LA VIRGEN' NO
TIENE CARA
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Ramón Díaz Sánchez.
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Si le hubiesen
preguntado qué extraño placer hallaba en pasarse las horas en
lo alto de aquella tapia, escondido entre las ramas del viejo níspero, se
habría limitado a sonreír con sus gruesos labios de ciruela y sus
blanquísimos dientes de carnicero.
—¡Ah negro flojo y lambío! Y que
pintando... Como si no se viera el pellejo.
Pero
desde aquella altura podía él ver lo que los demás no veían: todo el
multicolor panorama de su mundo. A un lado el solar que llamaban grande, con
su arboleda de mangos, mamones, guayabos y nísperos, de pomagás y manzanos
cargados de rojas pomas; al otro, formando un fragante zócalo a la mansión de
los amos, el jardín apretado de rosas blancas, rojas y amarillas, de
hortensias azules, de geranios rosados y de jazmines y nardos. Y a sus pies,
solución de melancolía entre la llama de los colores, el patio de los
esclavos abonado de calladas negruras, con su granado solitario y su
monótono surtidor. Pero aún podía ver más allá; por el norte el cerro, por el
sur el valle, las lomas, los riachuelos y los caserones de barro con sus
gruesas columnas, sus escudos y sus leones rampantes. Y más allá todavía:
diseminadas por todas partes, entre la lujuriosa pleamar de verdura, las
minúsculas chozas donde una plebe inquieta elaboraba la síntesis de sus
colores. Era un universo disperso, restallante de luz, exasperado por la
sinfonía de todos los verdes.
Allí
había crecido él, a la sombra del níspero, maravillosamente solo en medio de
la multitud, con sus emociones y aquellas ideas que a los demás parecíanles
tan chocantes. Ahora contaba veinte años y la vida que le rodeaba -cielo,
ríos, árboles, hombres- antojá- basele una creación de la tierra para deleite
exclusivo de su espíritu.
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Sólo volvía de su abstracción cuando la voz de las
mujeres del
patio iba a perseguirle hasta su
escondrijo:
—-Juan, bájate de
ahí: ven a hacer los mandados.
—Grandísimo zángano*, ya es hora de barrer allá dentro. Entonces
bajaba, pero antes se lo hacía
repetir muchas veces. A su abuela
Jacinta la obedecía porque era tierna con él y erudita en historias de todas clases que contaba de noche en el penumbroso patio. A Florinda, su hermana,
porque era mulata y servía de camarera allá dentro y podía venderlo en cualquier paso de luna, lo que más le
emocionaba en la sombra de su
mirador, alejado de las emanaciones y de la voces de
abajo, era el atardecer, esa hora inmóvil entre dos luces, cuando la brisa se queda quieta como para pintarla y en el aire flota un gran suspiro de paz Y lo que más le entristecía era
el canto de los negros más viejos, un son .gutural, sin
palabras y sin fin, ondulante y grave como el viento nocturno: Aaah... uuuh... aaah
La
vida de Juan, su espíritu y su carne, ardía en el color de
las cosas. Y desde que el manumiso Dionisio le había regalado unos delgados
trozos de tabla y unas pinturas de aceite, todo el tiempo se le diluía en la
embriaguez de pintar. Cuando chico, armado con una punta de carbón de leña,
iba por todas partes llenando los pisos y las paredes de monigotes negros.
Ahora que tiene pinturas y pinceles se refugia en lo alto del
muro para huir de las miradas curiosas y sobre todo de la malévola
persecución del mulato Lorenzo, un mandinga colorado que se burla de él al
mismo tiempo que le arrastra el ala a su hermana.
Hecho
que Juan no logra explicarse es por qué los amos han dejado a Lorenzo en su
casa de la ciudad en vez de devolverlo a la hacienda de Panaquire amarrado
con una soga. A otro, por menos, le hubiesen puesto en el cepo o le habrían
tasajeado los lomos con un rejo. «¡Mueran los blancos ladrones!» -había
vociferado Lorenzo en plena Plaza Mayor- «¡Fuera la Compañía! ¡Viva el
Capitán León!*. Y Juan le había oído porque aquél fue día de mandados
y él se encontraba en la Plaza cuando desembocó allí la avalancha. ¡Santo cielo!
¿De dónde salían todos aquellos seres frenéticos, negros, mulatos, zambos
que irrumpían en oleadas por la esquina de la Torre y se represaban frente a
la Iglesia? Jamás
en su
vida había imaginado que hubiese tantos. Eran miles y miles y se extendían
como
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hachaquera alborotada
desde el Convento de las Monjas Concepciones hasta más allá de la
Candelaria. Los blancos que les miraban estaban pálidos como la sal. Y
mientras el caudillo, que era blanco también, parlamentaba con el Gobernador
y el Obispo, el alma de Juan fue bruscamente violada por unas palabras que no
había oído antes y cuyo significado desconocía: «¡Viva el pueblo! ¡Viva la
Patria! ¡Queremos justicia para todos!»
Después de aquel día tuvo Juan oportunidad de ver a sus
propios amos temblando de miedo y al mulato Lorenzo rebozante de un júbilo
agresivo y provocador. «No se imaginan estos mantuanos lo que les viene», le
oyó decir. Y se había quedado allí, en la casa de la ciudad, como un
conquistador, arrogante y eufórico cual si todo el poder de aquel pueblo
fuese propiedad suya, fuerza exclusiva de su pasión. Su presencia había
venido a
turbar la vieja paz arropada de
sombras y desde entonces los hombres y las mujeres del patio vivieron
sobresaltados por misteriosas inquietudes.
Por el propio Lorenzo supo Juan que algunos blancos
apoyaban las demandas del pueblo y que habían ofrecido oro al Capitán León,
pero al mismo tiempo le oyó mofarse de ellos. No, eso no era bastante. Había
que degollarlos a todos.
—Pero, ¿degollarlos por qué? -le preguntó Juan
espantado-. Y después que los blancos
estén sin cabeza ¿qué van a hacer?
—Pues mataremos a los negros también. Y venderemos los
cueros.
Sí, lo harían, porque si algo hay que odie un mulato en
el mundo es a un negro. El atribulado Juan no se explicaba la causa, pero
sabía que ello era así y temblaba al oír la risa de Lorenzo. Y pensar que su
hermana se dejaba sobar por el mulato como una despreciable coqueta. ¿Por qué
era mulata su hermana si él era negro? ¿De dónde le venía aquel tinte violeta
semejante al del cerro al atardecer y aquellas pupilas doradas?
No era, sin embargo, Lorenzo el único ser exasperado por
el torrente que desatara el Capitán León sobre la ciudad, No eran solamente
los mulatos, los tercerones y cuarterones siempre animados de demoníacas
ansias, sino hasta los calmosos isleños que traían de sus huertas de Ñaraulí
sus burros cargados de pollos y de legumbres. Algo muy hondo cambiaba en el
espíritu de toda esa plebe multicolor, maloliente e inquieta que se
ensuciaba en los corrales urbanos y
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fermentaba entre las moscas de la Plaza Mayor. El Capitán
León, que era isleño también, había regresado con sus hijos a sus tierras de
Caucagua, los esclavos de las haciendas volvieron a los cacaotales de Capaya,
Panaquire y Guatire, pero a pesar del espíritu conciliador del nuevo
Gobernador, la agitación subsistía. Caracas estaba estrenando miradas y
palabras desconocidas, un fuego nuevo que caldeaba su alma y que no se
apagaría ya más.
Pero aquel fuego no había logrado penetrar en el corazón
de Juan, cuyo horizonte siguió rigiéndose desde el paralelo de su viejo
níspero. En lo alto del muro continuó él pintando sus flores menudamente
detalladas, pétalo por pétalo, hoja por hoja, espina por espina y las verdes
praderas y los árboles que se le antojaban seres de cabellera s desmelenadas
y los riachuelos que corrían por la tierra como las venas por el cuerpo de un
gigante dormido.
—Oye, Lorenzo, no me pongas apodos. ¿Por qué me llamas
Juan Soledá?
—Porque te me pareces mucho a la Virgen que está en San
Francisco.
—¡A la Virgen! ¿En qué me parezco a la Virgen?
—Debe ser en lo bonito que eres o quizá por el color o
porque te la pasas encaramao como un mono, allárriba.
—Yo sé que soy feo
pero no me meto con nadie.
La verdad es que él
quisiera no serlo, pero ¿qué le importa a Lorenzo lo que él siente por
dentro? Al mulato le bastará saber que el sobrenombre le escuece por ir
pregonándolo por todas partes y para hacer que todo el mundo, incluso su
hermana y su abuela, acaben por llamarle Juan Soledá. Pero su abuela es
también negra y quizá por esto es la única que le comprende y le quiere.
¿Qué sería de él -se pregunta Juan estremecido hasta los tuétanos- si la
vieja se le muriese y le dejara solo a merced de Lorenzo y de Florinda y de
todos los mulatos llenos de odio?
Su abuela ha envejecido allí y los tiesos ricitos de su
cabeza se han puesto grises bajo el pañuelo colorado como si sobre ella hubiesen
llovido cenizas. Quizá por su edad, acaso por las oraciones que sabe para
curar toda clase de daños, los demás han aprendido a respetarla. Así cuando
Juan pinta sus flores o talla con la navaja los marcos para sus tablillas,
siéntese confortado por una misteriosa sensación de confianza, como si una
invisible raíz de su ser bajara a lo largo de
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la tapia y se
extendiera por el suelo hasta soldarse con la negra figura que cabecea al
lado del surtidor, Su abuela ha sido la comadrona y la amortajadora de muchas
generaciones de esclavos y hasta los amos la miran de un modo distinto porque
a casi todos ellos los cargó en sus brazos cuando todavía no sabían
distinguir entre lo blanco y lo negro. Una de las señoras, muerta hace muchos
años, le regaló el butacón de cuero claveteado donde se sienta; otra le dio
la alta cama de cedro tallado en la que duerme; otra, en fin, el atormentado
Crucifijo cuya amarillez parece sangrar en la galería de las mujeres a la
luz de las candelas de sebo. La señora actual, tan singular en sus maneras
suele enviarle con Florinda ropas que ya no usa y que la anciana recose para
repartirlas a su vez entre las otras siervas.
¿Cuántos años cuenta su abuela? Ni los más viejos de los
esclavos saben decirlo. Quizá sea inmortal como se cuenta de algunas aves. Lo
cierto es que ella, que tantas cosas sabe, refiere de noche estre- mecedoras
historias de aparecidos y diablos o melancólicos recuerdos de cuando los
negros tenían sus reyes, sus príncipes y sus obispos.
—Esto -dice- era cuando Mandinga andaba suelto por esos
mundos. Pero a Mandinga lo regañó Dios porque estaba alzado en el cielo y
como no le hizo caso entonces Dios lo botó del cielo y los negros perdieron
su poder sobre la tierra.
Dios, el diablo, el cielo y el infierno... ¿Cómo
compaginar estas cosas? Algunos decían que su abuela era hechicera y hacía
ensalmos, pero él no podía creerlo pues todas las noches la veía rezar
arrodillada ante el Crucifijo.
—Pero, abuela -le preguntó otra vez- ¿qué culpa tienen
los negros de lo que hiciera Mandinga en el cielo?
—¿Y yo qué sé? -fue la evasiva respuesta.
—¿Y los negros no volverán a tener poder sobre la tierra?
—¡Qué se yo, muchacho!
—Abuela -insistió Juan que era terco en sus ideas-; dicen
que cuando la gente se muere unos van al cielo y otros al infierno. ¿Es verdá
eso?
—Así dicen...
—¿Y un negro puede ir al cielo o todos tenemos que ir al
infierno?
Toda la ternura de que era capaz el corazón de Juan
Soledá se volcaba así en el halda de su abuela Jacinta. Sus manos acariciaban
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con levedad las temblorosas rodillas de la anciana y su
cabeza desnuda descansaba allí hasta la hora de ir a dormir. Otras veces sus
preguntas eran menos sombrías, pero no menos desconcertantes:
—Abuela, ¿por qué si todo es tan lindo y tan alegre, la
gente es tan triste? Fíjate, abuela, en el campo, en el río y el cielo. .
Nada de eso es malo, ¿verdá? Uno se mete entre las matas, coge las frutas y
se las come, se baña, camina y se siente contento; pero de pronto se encuentra
uno con otra persona y en seguida le entra miedo de que le vaya a hacer algún
daño. ¿Por qué? Fíjate, por ejemplo, allá dentro: todo es bonito y limpio y
da gusto -la luz que se mete por las ventanas, las cortinas, los cuadros y
ese olor de albahaca y de romero- pero llega el amo y en seguida toditos nos
ponemos a temblar, hasta la misma señora que tú sabes como es. ¿Por qué tiene
que ser así, abuela?
Los cuadros que viera en la sala de la mansión
producíanle, en particular, hondas y torturantes cavilaciones. Eran sin duda
hermosos, algunos impresionantes, mas en el ambiente de todos ellos flotaba
una tristeza que oscurecía el valor de los más bellos colores. Imágenes
atormentadas de santos, retratos de hombres y mujeres de rostros adustos,
bocas endurecidas y ojos amenazadores, fondos lúgubres donde la luz parecía
martirizada por el contacto del rojo y el azul de los trajes. ¿Por qué los
pintores no pintaban la alegría del cielo, la luminosidad de los prados y el
transparente color de las aguas al amanecer? Pero su abuela, que no
comprendía estas cosas, solía llamarle a la reflexión:
-—Juan Soledá, hijo, ya tú eres un hombre. Mira que por
estar pensando en esas cosas tan raras todos se fijan en ti y te ponen
nombres. ¿Qué harías, tu, mijito, si te llevaran para la hacienda y te
pusieran a coger cacao o te embarcaran en uno de los botes del amo?
Naturalmente fue a su abuela a quien formuló la pregunta:
¿por qué le llamaba Lorenzo Juan Soledá? ¿Cuál era esa Virgen de San
Francisco a la que le comparaba, por burla, el mulato?
La andana refirió la historia. Años atrás existió una
señora muy rica que poseía una gran hacienda de cacao a mil varas encima del
mar, en la cumbre que mientan de Naiguatá. Como la dama era muy piadosa, su
marido le ofreció regalarle una copia de la famosa Virgen de la Soledad que
se conservaba en España. Pero hete allí que cuando la imagen venía en camino
el navio que la traía naufragó en
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medio
del mar y todo su cargamento se perdió entre las olas. Pasaron meses y un
día en que unos esclavos recorrían la playa, hallaron sobre la arena una gran
caja de madera que ostentaba el nombre de su ama. Era la Virgen, la misma
hermosa Virgen que traía el navio de España para la señora. ¡Milagro! exclamó
ésta'transportada de gozo. ¡Milagro! ¡Milagro! repitieron a coro los siervos
en el colmo de la alegría. ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro! resonaron los ecos
a lo largo de las tierras y de las aguas. Desde entonces aquella Virgen, que
era tan alta como una persona de carne y hueso, adquirió tanta fama que
compitió con la propia patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Copacabana.
Otra noble dama le hizo la ofrenda de sus cabellos y el pueblo entero desfiló
ante Ella implorando su protección: «Madre de los dolores, Consuelo de los
desamparados, cura nuestras dolencias y vela por las haciendas y por los
buques que transportan el cacao para España».
Fue tal la impresión que el relato de la
abuela produjo en Juan Soledá que éste quiso conocer por sus propios ojos a
la magnífica imagen. Un día de mandados, cuando el pueblo bullía bajo el sol
en el fermentadero de la Plaza, metióse él en el templo y en medio de la
penumbra vio temblar las lanzas de los velones, el rojo y el oro de los
altares, ios santos, las flores y los chorrerones de cera que se adherían a
los candelabros como una purulencia sagrada. «Si hubiese una gran lluvia
-pensó mientras procuraba serenar su espíritu- y las aguas cubrieran los
campos hasta tocar el cielo, todo se vería así como yo veo estas cosas: con esta
misma quietud, en medio de este mismo silencio». Y así vieron sus ojos a la
Virgen, inconfundible e imponente en su actitud de ruego, arrodillada en
medio del terrible esplendor de las aguas divinas, con las manos entrelazadas
y los ojos llorosos. Era grande y bella y su ropaje de terciopelo negro
rodeábala de una profunda severidad. En el pecho y en los amplios vuelos del
manto, guirnaldas bordadas con hilo de oro formaban complicados ramajes. La
toca blanca, de finísimo encaje, acentuaba la palidez de aquel rostro surcado
de lágrimas y sobre la cabeza, cubierta por el pesado capuz, una gran aureola
dorada resplandecía corno un monstruo celeste, sol y luna a un tiempo,
rematado en menudas estrellas. Alto, profuso, lleno de retorcidas volutas y
sostenido por cuatro columnas barrocas, el retablo era también dorado y relucía
cual si en él se concentrase toda la luz de los cirios y de las lámparas.
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Así,
dorados al fuego con laminilla, tallados como aquellos voluptuosos festones,
hubiese deseado Juan ios marcos de sus pinturas. Algo de esto había visto ya
en sueños. Y luego ese rostro blanco torturado por el dolor, y esas
manos entretejidas en la angustia de la plegaría. ¿A quién le recordaba esa
cara? ¿A su ama quizá? ¡Quién sabe! Su ama era bella pero en sus ojos, que a
veces mostrábanse pensativos y soñadores, brillaba a veces una luz
cruel y una dureza que daba miedo.
—¡Pero, Señor! ¿Por qué le llamaba Lorenzo
Juan Soledá?
Blancos como la leche de las vacas del amo,
terso y jugoso como los pétalos de los jazmines, así sería el rostro que Juan
Soledá se propuso pintar después de haber visto a la Virgen. Rodearía el
cuadro de un marco de guirnaldas talladas por su propia mano y el sol aparecería
en el fondo como una gran dalia encendida sobre la cabeza del ama, bañando de
fuego su blancura impoluta. En contraste con la mantilla de punto negro las
ramas de los granados mostrarían sus frutos como menudas lámparas de cobre y
en cada joya el reflejo de la luz recordaría el color de las pitahayas y los
cundiamores de la sabana. Sin embargo, no comprendía él mismo por qué pensaba
en el ama si su idea era pintar a la Virgen ni por qué
quería pintar a la Virgen si tanto le mortificaban las burlas del mulato
Lorenzo. Todas estas cavilaciones desazonaban su espíritu y hubo un momento
en que su corazón fue mordido por una llama de rebeldía. «¡Y bien!
-gritó una voz colérica en su interior- ¿qué pasaría, pobre diablo, si pintaras
una Virgen negra?» Pero ¡no! Desvariaba. Una Virgen negra sería una sola
mancha tenebrosa a cuyos lados la dalia y los granados evocarían el hórrido
colorido de aquel infierno donde Dios arrojó a Mandinga, en castigo de su
soberbia. La pintaría blanca, porque no podía ser de otro modo, porque Dios
en su infinita sabiduría dispuso que todo lo bello, todo lo luminoso fuese
blanco, y dio a los negros bastante resignación para no molestarse por ello.
Muy temprano tenía que levantarse ahora
todos los días para ira pintar donde Lorenzo no pudiera espiarle. Escondido
entre los árboles de la quebrada, arrullada por el crujir de los bambúes y por la serena
voz del agua, veía surgir al conjuro de su memoria la majestuosa figura
orante, su solemne veste negra con los bordados de oro, la cándida toca
de encajes y la aureola de rayos lunares; y su tosco pincel temblaba de
emoción, al redondear las piedras de colores
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que
tanto le fascinaban: los rubíes, los topacios, las esmeraldas y las amatistas
incrustados en el corazón de las pequeñas estrellas. El ros* tro no era
todavía sino una nebulosa ideal, una mancha lechosa en cuya coloración
invirtió largos días de ensayos. Los ojos, la nariz y la boca quedarían para
el final, cuando de su corazón desapareciera la duda que lo intimidaba y que
se aferraba a su cerebro entre angustiosos interrogantes: «¿A quién quiero
pintar en realidad, a la Virgen o a la señora?»
Pero a pesar de sus precauciones, no pudo
evitar que Lorenzo descubriera su secreto. Un día, cuando regresaba de la
quebrada con su tablilla y sus pinceles, se lo encontró en medio del camino
saltando como un demonio colorado.
—¡Ajá! Ya sé que estás pintando a la Virgen.
Déjame verla.
Tuvo que correr como un chivo por entre el
monte para evitar que aquel diablo le diera alcance, y por la noche, cuando
oyó cantar a los otros siervos, supo que le habían inventado unos versos:
Juan Soledá cabeza de clavo bemba colorá.
Pero
así y todo, estaba contento. Más aún, sentíase gozoso. Que su negra mano
hubiese podido plasmar la opulenta imagen, la negra mantilla sobre el claro
fondo de la mañana y aquellos dedos rosa* dos, finos y entrecruzados, cuyas
uñas brillaban como pequeños diamantes. El paisaje, pensaba entonces, con su
fertilidad, es bueno para traducir la alegría de un corazón sin zozobras y de
un espíritu sin preguntas torturadoras; pero para expresar el dolor, la
angustia y la soledad hay que dirigir la mirada a los humanos. Quízás así se
ex* plicara por qué entre los muchos cuadros de la mansión de ios amos no
hubiese visto él un solo paisaje, sino ojos severos,
duros, interrogantes, y manos, numerosas manos blancas que hablaban un misterioso
lenguaje, unas quietas y tristes como palomas heridas, fornidas y rudas
otras, como gavilanes en acecho.
Aquella tarde se hallaba barriendo allá
dentro, envuelto en el polvo que brotaba de las alfombras, cuando oyó una
voz de mujer que pronunciaba su nombre.
—Juan
Soledad, me ha contado Florínda que estás pintando a la Virgen. ¿Cuándo me
muestras tu cuadro?
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Era el ama que
en ese momento, al despertar de la «esta, vestía
una amplia bata de seda azul con cintas y encayes
y ttevaba
la cabellera suelta a la espalda. Así, sin aliños m
embozos, aparetía ante d como milagro de la luz de la tarde.
—¿Quieres pintarme a mí?
Juan Soledad quedó confundido, la escoba
entre las mam» temblorosas y los dientes descubiertos por una blanca brecha de
miedo «¿Cómo
debo responderle?*, preguntóse su corazón pobfaco srm- pre de
interrogaciones. «Con toda el alma*. Pero el gozoso pavor
que le
embargaba no dejó
salir las palabras a través de sus
labó».
—¿Es que te parezco fea, Juan Soledad?
«¡Por Dios, mi ama!-, le hubiese gritado
entonces, cayendo a sus pies de rodillas. Pero apenas logró balancear la cabeza.
—Mañana, cuando vuelvas -4e ordenó entonces la
dama— tráeme tu cuadro para verlo. -Y se pendió en los corredores envuelta en
d halo de oro que le formaba el sol de la tarde.
Juan salió corriendo de allí y fue a hundir
su cuerpo en d pozo más hondo de la quebrada, donde ceñido por los cúcuks dd
agua se convenció de que sus miembros eran fuertes y dánicos y que su corazón
palpitaba como cuando oía en la penumbra dd patío los cuentos de príncipes que le
contaba su abuela. Pero aquella misma noche, al reclinar su cabeza en las
nodülas de la anciana, ésta le dijo muy quedamente:
—Ten cuidado, Juan Soiedá: mírale el pellejo
y no te olvides de que ellos son blancos y se entienden.
¡El pellejo! Siempre la misma obsesión, la
misma palabra hiriente como espada en puño de blanco. ¿Y lo de adentro, lo
que está detrás dei pellejo, no vale nada? ¡Bah! No haría caso. Su corazón
estaba henchido por un ansia febril que le estremecía la impaciencia. Echado en
su cobija, los puños bajo la mica, aquella noche contó las horas en el reloj
del mochuelo y en la diana del gallo. Y a la mañana siguiente, cuando el sol
galopaba en lo ateo
dd délo, corrió a
mostrar su cuadro a la señora. ¿Qué sería de su vida si ella
se lo devolviera con un mohín de desprecio? Pero no, lejos de
eso los ojos
de la dama se iluminaron:
I —¿Lo has pintado tú mismo, Juan
Soledad? Pero ¿por
qué no le pintas la cara? ¿Y esa mantilla de punto? La Virgen
no tiene mantilla, sino manto. ¿Quieres ponerle mi cara?
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¡Su cara! ¡Dios poderoso! ¿Cómo haría él,
mísera larva del arte, para aprisionar la cambiante luz de aquellas pupilas y
la sonrisa de aquella boca que a veces era dulce como un panal y amarga a
veces y amarilla como la flor de la retama?
—¿Es que no te atreves? -le preguntó ella-
¿o que no te ñace pintarme?
Entonces el corazón de Juan se desbordó
colmado por el torrente de la ansiedad:
—¿Y si no me sale, mi ama? ¿Y sí me sale
fea?
—No tengas miedo: ensayaremos primero.
Esto que le ocurre a Juan Soledá es como un
sueño largo y hechizado. Por los mediodías, apenas la sombra de los mangos
comienza a caer sobre los volados balcones de la mansión, traspone él el jardín
y penetra en su nuevo mundo de luces maravillosas. Sentada en una silla de
alto y recto respaldo, la dama deja resbalar la cascada de sus cabellos y se
envuelve en ellos como la Virgen en su capuz. Y él, fascinado por su belleza,
paladea el misterio de la blancura.
Ambos guardan largos silencios, pero el ama
suele romperlo a veces con algunas palabras que suenan en los oídos de Juan
como las campanillas de las iglesias. ¡Y qué rara es el ama! A poco de estar
allí le ha hecho quitarse la blusa. ¿Será que le gusta verle el color?
Pero de repente la impaciencia se vuelve
amargura en el alma de Juan Soledá. Ya no viene por las noches a recostar su
cabeza en las rodillas de su abuela y sus labios de ciruela no formulan las
ingenuas preguntas de antes. Algo terrible, algo que quiere guardar en su corazón,
debe haber descubierto en el universo donde acaba de entrar.
Y una noche en que la anciana se encuentra
sola en la galería, acostada en su gran cama de cedro, se presenta él y se
arroja a su lado. La negra mano de la vieja se posa sobre su cabeza.
—Ya sabía yo que algo te estaba pasando.
¿No te lo decía, Juan Soledá?
—Pero, ¿por qué es así, abuela? Yo creía
que era santa cómala Virgen,
—¿Qué te ha hecho?
—No la comprendo: unas veces me pasa la
mano por el cuerpo, como tú, con cariño; otras, me pega con su látigo de
cuero. Mira cómo me ha puesto.
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23
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Rápidamente
se despoja de la blusa de lienzo y muestra a su abuela los cardenales que
cruzan como guirnaldas sus espaldas y sus brazos.
—¡Cielo
bendito! -exclama la andana-. Es mala, yo lo sabía. ¡Nunca ha rezado junto
con sus esclavos como hacían su abuela y su madre! ¡Qué mala hora, Juan
Soledá!
Inesperadamente,
una de aquellas tardes llegó Florinda corriendo y jadeando:
—No
vayas; te manda a decir ella que no vayas porque el amo acaba de llegar de la
hacienda.
¡El
amo! Viejo déspota de bigotes hirsutos que podría ser el padre de la señora y
que sólo sabe del oro lo que le cuentan sus peluconas. ¡Qué mala hora! Ya no
podrá verla sino desde el patio de los esclavos, cuando el viejo terrible
consienta en acompañarla al balcón. Los negros y los mulatos se reirán de él,
los días se volverán oscuros y como ya el mirador del níspero no tiene
secretos que confiarle, su alma vagará por entre las sombras, perseguida por
la imagen blanca de la señora.
Y
ahora es Lorenzo quien hace brincar en el patio la pelotita de aquellos
versos:
Juan Soledá cabeza de clavo bemba colora.
—¿Por
qué no haces tus pinceles con pelo de gato? -le pregunta Lorenzo.
—Mejor
es que me dejes tranquilo -le previene Juan Soledá.
—Los
pelos de gato dan suerte -insiste el otro- y tú vas a tener que andar muchas
leguas si quieres acabar de pintarle la cara a tu blanca.
¿Andar
muchas leguas? ¿Qué quiere decir el condenado mulato? Antes que Lorenzo pueda
evitarlos, los enormes brazos de Juan se alargan hacia él y le aprietan el
pescuezo con ambas manos.
¡Y
él que creía aquellos dedos sólo capaces de mover los pinceles! r’’-—¡Suéltame!
|
—¡Explícate!
f
—Sí, pero aflójame que me ahogas.
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24
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¿Es
que no se ha enterado de que el amo se lleva a la señora a la hacienda porque
las cosas se van a poner feas en la ciudad? ¿No sabe acaso que ha llegado un
nuevo Gobernador y que están poniendo presas a muchas personas por el mismo asunto
del Capitán León? No, Juan no lo sabe ni le importa. ¡El Capitán León! ¡Los
blancos! ¡La Patria! ¿Qué es la Patria? ¿Una Virgen, una canción,
el paisaje del cielo y los árboles y los ríos, o quizá los verdugones que ha
dejado en sus espaldas el látigo de la señora?
-—Yo
me voy —le confiesa
Lorenzo, rencoroso y burlón-. Me voy con los hombres, porque
aquí no van a quedar más que las mujeres.
—¿Te
vas para dónde?
—Para
donde está la gente del Capitán.
—¿No queda la hacienda por esos lados?
y-—Por allá queda; ¿pero a ti qué te importa?
De
madrugada, a la hora en que Venus hace sus guiños más rutilantes, deslizóse
Juan Soledá en la galería de las mujeres. Unas dormían en el duro suelo,
sobre mantas raídas, otras en desvencijadas yacijas. Flotaba un olor de
cubil, de mugre exasperada y de exudaciones sexuales. Algunas de las que
tres años antes eran esmirriadas chiquillas, secas y negras como
chamizas vivientes, mostraban ahora bajo el resplandor de las velas, sus
sazonadas turgencias, estremecidas por el clamor de la sangre. Algún seno
descubierto en el abandono del sueño recordó al intruso el color y la
redondez de los nísperos. ¿Sobre cuál de estos cuerpos iba a arrojarse su
virilidad arqueada por el deseo?
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Casi en el fondo, adosado a la pared y alto como un trono, esfumábase
el lecho de la abuela Jacinta, y a un lado de él, por la cabecera, temblaban
las llamitas iluminando el lívido Crucifijo. Junto al fecho detúvose Juan y
su cuerpo inclinóse hasta rozar la piel de la vieja. Entonces se oyó la voz
de ésta:
1
—Te vi desde que entraste. Creí que venías a otra cosa, t —¿A otra cosa?
I
La anciana sonrió.
|
—Sí. ¿No te gusta ninguna de ésas?
;;
Al ver sus dientes relucientes en la oscuridad y al contemplar su brazo
extendido hacia las otras mujeres, Juan se llenó de confusión. —No, abuela:
vengo para que me bendigas.
—¿Para
que te bendiga? ¿Qué piensas hacer?
|
—No
me preguntes; bendíceme.
—Cúmplase
la voluntad del délo. Que el Señor y la Virgen te favorezcan, Juan Soledá.
La
campana mayor de la iglesia tiene voz de matrona y las almas se acurrucan
bajo sus alas como pollada aterida. Los negros han dejado de cantar en la
penumbra del patio porque el terror se cierne sobre ellos con la fiereza
invisible que tienen los castigos de Dios y del Rey. Ahora elevan al cielo las
chamuscadas ramas de sus brazos e imploran: -Señor, apiádate de nuestros amos y
devuélvenoslos intactos para que no nos falte la luz en medio de las
tinieblas» También la vieja Jacinta ruega por Juan Soledá que se ha ido no
se sabe a dónde,
empujado por un ciego delirio: -Misericordia, Señor, piedad por los inocentes
que no han matado ni robado ni dicho mentiras*.
Nada
queda de él en este que fue el mundo multicolor de su infancia y su
adolescencia, el universo de sus sueños inofensivos. Las últimas lluvias
borraron las huellas de sus pies en la tierra de la quebrada y ya no se oyen
aquellas preguntas suyas sobre lo blanco y lo negro, sobre el délo y el
infierno que su abuela contestaba con evasivas. Sabe Dios por cuáles caminos
se arrastrará a estas horas su angustia.
Péndulo
que oscila entre la duda y la desesperanza, el corazón de la vieja Jacinta
cuenta los días, las semanas y los meses hasta que una tarde alguien le trae
la noticia de que han hecho prisioneros al Capitán León y a cuantos le
acompañaban y que el señor Gobernador va a hacer con ellos un singular
escarmiento. Nadie viene en su auxilio, ninguna voz se eleva en su defensa y
todos aquellos señores man- tuanos que le ofrecieron ayuda cuando le vieron
rodeado de sus nueve mil campesinos, ahora se comportan cual si jamás
hubiesen oído su nombre.
—¿Qué
vamos a hacer nosotras, abuela Jacinta? -pregunta Florin- da, que piensa en
Lorenzo.
—¿Y
qué podemos hacer?
Sin
embargo, salen a la ciudad Tanto tiempo hace que la anciana no abandona su
patio, que ya no recuerda las calles ni las esquinas. Hay edificios nuevos
que la deslumbran por su grandeza. Bestias realengas pululan en el arroyo y
hediondas charcas obligan al vía- dante a marchar con precaución.
Pero el pueblo ha crecido y los mu
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26
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latos
y los mestizos se multiplican como bachacos. ¡Qué profunda es la voz de las
campanas cuando tocan por los difuntos!
Aquí,
en el barrio de la Candelaria, uno de los más poblados de la ciudad, es donde
viven los isleños, gentes fuertes y sobrias que cultivan la tierra como
negros de piel blanca y ojos' azules. Comúnmente hay gran actividad en la
Plaza, pero ahora todas las puertas están cerradas.
—¡Qué
tristes son las puertas cerradas, abuela! -reflexiona Florinda.
Frente
a la iglesia parroquial, donde se alzara hasta entonces la vivienda de Juan
Francisco León, sólo se ve un cuadrilátero cubierto de polvorientos
escombros. Allí están sepultados para siempre los mejores recuerdos de su
vida, de algo más que su vida, el amor de su hogar. La sal que el Gobernador
ha hecho regar sobre los escombros y que simboliza la justicia del Rey, es
blanca y se deslíe como el pus sobre la carne de la tierra.
—¿A
dónde vamos a ir ahora? -se preguntan las dos mujeres. ¿A quién acudir con la
congoja que las agobia? Ya han visto cuanto podían ver y oído cuanto podían
oír. En este momento aparece en la puerta del templo la figura de un
sacerdote y hacia él se dirigen resueltamente.
—Bendíganos,
Padre...
—¡Idos!
¿Qué hacéis solas por aquí a estas horas?
—¿Podría
decirnos su merced qué van a hacer con el Capitán León?
—¿Para
qué queréis saberlo? Lo mandan preso para España.
—¿Y
con los negros, Padre?
—¿Cuáles
negros?
—Los
que acompañaban al Capitán.
—A
esos les van a cortar las cabezas. Las clavarán en picotas en los caminos
para que sirvan de ejemplo a los rebeldes.
—Dios
se lo pague, Padre.
Las
dos se arrodillan y besan la mano al cura. Luego se alejan. Oscurece
rápidamente. Un frío cortante acuchilla las carnes, pero la vieja Jacinta no
lo siente porque está pensando en Juan Soledá y recordando los versos que le
inventaron los negros y los mulatos del patio:
|
Juan Soledá cabeza de clavo bemba colará
Pronto han hecho el camino de regreso. Florinda abre el portillo guarnecido de hierro y las dos se disponen a entrar
cuando la
sUueta de un hombre les cierra el
paso.
—Jesús! -exclama la vieja, asustada.
—Juan Soled*! -grita la nieta con las pupilas radiantes-.
¿Dónde dejaste a Lorenzo?
—Yo no iba con él —responde la voz de Juan Soledá-. Yo
iba solo.
Ahora están todos en la galería de las mujeres, sentados
en el borde de la gran cama, y la abuela contempla con fijeza el Crucifijo
que sangra a la luz de las velas. Florinda llora en silencio. De pronto la
voz de Juan Soledá abre una herida en el pecho de la noche y se pone a rodar
como sangre caliente:
—Yo nunca habla caminado tanto, abuela. No conocía nada
de eso, pero me parecía que lo hubiera visto toda mi vida. Los caminos son
claros, pero están solos y tristes. Hay sangre en las raíces de las matas y
en las orillas de los ríos. Yo caminé de noche y de día, por entre el monte,
sin saber a dónde iba. Comía frutas como los pájaros y bebía el agua de las
quebradas. Hay frutas que parecen corazones, como las pitahayas, y para
cogerlas tiene uno que hincarse las manos con las espinas. Tumbé un coco y
cuando me puse a comerlo me pareció que era la carne de un blanco... Pero,
abuela, mientras más caminaba más me convencía de que no iba a ninguna parte,
y de que si algún día llegaba no iba a poder pintarle la cara blanca. ¿Y qué crees tú que oí una noche, abuela, debajo de una gran
mata? Una voz negra que me decía: «No te sale, Juan Soledá: no te sale, no te
sale». Entonces me devolví.
Como en las noches de los cuentos tranquilos, la mano de
la abuela se posa sobre la lanuda cabeza del nieto y su palabra se vuelve
tierna como un arrullo:
—No pienses más ahora. Acuéstate y duerme: mañana será
otro día.
Y mientras la amarillenta luz de las velas hace danzar
las sombras
del aposento, afuera se vuelve a oír
el canto gutural de los siervos a dúo
con el viento que mece los árboles. Uaaah...Uuuuh... Oooohh...
|
¿c su pasado. Quiere apoyarse y sólo encuentra el vado,
Quiere saber qpe tiene su pie, que puede, al llegar a su rancho, meterlo en
agua de sal, o untárselo con zábila, o simplemente bañárselo con agua, V su
píe no está con él, pero sí el sol rutilante y un pájaro que silba en la
arboleda baja y frondosa que se ve verdear allá en la vertiente del río. Eso
es lo que con él se halla, y el sol y la sed. V adelante, casi encima suyo,
unos niños que se acercan con su hambre, Que le gritan su nombre y le piden
pan.
No oye más que:
—-Taita, pan, pan...
Y él ¿qué trae? No trae más que una pierna menos y un
palo, un garrote. La muleta quedó allá, pesada, hundida en aquel barro tibio
y fétido, Eso trae. Nada más. Una mera huella y la nostalgia de su otra
pierna, perdida entre algunos chorros de sudor, de sangre y de alcohol. Que
acaso ya humeara entre el estiércol, bajo las duras goteras de las cornisas
rotas y en los nidos oscuros y malolientes de las golondrinas.
Eso es lo que trae. Una pierna menos. Pero la mujer,
Domitila, dice que por lo menos ha vuelto y eso es mucho traer. Ha vuelto con
una pierna menos, con un muñón que no ha sido curado, sangrante y oliváceo,
lleno de pústulas blancas y costras falsas. Con un muñón que, maldito, cogió
la misma gusanera que le hizo perder su pierna.
Eso trae, porque en el camino se durmió de puro cansando,
y una mosca le puso, él mismo no sabe cómo, larvas que ahora son violentos
gusanos taladrantes. Con cuidado, el indio Genaro se hunde en el muñón una
astilla de leña, para arrancarse algunos pedazos purulentos, en un afán de
aliviarse aquel dolor. La astilla se hunde en los huecos llenos de pus como
el garrote en el barro y con un suave movimiento de palanca, hace brotar
gusanos que se mueven labiosamente,
Eso es lo que trae. Nada más. Y ahí frente a él están
unos niños que le piden pan y le llaman taita. Y, sobre todo, Domitila, con
su vientre bajo, siempre como si
estuviera a punto de acurrucarse. Como si continuamente tuviera diarrea y
necesitara agacharse. Y en Id
lejanía, casi en el pasado, su rancho frente al prado, como si fuera una
nariz que husmeara el grueso aliento del río. De ese río lento como un buey
inservible que baja tres cercados más lejos, pegado a las costras de la
tierra.
|
Ya
es algo lejano en su vida aquel toro amarrado a un lento tronco de laurel
que alza con cierta majestad algunas ramas sarmentosas; el marrano padrote
detrás del almizcle de la hembra, estirando su gran trompa y mostrando sus
dientes cortantes y sus berridos, y el caballo escondido en la sombra verdosa
del pasado. Su verde caballo, con el negro cabestro dócil, extendido como la
hierba, por dentro como la saliva, como los pingajos que le cuelgan de las
orejas o como los pájaros que le danzan en la mañana sobre el lomo, picoteando
garrapatas.
Este
es su verde caballo, con luz en las patas hinchadas y que por las noches
piafa en sueños acordándose de su hermosa y lejana juventud.
Allí
está con todos los aperos de su alma el indio Genaro, esperando llegar a los
costales para tenderse y olvidarse definitivamente de su pierna.
|
III
I
Los niños frente a la puerta atajan aquel río de hormigas que pretende
desbordar y llegarse hasta la pierna agusanada del hombre. Los niños atajan
las hormigas en un juego siniestro. Son los hijos de Genaro, que defienden su
derecho a matar hormigas, a comer batatas y auyamas.
fi¿Entre
tanto, Genaro se halla sobre los viejos costales, bañado de sudor, con aquel
muñón gangrenado, lleno de gusanos, que excavan en su pierna, en su sangre,
en su vida. Son los gusanos de Genaro. La mujer, con un paño aletea sobre la
pierna para impedir que las ¿toscas se sienten sobre ella.
KPor
las noches, las ranas se queja en los charcos y Genaro en la choza. Los niños
se hallan encogidos sobre sí mismos y duermen con los huecos de las narices
llenos de insectos. Por eso tosen y des- jjáertan al indio, que ve avanzar
aquella rabia ulcerada de su pierna por su cuerpo.
B
La mujer comienza de nuevo a manejar el trapo y los gusanos a iorber el
líquido putrefacto. Las toses se repiten en la noche y sobre el césped
que hace frente a la choza, los perros ladran hacia los irboles que ocultan
el resplandor lunar. Por entre ellos llega un yiento suave
y puro que se cuela por las rendijas de la puerta y baña
|
de
frío aluminio la frente afiebrada del indio Genaro. En la cuadra se oye de
vez en cuando un fuerte resoplido y un roer la madera con lenta voracidad. Es
su viejo y verde caballo de trompa desvaída. Su caballo que sabe que allá en
los costales que se apeñuscan al costado de su mundo, está el indio Genaro
luchando con los gusanos que son como la gloria.
La
fiebre es lenta y rabiosa, pero el aire dulcifica aquel trac-trac de los
gusanos. La carne toda le cruje y él siente un dolor agudo.
Las
sombras se alzan hasta la mujer que espanta los mosquitos que pretenden
posarse en la pierna del indio Genaro. Se alzan hasta sus ojos que brillan en
la noche, hasta la saliva que pugna por salir de sus glándulas. Un gallo
despierta la noche y corta la sombras con un canto ronco, desesperado.
Los
niños tosen encogidos sobre los cueros y la mujer se echa en la tierra
apelmazada y parda, doblegada por el cansancio.
El
indio comienza a sentir cómo las ratas le están oliendo su pobre pierna
gangrenada, cómo roen el hueso tumefacto, cómo escarban en su carne y chillan
en la sombra.
El
indio Genaro no quiere despertar a su mujer, que yace tendida sobre el suelo,
rendida, como una bestia mutilada.
El indio no quiere despertarla, pero las
ratas llegan desde la sombra y se tiran encima de su pobre pierna
gangrenada. El indio no profiere un solo lamento. No quiere quejarse, pero
las ratas suben por su pierna como la muerte. El indio mira indiferente las
sombras que salen de su cuerpo y se pierden en la noche. El sabe que por su
cuerpo avanza aquella incendiada úlcera, aquella lenta quemazón como un
terrible verano que arrasara la oscura tierra de su cuerpo.
Sabe que por su sangre anda ya aquel
estuoso delirio, donde se mezclan hongos de veneno latente creciendo como
verrugas, llaves de latas de pescado, tijeras destrozadas, espuelas
abandonadas que se hunden en el légamo de los charcos como patas de gallo,
objetos de barro ennegrecido, que se deshacen entre los verbenales.
El sabe que dentro de poco su cuerpo se
elevará a una densa y ofuscante columna de humo.
En el pesebre el caballo golpeaba las
piedras con los cascos.
Sus hondos resoplidos llenan el ambiente de aquel amanecer
estrellado. Genaro atisba por entre las junturas del barro, el tenue
resplandor de las estrellas. Las nubes pasan a gran altura. Los pájaros comienzan
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34
|
despertar los insectos
que ponen sus huevos en la verde corteza de los árboles.
Genaro no quiere quejarse, pero ve cómo aquellos animales
le succionan la sangre, le roen la carne desflecada, Los ve. ¡Acaso no se
paran en dos patas y muestran sus dos ojos vivos y frecuentes! ¡Sus hocicos
con largos pelos móviles!
Con cuidado va moviendo su garrote, lentamente, porque no
son muchas sus fuerzas. Lo coloca casi contra el vientre de una rata que intenta arrancarle algunos hilos de catgut. Con un desesperado y
frenético esfuerzo, hunde la punta del garrote en el vientre de la rata, que
apenas da un chillido. Ahora en el palo hay un fantástico anillo vivo de
visceras palpitantes, de ojos implorantes en la noche.
El indio se pudre en unos sacos de australes bordes
indescifrables.
El resplandor del alba pone un bozal luminoso en la jeta
del caballo y baña de listas azulinas su cuerpo desmesurado en la sombra.
El estiércol refulge bajo sus pisadas dementes y por sus
ojos baja una luz diáfana y pura.
El indio Genaro recuerda su verde caballo en los días en
que su lomo temblaba bajo la alegría de la lluvia. Cuando los murciélagos
dejaban caer sus frutos sobre el pesebre que el caballo mordisqueaba
asustado, y cuando con la totuma lo bañaba en el río, raspándole el barro y
la mugre con una raqueta.
A su caballo le faltó siempre un poco de orgullo para
rebelarse y no conducir sobre su lomo tantas arrobas de «lela», de café o de
panela, por años y años para que el indio Genaro pudiera, finalmente, llevar
a su rancho media panelita, un frasquito con kerosene y un pedazo de pescado
hediondo. Y de vez en cuando una záracita para la mujer. Lo que sobraba lo
dejaba para el «michito»..., el michito que no pueden prohibirle ni su
caballo que lo mira, él lo dice, con burla, ni la mujer que ahora yace boca
arriba sobre el piso..., ni los vientres abultados y deformes de sus hijos,
que cuando llegó, no hicieron más que mirarlo a la cara con las comisuras de
los labios llenos de baba verde. Nadie puede impedirle beber su michito. Por
eso él, que se hallaba tirado sobre estos costales con la hinchazón que ya
llega hasta
las ingles y le vetea de rojas
manchas el abdomen y sube hacia su garganta
como un lento árbol ardoroso, piensa en el michito. Si lo tuviera quizá se
sintiera aliviado, quizá pudiera arrastrarse hasta el patio, a donde llega el suave viento de junio rozando la hierba y
se
|
escuchan los ruidos intensos del despertar del mundo. Qui?i ra llegarse hasta el río y lavarse su pierna túmida que le late
como un violento corazón desesperado.
Se lavaría la pierna con toda la fuerza de sus uñas, se arrancarían los nervios que le
martirizaban, quizá se le machacaría contra una piedra y oiría el chasquido de los
huesos triturados. Haría cualquier
cosa, menos dejar que este dolor que parecía una lenta y profunda
cuchillada continuara
victimándolo.
Hácese más
profunda su soledad, porque la muerte lo rodea con sus lentos pasos
de sombra. Lo rodea, lo hiere en lo vivo de los ojos,
hora a hora
más densos y acuosos, en los cuales los párpados petan como
una vida impura.
Tiene
los ojos hinchados y lágrimas que él no llora ruedan por su rostro
desmesuradamente pálido y confuso, como si la muerte lo
estuviera intimando desde adentro. Como si realmente lo llamara desde las
visceras, como si desde su pierna agusanada le hiciera misteriosas señales.
El
muñón podrido es como^1 ojo absurdo de Dios, lleno de nervios saltados y
viscosidades que avanzan hacia la dura realidad de U tierra, en busca del sol
deslumbrador de la mañana eterna. Al encuentro de la pierna perdida,
peregrina de los anchos mundos del delirio, bajo las estrellas trémulas y
frías. En esto piensa el india Genaro. Cuando el sol ya brilla sobre los
árboles en aquel hermoso día de junio. La hierba está mojada y el balde de
latón relumbra bajo la luz tibia y fecunda de la mañana. Con golpes de lengua
un perro bebe agua de un viejo cántaro. Es un perro lleno de huesos vivos eos
el pelo del cuello mullido de pulgas y los ojos cansados.
Un olor lento de arena tibia se levanta de
la tierra.
Por la boca de la choza aparece primero un
niño que comienza j caminar hacia donde el perro se halla. Se sienta
frente al sol con k» ojos cerrados y la boca abierta, como si esperara algún
extraño mendrugo. Más tarde aparece otro niño, y detrás de él un tercero
apena* vestido.
Dentro de la casa se oye toser
angustiosamente a la mujer El Genaro yace con los ojos semiabiertos. La mujer
está solícita
a -sy lado como avergonzada de haberle descuidado.
El indio I»
mira dulzura, desde una lejana sonrisa. Alza con esfuerzo su
mano úesc^ nada
y la pasa por los senos exhaustos de la mujer. Esta coge la &***
|
del indio y se la
lleva a la cara, como si con ello se proporcionara un raro e intenso placer.
Sin embargo, las manos del indio son duras, callosas, apenas puede darle flexibilidad a los dedos.
Domitila sale fuera de la choza y vuelve en poco tiempo
con una taza de agua fresca y con un pedazo de trapo comienza a limpiar el
rostro manchado y sudoroso del indio. Este la deja hacer tranquilo. Piensa
que ella lo limpia, porque sabe que la muerte está muy cerca y es bueno que
los seres que se aman la reciban con el rostro limpio y reconciliado. El
indio siente el dulce placer del agua sobre su rostro ardiente.
|
IV
|
Los perros ladran camino del río. Sobre el balde de latón
que la mujer lleva en la cabeza, el sol brilla alegremente. Algunos pájaros
pasan rozando la hierba.
Domitila piensa en el hombre que ha quedado en la choza.
Piensa en ella y en la choza y en el hombre que madura su muerte allá, con su
propio carburo, con su sangre de lenta corrupción, mientras ella va camino
del agua adormecida del río. Piensa en el río con su lomo rojizo de tierra
desleída y en los niños que se hunden en el fango hasta las rodillas. La
mujer piensa en él, le ve las encías pálidas, los brazos caídos y el pelo de
rala ceniza. Piensa en él, Genaro, hombre suyo tantas y tantas veces. Hombre
suyo hasta por todas las veces de su vida, hasta por toda su vida, hasta por
la primera vez de su vida suya, tan suya que nadie más la salvaría ya de caer
con estos tres hijos suyos, paridos, malditos y benditos todos los días de
hambre o de hartazón.
Algún día estos hijos la verían acabarse a ella también.
¿Estarían todos a su lado, como lo están mientras Genaro araña la tierra y la
amasa con sus propios orines? Ya no serían niños, serían hombres con los ojos
tristes y hambrientos.
Pero ¿morirían ellos también? No podrían crecer, crecer
hasta llenar toda la tierra. Hasta que ni los amos de la tierra que tan
duramente los habían hecho trabajar a ella y a Genaro, pudieran doblegarles
sus cuerpos duros como la piedra; sus cuerpos de árbol de piedra, duros. Sus
cuerpos, y más todavía por dentro el corazón como todas
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37
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las
lamas del purgatorio. como todas la* llamas que incendian lo» pajonales.
como
todas las llama*
Entonces
traerían las manos como hichii,
como vtnpiriii, como sogas para todas x(ue&u gargantas; pan
qut todas aquellas
cabreas mostraran la lengua roja de miedo, de agonía
infinita y salvaje
Ellos, sus hijos, quizá verían la tierra limpia, donde la
luna y las estrellas y los grillos y hasta los alacranes dormirían tranquilos con sus propios ojos, mirarían con los ojos de todo*, oirían
para siempre con sus orejas aquellos ruidos y señales de la tierra. Vendría
entonces la rotura del campo; la siembra y la germinación, las lluvias y las
cosechas. Y habría abundancia para todos Para el estómago «hora macilento y
para el lomo cimbrado del caballo, Quizá también podrían conseguirse retazos
anchoa e hilo y . bueno, todo, todo. Y sus hijos serían fuertes como la
tierra, con la sabiduría de la tierra y jamás dejarían de volver con sus
piernas vivas, fuertes, entera* Esto piensa Domitila, mientras se acerca al
río que pasa come } una bala lenta.
|
Ninguno como Genaro sabe, ninguno, que la muerte le hace respirar tan hondo, que la fiebre le exalta sus últimos y definitivos humores. Pero él no quiere morir tirado en
aquello* costales
como un perro. Porque él, Genaro, tan
fuerte siempre,
toda su vida, ahora echado allí, con
una pierna menos y sin fuerza*, no puede
valir afuera de la choza, no puede
ver el sol secando la tierra y más allá la tierra verde en suaves olas temblorosas, como el lomo sucio de su caballo La tierra es su verde caballo Su único y auténtico
cáhuil*»de belfo sangriento. Ella
está allí con pájaros y flores, con la hierba alta met ida por los vientos tristes de junio.
La tierra, su verde caballo sin fronteras, Ancha, extensa,
hasta donde llaman el mar, para él,
Genaro, moribundo,
y para todo», todos, hasta para las
negras hormigas que beben loa liquido* de %u pierna podrida.
De todos. Todos cabalgarían sobre aquel lomo, en la noche
intensamente azul, viendo a las
estrellas refundirse en el horizonte El, Genaro, marcharla entonces, con su pierna sana y firme. He vando a su mujer y a sus hijos sobre el lomo de su verde cabello,
si encuentro del sol glorioso de la noche.
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¿Qué argumentos utilizaría para demostrar que la obra de Ramón Díaz Sánchez, “La Virgen no tiene cara” (1946)?
ResponderEliminar(…) ficcionaliza el papel del artista, problematizado su lugar en el mundo. El dramatismo se va intensificando hasta culminar en su final abierto, tan inconcluso como la pintura de la Virgen, que va quedando sin cara, y como la historia del personaje, marcado por la duda, la angustia y la soledad. (Gerendas, Judit. 1995:1495)
Luego explique la vinculación entre el trasfondo histórico y los acontecimientos literarios presentes en la obra
Por favor, revisen esta transcripción porque tiene defectos. Saludos.
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