropada de sombras y desde entonces los hombres y las mujeres del patio vivie­ron sobresaltados por misteriosas inquietudes.
Por el propio Lorenzo supo Juan que algunos blancos apoyaban las demandas del pueblo y que habían ofrecido oro al Capitán León, pero al mismo tiempo le oyó mofarse de ellos. No, eso no era bas­tante. Había que degollarlos a todos.
—Pero, ¿degollarlos por qué? -le preguntó Juan espantado-. Y después que los blancos estén sin cabeza ¿qué van a hacer?
—Pues mataremos a los negros también. Y venderemos los cueros.
Sí, lo harían, porque si algo hay que odie un mulato en el mundo es a un negro. El atribulado Juan no se explicaba la causa, pero sabía que ello era así y temblaba al oír la risa de Lorenzo. Y pensar que su hermana se dejaba sobar por el mulato como una despreciable coqueta. ¿Por qué era mulata su hermana si él era negro? ¿De dónde le venía aquel tinte violeta semejante al del cerro al atardecer y aque­llas pupilas doradas?
No era, sin embargo, Lorenzo el único ser exasperado por el torrente que desatara el Capitán León sobre la ciudad, No eran sola­mente los mulatos, los tercerones y cuarterones siempre animados de demoníacas ansias, sino hasta los calmosos isleños que traían de sus huertas de Ñaraulí sus burros cargados de pollos y de legumbres. Algo muy hondo cambiaba en el espíritu de toda esa plebe multico­lor, maloliente e inquieta que se ensuciaba en los corrales urbanos y


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fermentaba entre las moscas de la Plaza Mayor. El Capitán León, que era isleño también, había regresado con sus hijos a sus tierras de Caucagua, los esclavos de las haciendas volvieron a los cacaotales de Capaya, Panaquire y Guatire, pero a pesar del espíritu conciliador del nuevo Gobernador, la agitación subsistía. Caracas estaba estre­nando miradas y palabras desconocidas, un fuego nuevo que cal­deaba su alma y que no se apagaría ya más.
Pero aquel fuego no había logrado penetrar en el corazón de Juan, cuyo horizonte siguió rigiéndose desde el paralelo de su viejo níspero. En lo alto del muro continuó él pintando sus flores menuda­mente detalladas, pétalo por pétalo, hoja por hoja, espina por espina y las verdes praderas y los árboles que se le antojaban seres de cabe­llera s desmelenadas y los riachuelos que corrían por la tierra como las venas por el cuerpo de un gigante dormido.
—Oye, Lorenzo, no me pongas apodos. ¿Por qué me llamas Juan Soledá?
—Porque te me pareces mucho a la Virgen que está en San Francisco.
—¡A la Virgen! ¿En qué me parezco a la Virgen?
—Debe ser en lo bonito que eres o quizá por el color o porque te la pasas encaramao como un mono, allárriba.
—Yo sé que soy feo pero no me meto con nadie.
La verdad es que él quisiera no serlo, pero ¿qué le importa a Lorenzo lo que él siente por dentro? Al mulato le bastará saber que el sobrenombre le escuece por ir pregonándolo por todas partes y para hacer que todo el mundo, incluso su hermana y su abuela, aca­ben por llamarle Juan Soledá. Pero su abuela es también negra y qui­zá por esto es la única que le comprende y le quiere. ¿Qué sería de él -se pregunta Juan estremecido hasta los tuétanos- si la vieja se le muriese y le dejara solo a merced de Lorenzo y de Florinda y de todos los mulatos llenos de odio?
Su abuela ha envejecido allí y los tiesos ricitos de su cabeza se han puesto grises bajo el pañuelo colorado como si sobre ella hubiesen llovido cenizas. Quizá por su edad, acaso por las oraciones que sabe para curar toda clase de daños, los demás han aprendido a respetar­la. Así cuando Juan pinta sus flores o talla con la navaja los marcos para sus tablillas, siéntese confortado por una misteriosa sensación de confianza, como si una invisible raíz de su ser bajara a lo largo de



la tapia y se extendiera por el suelo hasta soldarse con la negra figura que cabecea al lado del surtidor, Su abuela ha sido la comadrona y la amortajadora de muchas generaciones de esclavos y hasta los amos la miran de un modo distinto porque a casi todos ellos los cargó en sus brazos cuando todavía no sabían distinguir entre lo blanco y lo negro. Una de las señoras, muerta hace muchos años, le regaló el butacón de cuero claveteado donde se sienta; otra le dio la alta cama de cedro tallado en la que duerme; otra, en fin, el atormentado Cru­cifijo cuya amarillez parece sangrar en la galería de las mujeres a la luz de las candelas de sebo. La señora actual, tan singular en sus maneras suele enviarle con Florinda ropas que ya no usa y que la anciana recose para repartirlas a su vez entre las otras siervas.
¿Cuántos años cuenta su abuela? Ni los más viejos de los esclavos saben decirlo. Quizá sea inmortal como se cuenta de algunas aves. Lo cierto es que ella, que tantas cosas sabe, refiere de noche estre- mecedoras historias de aparecidos y diablos o melancólicos recuer­dos de cuando los negros tenían sus reyes, sus príncipes y sus obispos.
—Esto -dice- era cuando Mandinga andaba suelto por esos mun­dos. Pero a Mandinga lo regañó Dios porque estaba alzado en el cie­lo y como no le hizo caso entonces Dios lo botó del cielo y los negros perdieron su poder sobre la tierra.
Dios, el diablo, el cielo y el infierno... ¿Cómo compaginar estas cosas? Algunos decían que su abuela era hechicera y hacía ensal­mos, pero él no podía creerlo pues todas las noches la veía rezar arrodillada ante el Crucifijo.
—Pero, abuela -le preguntó otra vez- ¿qué culpa tienen los negros de lo que hiciera Mandinga en el cielo?
—¿Y yo qué sé? -fue la evasiva respuesta.
—¿Y los negros no volverán a tener poder sobre la tierra?
—¡Qué se yo, muchacho!
—Abuela -insistió Juan que era terco en sus ideas-; dicen que cuando la gente se muere unos van al cielo y otros al infierno. ¿Es verdá eso?
—Así dicen...
—¿Y un negro puede ir al cielo o todos tenemos que ir al infierno?
Toda la ternura de que era capaz el corazón de Juan Soledá se volcaba así en el halda de su abuela Jacinta. Sus manos acariciaban


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con levedad las temblorosas rodillas de la anciana y su cabeza des­nuda descansaba allí hasta la hora de ir a dormir. Otras veces sus preguntas eran menos sombrías, pero no menos desconcertantes:
—Abuela, ¿por qué si todo es tan lindo y tan alegre, la gente es tan triste? Fíjate, abuela, en el campo, en el río y el cielo. . Nada de eso es malo, ¿verdá? Uno se mete entre las matas, coge las frutas y se las come, se baña, camina y se siente contento; pero de pronto se encuentra uno con otra persona y en seguida le entra miedo de que le vaya a hacer algún daño. ¿Por qué? Fíjate, por ejemplo, allá dentro: todo es bonito y limpio y da gusto -la luz que se mete por las venta­nas, las cortinas, los cuadros y ese olor de albahaca y de romero- pero llega el amo y en seguida toditos nos ponemos a temblar, hasta la misma señora que tú sabes como es. ¿Por qué tiene que ser así, abuela?
Los cuadros que viera en la sala de la mansión producíanle, en particular, hondas y torturantes cavilaciones. Eran sin duda hermo­sos, algunos impresionantes, mas en el ambiente de todos ellos flo­taba una tristeza que oscurecía el valor de los más bellos colores. Imágenes atormentadas de santos, retratos de hombres y mujeres de rostros adustos, bocas endurecidas y ojos amenazadores, fondos lúgubres donde la luz parecía martirizada por el contacto del rojo y el azul de los trajes. ¿Por qué los pintores no pintaban la alegría del cielo, la luminosidad de los prados y el transparente color de las aguas al amanecer? Pero su abuela, que no comprendía estas cosas, solía llamarle a la reflexión:
-—Juan Soledá, hijo, ya tú eres un hombre. Mira que por estar pen­sando en esas cosas tan raras todos se fijan en ti y te ponen nombres. ¿Qué harías, tu, mijito, si te llevaran para la hacienda y te pusieran a coger cacao o te embarcaran en uno de los botes del amo?
Naturalmente fue a su abuela a quien formuló la pregunta: ¿por qué le llamaba Lorenzo Juan Soledá? ¿Cuál era esa Virgen de San Francisco a la que le comparaba, por burla, el mulato?
La andana refirió la historia. Años atrás existió una señora muy rica que poseía una gran hacienda de cacao a mil varas encima del mar, en la cumbre que mientan de Naiguatá. Como la dama era muy piadosa, su marido le ofreció regalarle una copia de la famosa Vir­gen de la Soledad que se conservaba en España. Pero hete allí que cuando la imagen venía en camino el navio que la traía naufragó en


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medio del mar y todo su cargamento se perdió entre las olas. Pasa­ron meses y un día en que unos esclavos recorrían la playa, hallaron sobre la arena una gran caja de madera que ostentaba el nombre de su ama. Era la Virgen, la misma hermosa Virgen que traía el navio de España para la señora. ¡Milagro! exclamó ésta'transportada de gozo. ¡Milagro! ¡Milagro! repitieron a coro los siervos en el colmo de la ale­gría. ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro! resonaron los ecos a lo largo de las tierras y de las aguas. Desde entonces aquella Virgen, que era tan alta como una persona de carne y hueso, adquirió tanta fama que compitió con la propia patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Copacabana. Otra noble dama le hizo la ofrenda de sus cabellos y el pueblo entero desfiló ante Ella implorando su protección: «Madre de los dolores, Consuelo de los desamparados, cura nuestras dolencias y vela por las haciendas y por los buques que transportan el cacao para España».
Fue tal la impresión que el relato de la abuela produjo en Juan Soledá que éste quiso conocer por sus propios ojos a la magnífica imagen. Un día de mandados, cuando el pueblo bullía bajo el sol en el fermentadero de la Plaza, metióse él en el templo y en medio de la penumbra vio temblar las lanzas de los velones, el rojo y el oro de los altares, ios santos, las flores y los chorrerones de cera que se adherían a los candelabros como una purulencia sagrada. «Si hubie­se una gran lluvia -pensó mientras procuraba serenar su espíritu- y las aguas cubrieran los campos hasta tocar el cielo, todo se vería así como yo veo estas cosas: con esta misma quietud, en medio de este mismo silencio». Y así vieron sus ojos a la Virgen, inconfundible e imponente en su actitud de ruego, arrodillada en medio del terrible esplendor de las aguas divinas, con las manos entrelazadas y los ojos llorosos. Era grande y bella y su ropaje de terciopelo negro rodeába­la de una profunda severidad. En el pecho y en los amplios vuelos del manto, guirnaldas bordadas con hilo de oro formaban complica­dos ramajes. La toca blanca, de finísimo encaje, acentuaba la palidez de aquel rostro surcado de lágrimas y sobre la cabeza, cubierta por el pesado capuz, una gran aureola dorada resplandecía corno un monstruo celeste, sol y luna a un tiempo, rematado en menudas estrellas. Alto, profuso, lleno de retorcidas volutas y sostenido por cuatro columnas barrocas, el retablo era también dorado y relucía cual si en él se concentrase toda la luz de los cirios y de las lámparas.


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Así, dorados al fuego con laminilla, tallados como aquellos volup­tuosos festones, hubiese deseado Juan ios marcos de sus pinturas. Algo de esto había visto ya en sueños. Y luego ese rostro blanco tor­turado por el dolor, y esas manos entretejidas en la angustia de la plegaría. ¿A quién le recordaba esa cara? ¿A su ama quizá? ¡Quién sabe! Su ama era bella pero en sus ojos, que a veces mostrábanse pensativos y soñadores, brillaba a veces una luz cruel y una dureza que daba miedo.
—¡Pero, Señor! ¿Por qué le llamaba Lorenzo Juan Soledá?
Blancos como la leche de las vacas del amo, terso y jugoso como los pétalos de los jazmines, así sería el rostro que Juan Soledá se pro­puso pintar después de haber visto a la Virgen. Rodearía el cuadro de un marco de guirnaldas talladas por su propia mano y el sol apa­recería en el fondo como una gran dalia encendida sobre la cabeza del ama, bañando de fuego su blancura impoluta. En contraste con la mantilla de punto negro las ramas de los granados mostrarían sus frutos como menudas lámparas de cobre y en cada joya el reflejo de la luz recordaría el color de las pitahayas y los cundiamores de la sabana. Sin embargo, no comprendía él mismo por qué pensaba en el ama si su idea era pintar a la Virgen ni por qué quería pintar a la Virgen si tanto le mortificaban las burlas del mulato Lorenzo. Todas estas cavilaciones desazonaban su espíritu y hubo un momento en que su corazón fue mordido por una llama de rebeldía. «¡Y bien! -gri­tó una voz colérica en su interior- ¿qué pasaría, pobre diablo, si pin­taras una Virgen negra?» Pero ¡no! Desvariaba. Una Virgen negra sería una sola mancha tenebrosa a cuyos lados la dalia y los granados evo­carían el hórrido colorido de aquel infierno donde Dios arrojó a Mandinga, en castigo de su soberbia. La pintaría blanca, porque no podía ser de otro modo, porque Dios en su infinita sabiduría dispuso que todo lo bello, todo lo luminoso fuese blanco, y dio a los negros bastante resignación para no molestarse por ello.
Muy temprano tenía que levantarse ahora todos los días para ira pintar donde Lorenzo no pudiera espiarle. Escondido entre los árbo­les de la quebrada, arrullada por el crujir de los bambúes y por la serena voz del agua, veía surgir al conjuro de su memoria la majes­tuosa figura orante, su solemne veste negra con los bordados de oro, la cándida toca de encajes y la aureola de rayos lunares; y su tosco pincel temblaba de emoción, al redondear las piedras de colores


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que tanto le fascinaban: los rubíes, los topacios, las esmeraldas y las amatistas incrustados en el corazón de las pequeñas estrellas. El ros* tro no era todavía sino una nebulosa ideal, una mancha lechosa en cuya coloración invirtió largos días de ensayos. Los ojos, la nariz y la boca quedarían para el final, cuando de su corazón desapareciera la duda que lo intimidaba y que se aferraba a su cerebro entre angus­tiosos interrogantes: «¿A quién quiero pintar en realidad, a la Virgen o a la señora?»
Pero a pesar de sus precauciones, no pudo evitar que Lorenzo descubriera su secreto. Un día, cuando regresaba de la quebrada con su tablilla y sus pinceles, se lo encontró en medio del camino saltando como un demonio colorado.
—¡Ajá! Ya sé que estás pintando a la Virgen. Déjame verla.
Tuvo que correr como un chivo por entre el monte para evitar que aquel diablo le diera alcance, y por la noche, cuando oyó cantar a los otros siervos, supo que le habían inventado unos versos:
Juan Soledá cabeza de clavo bemba colorá.
Pero así y todo, estaba contento. Más aún, sentíase gozoso. Que su negra mano hubiese podido plasmar la opulenta imagen, la negra mantilla sobre el claro fondo de la mañana y aquellos dedos rosa* dos, finos y entrecruzados, cuyas uñas brillaban como pequeños diamantes. El paisaje, pensaba entonces, con su fertilidad, es bueno para traducir la alegría de un corazón sin zozobras y de un espíritu sin preguntas torturadoras; pero para expresar el dolor, la angustia y la soledad hay que dirigir la mirada a los humanos. Quízás así se ex* plicara por qué entre los muchos cuadros de la mansión de ios amos no hubiese visto él un solo paisaje, sino ojos severos, duros, interro­gantes, y manos, numerosas manos blancas que hablaban un miste­rioso lenguaje, unas quietas y tristes como palomas heridas, fornidas y rudas otras, como gavilanes en acecho.
Aquella tarde se hallaba barriendo allá dentro, envuelto en el pol­vo que brotaba de las alfombras, cuando oyó una voz de mujer que pronunciaba su nombre.
—Juan Soledad, me ha contado Florínda que estás pintando a la Virgen. ¿Cuándo me muestras tu cuadro?



Era el ama que en ese momento, al despertar de la «esta, vestía una amplia bata de seda azul con cintas y encayes y ttevaba la cabe­llera suelta a la espalda. Así, sin aliños m embozos, aparetía ante d como milagro de la luz de la tarde.
¿Quieres pintarme a mí?
Juan Soledad quedó confundido, la escoba entre las mam» tem­blorosas y los dientes descubiertos por una blanca brecha de miedo «¿Cómo debo responderle?*, preguntóse su corazón pobfaco srm- pre de interrogaciones. «Con toda el alma*. Pero el gozoso pavor que le embargaba no dejó salir las palabras a través de sus labó».
—¿Es que te parezco fea, Juan Soledad?
«¡Por Dios, mi ama!-, le hubiese gritado entonces, cayendo a sus pies de rodillas. Pero apenas logró balancear la cabeza.
—Mañana, cuando vuelvas -4e ordenó entonces la dama— tráeme tu cuadro para verlo. -Y se pendió en los corredores envuelta en d halo de oro que le formaba el sol de la tarde.
Juan salió corriendo de allí y fue a hundir su cuerpo en d pozo más hondo de la quebrada, donde ceñido por los cúcuks dd agua se convenció de que sus miembros eran fuertes y dánicos y que su corazón palpitaba como cuando oía en la penumbra dd patío los cuentos de príncipes que le contaba su abuela. Pero aquella misma noche, al reclinar su cabeza en las nodülas de la anciana, ésta le dijo muy quedamente:
—Ten cuidado, Juan Soiedá: mírale el pellejo y no te olvides de que ellos son blancos y se entienden.
¡El pellejo! Siempre la misma obsesión, la misma palabra hiriente como espada en puño de blanco. ¿Y lo de adentro, lo que está detrás dei pellejo, no vale nada? ¡Bah! No haría caso. Su corazón estaba henchido por un ansia febril que le estremecía la impaciencia. Echa­do en su cobija, los puños bajo la mica, aquella noche contó las ho­ras en el reloj del mochuelo y en la diana del gallo. Y a la mañana siguiente, cuando el sol galopaba en lo ateo dd délo, corrió a mos­trar su cuadro a la señora. ¿Qué sería de su vida si ella se lo devolvie­ra con un mohín de desprecio? Pero no, lejos de eso los ojos de la dama se iluminaron:
I —¿Lo has pintado tú mismo, Juan Soledad? Pero ¿por qué no le pintas la cara? ¿Y esa mantilla de punto? La Virgen no tiene mantilla, sino manto. ¿Quieres ponerle mi cara?



¡Su cara! ¡Dios poderoso! ¿Cómo haría él, mísera larva del arte, para aprisionar la cambiante luz de aquellas pupilas y la sonrisa de aquella boca que a veces era dulce como un panal y amarga a veces y amarilla como la flor de la retama?
—¿Es que no te atreves? -le preguntó ella- ¿o que no te ñace pin­tarme?
Entonces el corazón de Juan se desbordó colmado por el torrente de la ansiedad:
—¿Y si no me sale, mi ama? ¿Y sí me sale fea?
—No tengas miedo: ensayaremos primero.
Esto que le ocurre a Juan Soledá es como un sueño largo y hechi­zado. Por los mediodías, apenas la sombra de los mangos comienza a caer sobre los volados balcones de la mansión, traspone él el jar­dín y penetra en su nuevo mundo de luces maravillosas. Sentada en una silla de alto y recto respaldo, la dama deja resbalar la cascada de sus cabellos y se envuelve en ellos como la Virgen en su capuz. Y él, fascinado por su belleza, paladea el misterio de la blancura.
Ambos guardan largos silencios, pero el ama suele romperlo a ve­ces con algunas palabras que suenan en los oídos de Juan como las campanillas de las iglesias. ¡Y qué rara es el ama! A poco de estar allí le ha hecho quitarse la blusa. ¿Será que le gusta verle el color?
Pero de repente la impaciencia se vuelve amargura en el alma de Juan Soledá. Ya no viene por las noches a recostar su cabeza en las rodillas de su abuela y sus labios de ciruela no formulan las ingenuas preguntas de antes. Algo terrible, algo que quiere guardar en su co­razón, debe haber descubierto en el universo donde acaba de entrar.
Y una noche en que la anciana se encuentra sola en la galería, acostada en su gran cama de cedro, se presenta él y se arroja a su lado. La negra mano de la vieja se posa sobre su cabeza.
—Ya sabía yo que algo te estaba pasando. ¿No te lo decía, Juan Soledá?
—Pero, ¿por qué es así, abuela? Yo creía que era santa cómala Virgen,
—¿Qué te ha hecho?
—No la comprendo: unas veces me pasa la mano por el cuerpo, como tú, con cariño; otras, me pega con su látigo de cuero. Mira cómo me ha puesto.


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Rápidamente se despoja de la blusa de lienzo y muestra a su abuela los cardenales que cruzan como guirnaldas sus espaldas y sus brazos.
—¡Cielo bendito! -exclama la andana-. Es mala, yo lo sabía. ¡Nunca ha rezado junto con sus esclavos como hacían su abuela y su madre! ¡Qué mala hora, Juan Soledá!
Inesperadamente, una de aquellas tardes llegó Florinda corrien­do y jadeando:
—No vayas; te manda a decir ella que no vayas porque el amo acaba de llegar de la hacienda.
¡El amo! Viejo déspota de bigotes hirsutos que podría ser el padre de la señora y que sólo sabe del oro lo que le cuentan sus peluconas. ¡Qué mala hora! Ya no podrá verla sino desde el patio de los escla­vos, cuando el viejo terrible consienta en acompañarla al balcón. Los negros y los mulatos se reirán de él, los días se volverán oscuros y como ya el mirador del níspero no tiene secretos que confiarle, su alma vagará por entre las sombras, perseguida por la imagen blanca de la señora.
Y ahora es Lorenzo quien hace brincar en el patio la pelotita de aquellos versos:
Juan Soledá cabeza de clavo bemba colora.
—¿Por qué no haces tus pinceles con pelo de gato? -le pregunta Lorenzo.
—Mejor es que me dejes tranquilo -le previene Juan Soledá.
—Los pelos de gato dan suerte -insiste el otro- y tú vas a tener que andar muchas leguas si quieres acabar de pintarle la cara a tu blanca.
¿Andar muchas leguas? ¿Qué quiere decir el condenado mulato? Antes que Lorenzo pueda evitarlos, los enormes brazos de Juan se alargan hacia él y le aprietan el pescuezo con ambas manos.
¡Y él que creía aquellos dedos sólo capaces de mover los pinceles! r’’-—¡Suéltame!
| —¡Explícate!
f —Sí, pero aflójame que me ahogas.


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¿Es que no se ha enterado de que el amo se lleva a la señora a la hacienda porque las cosas se van a poner feas en la ciudad? ¿No sabe acaso que ha llegado un nuevo Gobernador y que están poniendo presas a muchas personas por el mismo asunto del Capitán León? No, Juan no lo sabe ni le importa. ¡El Capitán León! ¡Los blancos! ¡La Patria! ¿Qué es la Patria? ¿Una Virgen, una canción, el paisaje del cie­lo y los árboles y los ríos, o quizá los verdugones que ha dejado en sus espaldas el látigo de la señora?
-—Yo me voy —le confiesa Lorenzo, rencoroso y burlón-. Me voy con los hombres, porque aquí no van a quedar más que las mujeres.
—¿Te vas para dónde?
—Para donde está la gente del Capitán.
—¿No queda la hacienda por esos lados?
y-—Por allá queda; ¿pero a ti qué te importa?
De madrugada, a la hora en que Venus hace sus guiños más ruti­lantes, deslizóse Juan Soledá en la galería de las mujeres. Unas dor­mían en el duro suelo, sobre mantas raídas, otras en desvencijadas yacijas. Flotaba un olor de cubil, de mugre exasperada y de exuda­ciones sexuales. Algunas de las que tres años antes eran esmirriadas chiquillas, secas y negras como chamizas vivientes, mostraban ahora bajo el resplandor de las velas, sus sazonadas turgencias, estremeci­das por el clamor de la sangre. Algún seno descubierto en el aban­dono del sueño recordó al intruso el color y la redondez de los nísperos. ¿Sobre cuál de estos cuerpos iba a arrojarse su virilidad ar­queada por el deseo?
| Casi en el fondo, adosado a la pared y alto como un trono, esfu­mábase el lecho de la abuela Jacinta, y a un lado de él, por la cabece­ra, temblaban las llamitas iluminando el lívido Crucifijo. Junto al fecho detúvose Juan y su cuerpo inclinóse hasta rozar la piel de la vieja. Entonces se oyó la voz de ésta:
1 —Te vi desde que entraste. Creí que venías a otra cosa, t —¿A otra cosa?
I La anciana sonrió.
| —Sí. ¿No te gusta ninguna de ésas?
;; Al ver sus dientes relucientes en la oscuridad y al contemplar su brazo extendido hacia las otras mujeres, Juan se llenó de confusión. —No, abuela: vengo para que me bendigas.
—¿Para que te bendiga? ¿Qué piensas hacer?



—No me preguntes; bendíceme.
—Cúmplase la voluntad del délo. Que el Señor y la Virgen te fa­vorezcan, Juan Soledá.
La campana mayor de la iglesia tiene voz de matrona y las almas se acurrucan bajo sus alas como pollada aterida. Los negros han de­jado de cantar en la penumbra del patio porque el terror se cierne sobre ellos con la fiereza invisible que tienen los castigos de Dios y del Rey. Ahora elevan al cielo las chamuscadas ramas de sus brazos e imploran: -Señor, apiádate de nuestros amos y devuélvenoslos in­tactos para que no nos falte la luz en medio de las tinieblas» Tam­bién la vieja Jacinta ruega por Juan Soledá que se ha ido no se sabe a dónde, empujado por un ciego delirio: -Misericordia, Señor, piedad por los inocentes que no han matado ni robado ni dicho mentiras*.
Nada queda de él en este que fue el mundo multicolor de su in­fancia y su adolescencia, el universo de sus sueños inofensivos. Las últimas lluvias borraron las huellas de sus pies en la tierra de la que­brada y ya no se oyen aquellas preguntas suyas sobre lo blanco y lo negro, sobre el délo y el infierno que su abuela contestaba con eva­sivas. Sabe Dios por cuáles caminos se arrastrará a estas horas su angustia.
Péndulo que oscila entre la duda y la desesperanza, el corazón de la vieja Jacinta cuenta los días, las semanas y los meses hasta que una tarde alguien le trae la noticia de que han hecho prisioneros al Capi­tán León y a cuantos le acompañaban y que el señor Gobernador va a hacer con ellos un singular escarmiento. Nadie viene en su auxilio, ninguna voz se eleva en su defensa y todos aquellos señores man- tuanos que le ofrecieron ayuda cuando le vieron rodeado de sus nueve mil campesinos, ahora se comportan cual si jamás hubiesen oído su nombre.
—¿Qué vamos a hacer nosotras, abuela Jacinta? -pregunta Florin- da, que piensa en Lorenzo.
—¿Y qué podemos hacer?
Sin embargo, salen a la ciudad Tanto tiempo hace que la anciana no abandona su patio, que ya no recuerda las calles ni las esquinas. Hay edificios nuevos que la deslumbran por su grandeza. Bestias realengas pululan en el arroyo y hediondas charcas obligan al vía- dante a marchar con precaución. Pero el pueblo ha crecido y los mu­


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latos y los mestizos se multiplican como bachacos. ¡Qué profunda es la voz de las campanas cuando tocan por los difuntos!
Aquí, en el barrio de la Candelaria, uno de los más poblados de la ciudad, es donde viven los isleños, gentes fuertes y sobrias que culti­van la tierra como negros de piel blanca y ojos' azules. Comúnmente hay gran actividad en la Plaza, pero ahora todas las puertas están cerradas.
—¡Qué tristes son las puertas cerradas, abuela! -reflexiona Florinda.
Frente a la iglesia parroquial, donde se alzara hasta entonces la vi­vienda de Juan Francisco León, sólo se ve un cuadrilátero cubierto de polvorientos escombros. Allí están sepultados para siempre los mejores recuerdos de su vida, de algo más que su vida, el amor de su hogar. La sal que el Gobernador ha hecho regar sobre los escombros y que simboliza la justicia del Rey, es blanca y se deslíe como el pus sobre la carne de la tierra.
—¿A dónde vamos a ir ahora? -se preguntan las dos mujeres. ¿A quién acudir con la congoja que las agobia? Ya han visto cuanto po­dían ver y oído cuanto podían oír. En este momento aparece en la puerta del templo la figura de un sacerdote y hacia él se dirigen re­sueltamente.
—Bendíganos, Padre...
—¡Idos! ¿Qué hacéis solas por aquí a estas horas?
—¿Podría decirnos su merced qué van a hacer con el Capitán León?
—¿Para qué queréis saberlo? Lo mandan preso para España.
—¿Y con los negros, Padre?
—¿Cuáles negros?
—Los que acompañaban al Capitán.
—A esos les van a cortar las cabezas. Las clavarán en picotas en los caminos para que sirvan de ejemplo a los rebeldes.
—Dios se lo pague, Padre.
Las dos se arrodillan y besan la mano al cura. Luego se alejan. Os­curece rápidamente. Un frío cortante acuchilla las carnes, pero la vieja Jacinta no lo siente porque está pensando en Juan Soledá y re­cordando los versos que le inventaron los negros y los mulatos del patio:



Juan Soledá cabeza de clavo bemba colará
Pronto han hecho el camino de regreso. Florinda abre el portillo guarnecido de hierro y las dos se disponen a entrar cuando la sUueta de un hombre les cierra el paso.
—Jesús! -exclama la vieja, asustada.
—Juan Soled*! -grita la nieta con las pupilas radiantes-. ¿Dónde dejaste a Lorenzo?
—Yo no iba con él —responde la voz de Juan Soledá-. Yo iba solo.
Ahora están todos en la galería de las mujeres, sentados en el bor­de de la gran cama, y la abuela contempla con fijeza el Crucifijo que sangra a la luz de las velas. Florinda llora en silencio. De pronto la voz de Juan Soledá abre una herida en el pecho de la noche y se pone a rodar como sangre caliente:
—Yo nunca habla caminado tanto, abuela. No conocía nada de eso, pero me parecía que lo hubiera visto toda mi vida. Los caminos son claros, pero están solos y tristes. Hay sangre en las raíces de las matas y en las orillas de los ríos. Yo caminé de noche y de día, por entre el monte, sin saber a dónde iba. Comía frutas como los pájaros y bebía el agua de las quebradas. Hay frutas que parecen corazones, como las pitahayas, y para cogerlas tiene uno que hincarse las ma­nos con las espinas. Tumbé un coco y cuando me puse a comerlo me pareció que era la carne de un blanco... Pero, abuela, mientras más caminaba más me convencía de que no iba a ninguna parte, y de que si algún día llegaba no iba a poder pintarle la cara blanca. ¿Y qué crees tú que oí una noche, abuela, debajo de una gran mata? Una voz negra que me decía: «No te sale, Juan Soledá: no te sale, no te sale». Entonces me devolví.
Como en las noches de los cuentos tranquilos, la mano de la abuela se posa sobre la lanuda cabeza del nieto y su palabra se vuel­ve tierna como un arrullo:
—No pienses más ahora. Acuéstate y duerme: mañana será otro día.
Y mientras la amarillenta luz de las velas hace danzar las som­bras del aposento, afuera se vuelve a oír el canto gutural de los sier­vos a dúo con el viento que mece los árboles. Uaaah...Uuuuh... Oooohh...



¿c su pasado. Quiere apoyarse y sólo encuentra el vado, Quiere sa­ber qpe tiene su pie, que puede, al llegar a su rancho, meterlo en agua de sal, o untárselo con zábila, o simplemente bañárselo con agua, V su píe no está con él, pero sí el sol rutilante y un pájaro que silba en la arboleda baja y frondosa que se ve verdear allá en la ver­tiente del río. Eso es lo que con él se halla, y el sol y la sed. V adelan­te, casi encima suyo, unos niños que se acercan con su hambre, Que le gritan su nombre y le piden pan.
No oye más que:
—-Taita, pan, pan...
Y él ¿qué trae? No trae más que una pierna menos y un palo, un garrote. La muleta quedó allá, pesada, hundida en aquel barro tibio y fétido, Eso trae. Nada más. Una mera huella y la nostalgia de su otra pierna, perdida entre algunos chorros de sudor, de sangre y de alcohol. Que acaso ya humeara entre el estiércol, bajo las duras go­teras de las cornisas rotas y en los nidos oscuros y malolientes de las golondrinas.
Eso es lo que trae. Una pierna menos. Pero la mujer, Domitila, dice que por lo menos ha vuelto y eso es mucho traer. Ha vuelto con una pierna menos, con un muñón que no ha sido curado, sangrante y oliváceo, lleno de pústulas blancas y costras falsas. Con un muñón que, maldito, cogió la misma gusanera que le hizo perder su pierna.
Eso trae, porque en el camino se durmió de puro cansando, y una mosca le puso, él mismo no sabe cómo, larvas que ahora son violentos gusanos taladrantes. Con cuidado, el indio Genaro se hun­de en el muñón una astilla de leña, para arrancarse algunos pedazos purulentos, en un afán de aliviarse aquel dolor. La astilla se hunde en los huecos llenos de pus como el garrote en el barro y con un suave movimiento de palanca, hace brotar gusanos que se mueven labiosamente,
Eso es lo que trae. Nada más. Y ahí frente a él están unos niños que le piden pan y le llaman taita. Y, sobre todo, Domitila, con su vientre bajo, siempre como si estuviera a punto de acurrucarse. Como si continuamente tuviera diarrea y necesitara agacharse. Y en Id lejanía, casi en el pasado, su rancho frente al prado, como si fuera una nariz que husmeara el grueso aliento del río. De ese río lento como un buey inservible que baja tres cercados más lejos, pegado a las costras de la tierra.



Ya es algo lejano en su vida aquel toro amarrado a un lento tron­co de laurel que alza con cierta majestad algunas ramas sarmento­sas; el marrano padrote detrás del almizcle de la hembra, estirando su gran trompa y mostrando sus dientes cortantes y sus berridos, y el caballo escondido en la sombra verdosa del pasado. Su verde caba­llo, con el negro cabestro dócil, extendido como la hierba, por den­tro como la saliva, como los pingajos que le cuelgan de las orejas o como los pájaros que le danzan en la mañana sobre el lomo, pico­teando garrapatas.
Este es su verde caballo, con luz en las patas hinchadas y que por las noches piafa en sueños acordándose de su hermosa y lejana juventud.
Allí está con todos los aperos de su alma el indio Genaro, espe­rando llegar a los costales para tenderse y olvidarse definitivamente de su pierna.


III
I Los niños frente a la puerta atajan aquel río de hormigas que pre­tende desbordar y llegarse hasta la pierna agusanada del hombre. Los niños atajan las hormigas en un juego siniestro. Son los hijos de Genaro, que defienden su derecho a matar hormigas, a comer bata­tas y auyamas.
fi¿Entre tanto, Genaro se halla sobre los viejos costales, bañado de sudor, con aquel muñón gangrenado, lleno de gusanos, que exca­van en su pierna, en su sangre, en su vida. Son los gusanos de Gena­ro. La mujer, con un paño aletea sobre la pierna para impedir que las ¿toscas se sienten sobre ella.
KPor las noches, las ranas se queja en los charcos y Genaro en la choza. Los niños se hallan encogidos sobre sí mismos y duermen con los huecos de las narices llenos de insectos. Por eso tosen y des- jjáertan al indio, que ve avanzar aquella rabia ulcerada de su pierna por su cuerpo.
B La mujer comienza de nuevo a manejar el trapo y los gusanos a iorber el líquido putrefacto. Las toses se repiten en la noche y sobre el césped que hace frente a la choza, los perros ladran hacia los irboles que ocultan el resplandor lunar. Por entre ellos llega un yiento suave y puro que se cuela por las rendijas de la puerta y baña



de frío aluminio la frente afiebrada del indio Genaro. En la cuadra se oye de vez en cuando un fuerte resoplido y un roer la madera con lenta voracidad. Es su viejo y verde caballo de trompa desvaída. Su caballo que sabe que allá en los costales que se apeñuscan al costa­do de su mundo, está el indio Genaro luchando con los gusanos que son como la gloria.
La fiebre es lenta y rabiosa, pero el aire dulcifica aquel trac-trac de los gusanos. La carne toda le cruje y él siente un dolor agudo.
Las sombras se alzan hasta la mujer que espanta los mosquitos que pretenden posarse en la pierna del indio Genaro. Se alzan hasta sus ojos que brillan en la noche, hasta la saliva que pugna por salir de sus glándulas. Un gallo despierta la noche y corta la sombras con un canto ronco, desesperado.
Los niños tosen encogidos sobre los cueros y la mujer se echa en la tierra apelmazada y parda, doblegada por el cansancio.
El indio comienza a sentir cómo las ratas le están oliendo su pobre pierna gangrenada, cómo roen el hueso tumefacto, cómo escarban en su carne y chillan en la sombra.
El indio Genaro no quiere despertar a su mujer, que yace tendida sobre el suelo, rendida, como una bestia mutilada.
El indio no quiere despertarla, pero las ratas llegan desde la som­bra y se tiran encima de su pobre pierna gangrenada. El indio no profiere un solo lamento. No quiere quejarse, pero las ratas suben por su pierna como la muerte. El indio mira indiferente las sombras que salen de su cuerpo y se pierden en la noche. El sabe que por su cuerpo avanza aquella incendiada úlcera, aquella lenta quemazón como un terrible verano que arrasara la oscura tierra de su cuerpo.
Sabe que por su sangre anda ya aquel estuoso delirio, donde se mezclan hongos de veneno latente creciendo como verrugas, llaves de latas de pescado, tijeras destrozadas, espuelas abandonadas que se hunden en el légamo de los charcos como patas de gallo, objetos de barro ennegrecido, que se deshacen entre los verbenales.
El sabe que dentro de poco su cuerpo se elevará a una densa y ofuscante columna de humo.
En el pesebre el caballo golpeaba las piedras con los cascos. Sus hondos resoplidos llenan el ambiente de aquel amanecer estrellado. Genaro atisba por entre las junturas del barro, el tenue resplandor de las estrellas. Las nubes pasan a gran altura. Los pájaros comienzan


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despertar los insectos que ponen sus huevos en la verde corteza de los árboles.
Genaro no quiere quejarse, pero ve cómo aquellos animales le succionan la sangre, le roen la carne desflecada, Los ve. ¡Acaso no se paran en dos patas y muestran sus dos ojos vivos y frecuentes! ¡Sus hocicos con largos pelos móviles!
Con cuidado va moviendo su garrote, lentamente, porque no son muchas sus fuerzas. Lo coloca casi contra el vientre de una rata que intenta arrancarle algunos hilos de catgut. Con un desesperado y fre­nético esfuerzo, hunde la punta del garrote en el vientre de la rata, que apenas da un chillido. Ahora en el palo hay un fantástico anillo vivo de visceras palpitantes, de ojos implorantes en la noche.
El indio se pudre en unos sacos de australes bordes indescifrables.
El resplandor del alba pone un bozal luminoso en la jeta del caba­llo y baña de listas azulinas su cuerpo desmesurado en la sombra.
El estiércol refulge bajo sus pisadas dementes y por sus ojos baja una luz diáfana y pura.
El indio Genaro recuerda su verde caballo en los días en que su lomo temblaba bajo la alegría de la lluvia. Cuando los murciélagos dejaban caer sus frutos sobre el pesebre que el caballo mordisquea­ba asustado, y cuando con la totuma lo bañaba en el río, raspándole el barro y la mugre con una raqueta.
A su caballo le faltó siempre un poco de orgullo para rebelarse y no conducir sobre su lomo tantas arrobas de «lela», de café o de pane­la, por años y años para que el indio Genaro pudiera, finalmente, lle­var a su rancho media panelita, un frasquito con kerosene y un pedazo de pescado hediondo. Y de vez en cuando una záracita para la mujer. Lo que sobraba lo dejaba para el «michito»..., el michito que no pueden prohibirle ni su caballo que lo mira, él lo dice, con burla, ni la mujer que ahora yace boca arriba sobre el piso..., ni los vientres abultados y deformes de sus hijos, que cuando llegó, no hicieron más que mirarlo a la cara con las comisuras de los labios llenos de baba verde. Nadie puede impedirle beber su michito. Por eso él, que se hallaba tirado sobre estos costales con la hinchazón que ya llega hasta las ingles y le vetea de rojas manchas el abdomen y sube hacia su garganta como un lento árbol ardoroso, piensa en el michito. Si lo tuviera quizá se sintiera aliviado, quizá pudiera arrastrarse hasta el patio, a donde llega el suave viento de junio rozando la hierba y se



escuchan los ruidos intensos del despertar del mundo. Qui?i ra llegarse hasta el río y lavarse su pierna túmida que le late como un violento corazón desesperado.
Se lavaría la pierna con toda la fuerza de sus uñas, se arrancarían los nervios que le martirizaban, quizá se le machacaría contra una piedra y oiría el chasquido de los huesos triturados. Haría cualquier cosa, menos dejar que este dolor que parecía una lenta y profunda cuchillada continuara victimándolo.
Hácese más profunda su soledad, porque la muerte lo rodea con sus lentos pasos de sombra. Lo rodea, lo hiere en lo vivo de los ojos, hora a hora más densos y acuosos, en los cuales los párpados petan como una vida impura.
Tiene los ojos hinchados y lágrimas que él no llora ruedan por su rostro desmesuradamente pálido y confuso, como si la muerte lo estuviera intimando desde adentro. Como si realmente lo llamara desde las visceras, como si desde su pierna agusanada le hiciera mis­teriosas señales.
El muñón podrido es como^1 ojo absurdo de Dios, lleno de ner­vios saltados y viscosidades que avanzan hacia la dura realidad de U tierra, en busca del sol deslumbrador de la mañana eterna. Al encuentro de la pierna perdida, peregrina de los anchos mundos del delirio, bajo las estrellas trémulas y frías. En esto piensa el india Genaro. Cuando el sol ya brilla sobre los árboles en aquel hermoso día de junio. La hierba está mojada y el balde de latón relumbra bajo la luz tibia y fecunda de la mañana. Con golpes de lengua un perro bebe agua de un viejo cántaro. Es un perro lleno de huesos vivos eos el pelo del cuello mullido de pulgas y los ojos cansados.
Un olor lento de arena tibia se levanta de la tierra.
Por la boca de la choza aparece primero un niño que comienza j caminar hacia donde el perro se halla. Se sienta frente al sol con k» ojos cerrados y la boca abierta, como si esperara algún extraño men­drugo. Más tarde aparece otro niño, y detrás de él un tercero apena* vestido.
Dentro de la casa se oye toser angustiosamente a la mujer El Genaro yace con los ojos semiabiertos. La mujer está solícita a -sy lado como avergonzada de haberle descuidado. El indio I» mira dulzura, desde una lejana sonrisa. Alza con esfuerzo su mano úesc^ nada y la pasa por los senos exhaustos de la mujer. Esta coge la &***



del indio y se la lleva a la cara, como si con ello se proporcionara un raro e intenso placer. Sin embargo, las manos del indio son duras, callosas, apenas puede darle flexibilidad a los dedos.
Domitila sale fuera de la choza y vuelve en poco tiempo con una taza de agua fresca y con un pedazo de trapo comienza a limpiar el rostro manchado y sudoroso del indio. Este la deja hacer tranquilo. Piensa que ella lo limpia, porque sabe que la muerte está muy cerca y es bueno que los seres que se aman la reciban con el rostro limpio y reconciliado. El indio siente el dulce placer del agua sobre su rostro ardiente.


IV


Los perros ladran camino del río. Sobre el balde de latón que la mujer lleva en la cabeza, el sol brilla alegremente. Algunos pájaros pasan rozando la hierba.
Domitila piensa en el hombre que ha quedado en la choza. Piensa en ella y en la choza y en el hombre que madura su muerte allá, con su propio carburo, con su sangre de lenta corrupción, mientras ella va camino del agua adormecida del río. Piensa en el río con su lomo rojizo de tierra desleída y en los niños que se hunden en el fango has­ta las rodillas. La mujer piensa en él, le ve las encías pálidas, los bra­zos caídos y el pelo de rala ceniza. Piensa en él, Genaro, hombre suyo tantas y tantas veces. Hombre suyo hasta por todas las veces de su vida, hasta por toda su vida, hasta por la primera vez de su vida suya, tan suya que nadie más la salvaría ya de caer con estos tres hijos suyos, paridos, malditos y benditos todos los días de hambre o de hartazón.
Algún día estos hijos la verían acabarse a ella también. ¿Estarían todos a su lado, como lo están mientras Genaro araña la tierra y la amasa con sus propios orines? Ya no serían niños, serían hombres con los ojos tristes y hambrientos.
Pero ¿morirían ellos también? No podrían crecer, crecer hasta lle­nar toda la tierra. Hasta que ni los amos de la tierra que tan duramen­te los habían hecho trabajar a ella y a Genaro, pudieran doblegarles sus cuerpos duros como la piedra; sus cuerpos de árbol de piedra, duros. Sus cuerpos, y más todavía por dentro el corazón como todas


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las lamas del purgatorio. como todas la* llamas que incendian lo» pajonales. como todas las llama*
Entonces traerían las manos como hichii, como vtnpiriii, como sogas para todas x(ue&u gargantas; pan qut todas aquellas cabreas mostraran la lengua roja de miedo, de agonía infinita y salvaje
Ellos, sus hijos, quizá verían la tierra limpia, donde la luna y las estrellas y los grillos y hasta los alacranes dormirían tranquilos con sus propios ojos, mirarían con los ojos de todo*, oirían para siempre con sus orejas aquellos ruidos y señales de la tierra. Vendría enton­ces la rotura del campo; la siembra y la germinación, las lluvias y las cosechas. Y habría abundancia para todos Para el estómago «hora macilento y para el lomo cimbrado del caballo, Quizá también podrían conseguirse retazos anchoa e hilo y . bueno, todo, todo. Y sus hijos serían fuertes como la tierra, con la sabiduría de la tierra y jamás dejarían de volver con sus piernas vivas, fuertes, entera* Esto piensa Domitila, mientras se acerca al río que pasa come } una bala lenta.


Ninguno como Genaro sabe, ninguno, que la muerte le hace res­pirar tan hondo, que la fiebre le exalta sus últimos y definitivos humores. Pero él no quiere morir tirado en aquello* costales como un perro. Porque él, Genaro, tan fuerte siempre, toda su vida, ahora echado allí, con una pierna menos y sin fuerza*, no puede valir afue­ra de la choza, no puede ver el sol secando la tierra y más allá la tierra verde en suaves olas temblorosas, como el lomo sucio de su caballo La tierra es su verde caballo Su único y auténtico cáhuil*»de belfo sangriento. Ella está allí con pájaros y flores, con la hierba alta met ida por los vientos tristes de junio.
La tierra, su verde caballo sin fronteras, Ancha, extensa, hasta donde llaman el mar, para él, Genaro, moribundo, y para todo», todos, hasta para las negras hormigas que beben loa liquido* de %u pierna podrida.
De todos. Todos cabalgarían sobre aquel lomo, en la noche inten­samente azul, viendo a las estrellas refundirse en el horizonte El, Genaro, marcharla entonces, con su pierna sana y firme. He vando a su mujer y a sus hijos sobre el lomo de su verde cabello, si encuentro del sol glorioso de la noche.


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2 comentarios:

  1. ¿Qué argumentos utilizaría para demostrar que la obra de Ramón Díaz Sánchez, “La Virgen no tiene cara” (1946)?
    (…) ficcionaliza el papel del artista, problematizado su lugar en el mundo. El dramatismo se va intensificando hasta culminar en su final abierto, tan inconcluso como la pintura de la Virgen, que va quedando sin cara, y como la historia del personaje, marcado por la duda, la angustia y la soledad. (Gerendas, Judit. 1995:1495)

    Luego explique la vinculación entre el trasfondo histórico y los acontecimientos literarios presentes en la obra

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  2. Por favor, revisen esta transcripción porque tiene defectos. Saludos.

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