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Short Story Saver
viernes, 23 de marzo de 2018
martes, 27 de febrero de 2018
¿ Y i mi hijo es gay? ¿ Qué hago?
Capítulo 10 Tomado del libro Adolescentes y Padres Más Amigos que Enemigos.
¿ Y si es homosexual? Mi hijo está en noveno grado y me preocupa que no muestre ningún interés por las chicas. ¿Podría ser homosexual? Y si lo es, ¿qué puedo hacer? Ante todo, no hay ningún estereotipo o modo de actuar de los 1 homosexuales. Una actitud afeminada en los hombres, o masculina en las mujeres, de ningún modo es un indicador de homosexualidad. Tampoco una aparente falta de interés en el sexo opuesto es necesariamente señal de homosexualidad. Con todo lo que está sucediendo en la vida de los adolescentes, no debe sorprendernos que alguno no muestre un interés activo en el sexo opuesto hasta después de terminar la secundaria (algo similar puede presentarse en el caso de la licencia de conducir: hay algunos que no j parecen quererla, pero esto no significa que no quieran independencia). Hay otras razones, además de la orientación sexual, que pueden dar cuenta de esta aparente falta de interés en el sexo opuesto. (En el Capítulo 2 encuentra más información al respecto.) Por ahora, supongamos que su hijo adolescente es homosexual. Si tenemos en cuenta que entre el cinco y el diez por ciento de la población es homosexual1, entonces es bien probable que un número equivalente, si no mayor, de padres tenga hijos adolescentes con esta orientación sexual (dado que en muchas familias hay más de un hijo). Además, si los adolescentes son conscientes de su homosexualidad, es posible que éste sea el centro fundamental alrededor del cual se organizan todos los horizontes descritos en el Capítulo 2. No hay dos experiencias parecidas en lo que respecta a un adolescente homosexual, pero hay algunos temas y preguntas comunes que necesitan atención. Después de referimos a esto, abordaremos el tema del papel de los padres. E1 primer paso frente a la homosexualidad es reconocerse uno como tal. £sto se da de modo diferente en cada persona. Mientras algunos pueden saberlo desde sus primeros años de secundaria, 5 otros solamente podrán hacerse cargo de su sexualidad ya siendo adultos. Pero, por el momento, nos limitaremos a los adolescentes que son conscientes de su sexualidad. La primera actitud puede ser la de negarse a reconocerse como tal e, incluso, a tratar de modificar su inclinación sexual. Muchos adolescentes homosexuales salen con chicos del sexo opuesto e incluso tienen relaciones heterosexuales para tratar de castigar su verdadera orientación. Su actitud se apoya en la siguiente premisa: “Si puedo tener sexo con personas del sexo opuesto, esto demuestra que no soy homosexual”. Inicialmente, traté por todos los medios de no ser lesbiana. No sólo salí con muchos chicos, sino que llegué a ser bastante promiscua. De alguna manera creía que esto contrarrestaba la fuerte atracción que sentía por las mujeres. Y no es necesario decirlo: las cosas no funcionaron, pero logré engañar a todos los que me rodeaban. Cuando por fin me reconocí abiertamente, nadie lo podía creer. Como sucede con muchos de los comportamientos de los adolescentes, las señales que envían a través de su comportamiento sexual son variadas y complejas. Trate de mantener esto siempre presente y no llegue a conclusiones anticipadas. £n realidad, según el doctor Alfred Kinsey, investigador del tema de la sexualidad, hay distintos grados de facetas homosexuales en la mayoría de nosotros. Es decir, las categorías ‘homosexual’ y ‘heterosexual’ no son unívocas; más bien, representan una especie de extremo de un continuo de la sexualidad. Si trata de combinar esto con todos los otros cambios que está viviendo el ad/1 cente, no se sorprenderá ai descubrir que ía confusión sexual es a veces una fase necesaria para definir la identidad sexual. Entre saber que uno puede tener cierto* aspectos homosexuales y reconocerse claramente como tal, hay una gran diferencia Pero cuando un adolescente reconoce su homosexualidad, esri bastante seguro de ella; si ha habido cierta indecisión, ésta ha sido disipada por la fuerza y la persistencia de sus sentimientos homosexuales. Pero reconocer la homosexualidad no es el paso más grande ni el más difícil; aceptarla sí lo es. Dado que ser homosexual todavía acarrea un fuerte estigma social, no es algo que los adolescentes acojan con los brazos abiertos. Lo corriente es que luchen contra ello con todas sus fuerzas, en parte debido a la falta de aceptación social y en parte porque es posible que no esté de acuerdo con la imagen que tienen de sí mismos. Muchos chicos sueñan con crecer y conseguir un buen trabajo, casarse y educar una familia. Muy pocos sueñan con crecer como homosexuales, enfrenar los prejuicios en sus lugares de trabajo, luchar contra el sistema legal para lograr tener relaciones íntimas que sean consideradas legítimas y tener que trabajar en exceso para lograr la autorización para adoptar un niño. Además, antes de poder aceptar su propia homosexualidad, los adolescentes tienen que luchar contra los estereotipos con los que han crecido. La homofobia no es propiedad exclusiva de los heterosexuales. Darme cuenta de que era homosexual no fue el problema. Es decir, ¿cómo evitarlo si los hombres atractivos despertaban lo que despertaban en mí? La parte más difícil fue aceptar mi homosexualidad. Crecí con toda clase de ideas acerca del tipo de persona que eran los homosexuales: hombres que se vestían con ropa de mujeres, hombres que acosaban a los niños pequeños, hombres promiscuos y muy afeminados. No encajaba dentro de ninguno de estos estereotipos, pero sabía que era homosexual. Era el capitán de mi equipo de fútbol y soñaba desesperadamente con enamorarme de un chico de mi edad y poder tener una relación estable. No respondía a ninguno de los estereotipos con los que crecí. ■ Es posible que el mayor temor de los adolescentes homo* ¡sexuales sea enfrentar el rechazo de su familia y de sus amigos, Especialmente el de la familia. Creo que este temor profundo pone |l estos adolescentes dentro de la categoría de mis alto riesgo. Trate de imaginar, si le es posible, qué sentiría si descubre algo en usted mismo que cree que podría acarrearle el total rechazo de su familia si ésta se enterara, algo tan horrible que podría significar que (o echen de la familia. Ésta es la realidad de muchos adolescente homosexuales. Ellos desarrollan esta actitud a partir de los estereotipos personales y sociales de la homosexualidad, así como de la actitud explícita e implícita que se tenga en su casa. Ya hace años que sé que soy homosexual, pero en mi casa todavía no lo saben. Estoy seguro de que mamá podría manejar la situación, pero dudo de que papá pueda. También sé que mamá no sería capaz de ocultárselo a papa. Él es el tipo de hombre machista que ama los deportes y le gusta ser “hombre-hombre”. Además, siempre está haciendo chistes sobre los homosexuales, por tanto no me cabe duda de que se enloquecería. Es posible que espere hasta entrar en la universidad. Creo que la distancia y la separación harán las cosas más soportables. También espero encontrar otros que ya hayan tenido que enfrentar esta situación con su familia. Para un adolescente que se descubre homosexual, el esfuerzo por mantener el secreto podría absorber todas sus energías e interferir totalmente en el desarrollo de su identidad personal y su autoestima. Cree que seguramente podrá tener éxito en muchas i ¡^actividades, pero si su sexualidad fuera descubierta y se supiera la [ verdad, todos sus logros se irían al traste. También muchos adolescentes homosexuales suelen creer que merecen esta suerte por- ' ; que en el fondo quizá son malas personas. Si no se les atiende a ' ; tiempo, este sentimiento puede llevarlos a experimentar sentimientos profundos de de*precio a sí mismos e, incluso, a adoptar acciones autodestructivas. Durante mucho tiempo creí que de alguna manera me merecía mi suerte porque en el fondo debía de ser una mala persona. En los momentos peores, hice cosas muy arriesgadas. Sentía que si lograba sobrevivir, quizá merecía vivir después de todo. Me drogaba y conducía el auto a toda velocidad. Me emborrachaba y caminaba sobre tapias muy altas y en lugares peligrosos; incluso llegué a jugar a la ruleta rusa con la pistola de papá. Por fortuna, un solo ensayo fue suficiente para convencerme de que no merecía morir. Tratar de evitar la realidad, o negarse a aceptarla en este caso, puede llegar a destruir al adolescente. De acuerdo con un estudio realizado por Paul Gibson, en 1986, para el Departamento de Salud y Servicios Humanos del Departamento de Estado en los Estados Unidos, los homosexuales están en un riesgo dos o tres veces mayor de suicidarse que ios jóvenes heterosexuales, y un 30% de los que realmente logran suicidarse posiblemente lo hace empujado por problemas de identidad sexual. Estas estadísticas sorprendentes no tienen en cuenta otros comportamientos de alto riesgo motivados por problemas de identidad sexual, como son el abuso con las bebidas alcohólicas y con las drogas. Antes de que aceptara mi homosexualidad, estaba bastante loco. Me drogaba y me emborrachaba a todas horas. De hecho, llegué a alcoholizarme. Fue en los Alcohólicos Anónimos en donde descubrí que tenía que hacerle frente a mi sexualidad. Cuando estaba borracho, llegué a tener relaciones sexuales homosexuales sin tomar las debidas precauciones y luego culpaba al alcohol, así no tenía que aceptar que era homosexual. Al mirar hacia atrás, puedo ver que la negación de mi sexualidad fue lo que me llevo al consumo excesivo de bebidas alcohólicas; no obstante, me las ingenié para alcoholizarme. Irónicamente, la única manera de volver a la normalidad fue enfrentar mi sexualidad. Además de la aceptación familiar (tema que trataremos más adelante), el adolescente necesita un grupo de compañeros que comprenda y sepa valorar los conflictos que enfrentan los chicos y las chicas homosexuales. Con frecuencia, necesita tener acceso a un grupo de apoyo para lograr desarrollar su sentido de identidad: otros adolescentes homosexuales. Afortunadamente, este tipo de redes son más comunes en la actualidad, pero todavía no están claramente a la disposición de la mayoría de los adolescentes. Lo más difícil de todo fue encontrar otros homosexuales en la escuela para poder hablar con ellos. Como la homosexualidad todavía es estigmatizada por los compañeros, por los padres y por la sociedad, no resulta fácil encontrar a ios otros. Es bastante loco. Recorrí la ciudad durante mucho tiempo en busca de un grupo de apoyo para adolescentes homosexuales, que me sirvió mucho inicialmente. Pude escuchar las historias de otros, supe de sus temores, éxitos y fracasos. De repente, ya no me sentí tan solo. Me ayudaron mucho en el proceso de abrirme con mis padres, me dieron consejos y valor. Pero después de cierto tiempo, me di cuenta de que lo único que tenía en común con la mayoría de ellos era mi sexualidad. Sus intereses eran muy diferentes a los míos, iban a colegios distintos ubicados en diferentes extremos de la ciudad. De repente, sentí que estaba dividido entre dos mundos, pero que no pertenecía a ninguno de los dos. Mi sexualidad no hacía parte de mi vida diaria. Así, empecé a declararme homosexual, poco a poco, con algunos de mis compañeros. Hubo una mezcla de reacciones, pero cuando me gradué la mayoría de mis mejores amigos lo sabían. De todos modos, sólo fue en la universidad en donde pude juntar esos dos mundos. Aquí hay una comunidad homosexual muy fuerte, y esto nos ayuda muchísimo. Es muy importante lograr un grupo de compañeros homosexuales, porque éste representa un espacio en el que la sexualidad ¿d adolescente es aceptada como algo normal y no como un se- ¿jeto que debe mantenerse a toda costa. Recuerde lo importante que es k aceptación durante la adolescencia. Cuando los adolescentes llegan a ser claramente conscientes je su homosexualidad y la aceptan, deben tomar ciertas decisiones: ¿Van acontárselo a alguien? Si éste es el caso, ¿a quién? ¿Cuándo f cómo? ¿Puede alguna persona en la familia ayudarles a hacerlo? ;Pueden dios enfrentar a quienes no aceptan su sexualidad? ¿Vale h pena correr el riesgo? ¿Piensan llevar una vida sexual activa o van a esperar hasta terminar la secundaria o un poco después? Si piensan llevar una vida sexual activa, ¿cuál sería el lugar seguro? ¿Podrán enfrentar la reacción de sus compañeros cuando lo sepan? ¿Se sienten obligados a declararse? ¿Hay otros que están pasando por k misma experiencia? ¿Cómo se pueden encontrar? ¿Hay algunos adultos “confiables” con quienes poder hablar? Entonces, ¿qué pasaría si su hijo adolescente es homosexual y se lo cuenta a usted? (Algunos adolescentes que no son capaces de hablar con sus padres abiertamente tratarán de hacerlo indirectamente, por ejemplo, pueden dejar libros acerca de los homosexuales en algún lugar que puedan ser vistos. Aunque usted no debe sacar conclusiones anticipadas, tampoco trate de conservar su total inocencia.) Esté dispuesto a que su vida se transforme dramáticamente mando esto suceda. Los padres casi nunca están preparados pata la homosexualidad de un hijo, por tanto, todavía hay mucho omino por recorrer. Primero, cuando su hijo se lo cuente, no intente poner en duda lo que le está diciendo, porque cuando decida contár-j sdo ya estará bastante seguro de su sexualidad. Como se dijo anta, d principal temor que tienen los chicos es ser rechazados por tu familia, de modo que ninguno va a arriesgarse a enfrentar este rechazo, a menos de que esté totalmente seguro. Segundo, su hijo no puede cambiar, entonces es usted quien debe hacerlo. Fue una experiencia realmente fuerte; parecía como si ellos [mis padres] estuvieran leyendo una especie de libreto, o algo parecido. Al principio se quedaron totalmente mudos, pero cuando empezaron a recobrar la voz su primera pregunta fue: “¿Estás seguro?” Si para poder siquiera concebir la idea de hablar con ellos, yo tenía que estar absolutamente seguro, ¿cómo se les podía ocurrir que yo les iba a decir algo de este calibre sin estarlo? Después de un largo rato, cuando por fin entendieron que yo estaba muy seguro de mi sexualidad, dieron el segundo paso dentro del libreto de los “Padres de un adolescente homosexual”, es decir, intentaron otra estrategia: empezaron a preguntarse si no se trataría simplemente de una etapa normal dentro de mi proceso de desarrollo. Cuando llegaron a este punto, mamá habló de un amigo que se creyó homosexual. .. ¡hasta el día en el que encontró a la mujer adecuada! Papá dio un paso más y empezó a preguntarse si no habría ninguna posibilidad de que yo cambiara. ¡Fue algo demente! Y, Tengo que reconocer que cuando Sarah habló abiertamente conmigo, la sorpresa que me llevé fue total. Temo no haber reaccionado como debía. Me sentí enojada y confundida. Sentí como si me estuviera agrediendo a mí. Me quedé tan enredada en mí misma, que no podía imaginar que lo que ella estaba diciendo tuviera su origen en una perspectiva diferente a la mía. Me preocupó lo que pensaran en mi familia y en mi grupo de amigos, también empecé a pensar cómo se lo contaría. Todo fue demasiado confuso para mí. Y no sólo su sexualidad. Posiblemente la parte más difícil fue decir adiós a todos los sueños que yo me había hecho con ella: que se casara con un hombre que nos gustara a nosotros, que tuvieran hijos y, quizá lo más importante, que llegara a ser abuela. Tratar de comprender y aceptar las implicaciones de lo que Sarah nos estaba diciendo no fue fácil desde ningún punto de vista. Ahora que miro hacia atrás, me doy cuen-
¿ Y si es homosexual? Mi hijo está en noveno grado y me preocupa que no muestre ningún interés por las chicas. ¿Podría ser homosexual? Y si lo es, ¿qué puedo hacer? Ante todo, no hay ningún estereotipo o modo de actuar de los 1 homosexuales. Una actitud afeminada en los hombres, o masculina en las mujeres, de ningún modo es un indicador de homosexualidad. Tampoco una aparente falta de interés en el sexo opuesto es necesariamente señal de homosexualidad. Con todo lo que está sucediendo en la vida de los adolescentes, no debe sorprendernos que alguno no muestre un interés activo en el sexo opuesto hasta después de terminar la secundaria (algo similar puede presentarse en el caso de la licencia de conducir: hay algunos que no j parecen quererla, pero esto no significa que no quieran independencia). Hay otras razones, además de la orientación sexual, que pueden dar cuenta de esta aparente falta de interés en el sexo opuesto. (En el Capítulo 2 encuentra más información al respecto.) Por ahora, supongamos que su hijo adolescente es homosexual. Si tenemos en cuenta que entre el cinco y el diez por ciento de la población es homosexual1, entonces es bien probable que un número equivalente, si no mayor, de padres tenga hijos adolescentes con esta orientación sexual (dado que en muchas familias hay más de un hijo). Además, si los adolescentes son conscientes de su homosexualidad, es posible que éste sea el centro fundamental alrededor del cual se organizan todos los horizontes descritos en el Capítulo 2. No hay dos experiencias parecidas en lo que respecta a un adolescente homosexual, pero hay algunos temas y preguntas comunes que necesitan atención. Después de referimos a esto, abordaremos el tema del papel de los padres. E1 primer paso frente a la homosexualidad es reconocerse uno como tal. £sto se da de modo diferente en cada persona. Mientras algunos pueden saberlo desde sus primeros años de secundaria, 5 otros solamente podrán hacerse cargo de su sexualidad ya siendo adultos. Pero, por el momento, nos limitaremos a los adolescentes que son conscientes de su sexualidad. La primera actitud puede ser la de negarse a reconocerse como tal e, incluso, a tratar de modificar su inclinación sexual. Muchos adolescentes homosexuales salen con chicos del sexo opuesto e incluso tienen relaciones heterosexuales para tratar de castigar su verdadera orientación. Su actitud se apoya en la siguiente premisa: “Si puedo tener sexo con personas del sexo opuesto, esto demuestra que no soy homosexual”. Inicialmente, traté por todos los medios de no ser lesbiana. No sólo salí con muchos chicos, sino que llegué a ser bastante promiscua. De alguna manera creía que esto contrarrestaba la fuerte atracción que sentía por las mujeres. Y no es necesario decirlo: las cosas no funcionaron, pero logré engañar a todos los que me rodeaban. Cuando por fin me reconocí abiertamente, nadie lo podía creer. Como sucede con muchos de los comportamientos de los adolescentes, las señales que envían a través de su comportamiento sexual son variadas y complejas. Trate de mantener esto siempre presente y no llegue a conclusiones anticipadas. £n realidad, según el doctor Alfred Kinsey, investigador del tema de la sexualidad, hay distintos grados de facetas homosexuales en la mayoría de nosotros. Es decir, las categorías ‘homosexual’ y ‘heterosexual’ no son unívocas; más bien, representan una especie de extremo de un continuo de la sexualidad. Si trata de combinar esto con todos los otros cambios que está viviendo el ad/1 cente, no se sorprenderá ai descubrir que ía confusión sexual es a veces una fase necesaria para definir la identidad sexual. Entre saber que uno puede tener cierto* aspectos homosexuales y reconocerse claramente como tal, hay una gran diferencia Pero cuando un adolescente reconoce su homosexualidad, esri bastante seguro de ella; si ha habido cierta indecisión, ésta ha sido disipada por la fuerza y la persistencia de sus sentimientos homosexuales. Pero reconocer la homosexualidad no es el paso más grande ni el más difícil; aceptarla sí lo es. Dado que ser homosexual todavía acarrea un fuerte estigma social, no es algo que los adolescentes acojan con los brazos abiertos. Lo corriente es que luchen contra ello con todas sus fuerzas, en parte debido a la falta de aceptación social y en parte porque es posible que no esté de acuerdo con la imagen que tienen de sí mismos. Muchos chicos sueñan con crecer y conseguir un buen trabajo, casarse y educar una familia. Muy pocos sueñan con crecer como homosexuales, enfrenar los prejuicios en sus lugares de trabajo, luchar contra el sistema legal para lograr tener relaciones íntimas que sean consideradas legítimas y tener que trabajar en exceso para lograr la autorización para adoptar un niño. Además, antes de poder aceptar su propia homosexualidad, los adolescentes tienen que luchar contra los estereotipos con los que han crecido. La homofobia no es propiedad exclusiva de los heterosexuales. Darme cuenta de que era homosexual no fue el problema. Es decir, ¿cómo evitarlo si los hombres atractivos despertaban lo que despertaban en mí? La parte más difícil fue aceptar mi homosexualidad. Crecí con toda clase de ideas acerca del tipo de persona que eran los homosexuales: hombres que se vestían con ropa de mujeres, hombres que acosaban a los niños pequeños, hombres promiscuos y muy afeminados. No encajaba dentro de ninguno de estos estereotipos, pero sabía que era homosexual. Era el capitán de mi equipo de fútbol y soñaba desesperadamente con enamorarme de un chico de mi edad y poder tener una relación estable. No respondía a ninguno de los estereotipos con los que crecí. ■ Es posible que el mayor temor de los adolescentes homo* ¡sexuales sea enfrentar el rechazo de su familia y de sus amigos, Especialmente el de la familia. Creo que este temor profundo pone |l estos adolescentes dentro de la categoría de mis alto riesgo. Trate de imaginar, si le es posible, qué sentiría si descubre algo en usted mismo que cree que podría acarrearle el total rechazo de su familia si ésta se enterara, algo tan horrible que podría significar que (o echen de la familia. Ésta es la realidad de muchos adolescente homosexuales. Ellos desarrollan esta actitud a partir de los estereotipos personales y sociales de la homosexualidad, así como de la actitud explícita e implícita que se tenga en su casa. Ya hace años que sé que soy homosexual, pero en mi casa todavía no lo saben. Estoy seguro de que mamá podría manejar la situación, pero dudo de que papá pueda. También sé que mamá no sería capaz de ocultárselo a papa. Él es el tipo de hombre machista que ama los deportes y le gusta ser “hombre-hombre”. Además, siempre está haciendo chistes sobre los homosexuales, por tanto no me cabe duda de que se enloquecería. Es posible que espere hasta entrar en la universidad. Creo que la distancia y la separación harán las cosas más soportables. También espero encontrar otros que ya hayan tenido que enfrentar esta situación con su familia. Para un adolescente que se descubre homosexual, el esfuerzo por mantener el secreto podría absorber todas sus energías e interferir totalmente en el desarrollo de su identidad personal y su autoestima. Cree que seguramente podrá tener éxito en muchas i ¡^actividades, pero si su sexualidad fuera descubierta y se supiera la [ verdad, todos sus logros se irían al traste. También muchos adolescentes homosexuales suelen creer que merecen esta suerte por- ' ; que en el fondo quizá son malas personas. Si no se les atiende a ' ; tiempo, este sentimiento puede llevarlos a experimentar sentimientos profundos de de*precio a sí mismos e, incluso, a adoptar acciones autodestructivas. Durante mucho tiempo creí que de alguna manera me merecía mi suerte porque en el fondo debía de ser una mala persona. En los momentos peores, hice cosas muy arriesgadas. Sentía que si lograba sobrevivir, quizá merecía vivir después de todo. Me drogaba y conducía el auto a toda velocidad. Me emborrachaba y caminaba sobre tapias muy altas y en lugares peligrosos; incluso llegué a jugar a la ruleta rusa con la pistola de papá. Por fortuna, un solo ensayo fue suficiente para convencerme de que no merecía morir. Tratar de evitar la realidad, o negarse a aceptarla en este caso, puede llegar a destruir al adolescente. De acuerdo con un estudio realizado por Paul Gibson, en 1986, para el Departamento de Salud y Servicios Humanos del Departamento de Estado en los Estados Unidos, los homosexuales están en un riesgo dos o tres veces mayor de suicidarse que ios jóvenes heterosexuales, y un 30% de los que realmente logran suicidarse posiblemente lo hace empujado por problemas de identidad sexual. Estas estadísticas sorprendentes no tienen en cuenta otros comportamientos de alto riesgo motivados por problemas de identidad sexual, como son el abuso con las bebidas alcohólicas y con las drogas. Antes de que aceptara mi homosexualidad, estaba bastante loco. Me drogaba y me emborrachaba a todas horas. De hecho, llegué a alcoholizarme. Fue en los Alcohólicos Anónimos en donde descubrí que tenía que hacerle frente a mi sexualidad. Cuando estaba borracho, llegué a tener relaciones sexuales homosexuales sin tomar las debidas precauciones y luego culpaba al alcohol, así no tenía que aceptar que era homosexual. Al mirar hacia atrás, puedo ver que la negación de mi sexualidad fue lo que me llevo al consumo excesivo de bebidas alcohólicas; no obstante, me las ingenié para alcoholizarme. Irónicamente, la única manera de volver a la normalidad fue enfrentar mi sexualidad. Además de la aceptación familiar (tema que trataremos más adelante), el adolescente necesita un grupo de compañeros que comprenda y sepa valorar los conflictos que enfrentan los chicos y las chicas homosexuales. Con frecuencia, necesita tener acceso a un grupo de apoyo para lograr desarrollar su sentido de identidad: otros adolescentes homosexuales. Afortunadamente, este tipo de redes son más comunes en la actualidad, pero todavía no están claramente a la disposición de la mayoría de los adolescentes. Lo más difícil de todo fue encontrar otros homosexuales en la escuela para poder hablar con ellos. Como la homosexualidad todavía es estigmatizada por los compañeros, por los padres y por la sociedad, no resulta fácil encontrar a ios otros. Es bastante loco. Recorrí la ciudad durante mucho tiempo en busca de un grupo de apoyo para adolescentes homosexuales, que me sirvió mucho inicialmente. Pude escuchar las historias de otros, supe de sus temores, éxitos y fracasos. De repente, ya no me sentí tan solo. Me ayudaron mucho en el proceso de abrirme con mis padres, me dieron consejos y valor. Pero después de cierto tiempo, me di cuenta de que lo único que tenía en común con la mayoría de ellos era mi sexualidad. Sus intereses eran muy diferentes a los míos, iban a colegios distintos ubicados en diferentes extremos de la ciudad. De repente, sentí que estaba dividido entre dos mundos, pero que no pertenecía a ninguno de los dos. Mi sexualidad no hacía parte de mi vida diaria. Así, empecé a declararme homosexual, poco a poco, con algunos de mis compañeros. Hubo una mezcla de reacciones, pero cuando me gradué la mayoría de mis mejores amigos lo sabían. De todos modos, sólo fue en la universidad en donde pude juntar esos dos mundos. Aquí hay una comunidad homosexual muy fuerte, y esto nos ayuda muchísimo. Es muy importante lograr un grupo de compañeros homosexuales, porque éste representa un espacio en el que la sexualidad ¿d adolescente es aceptada como algo normal y no como un se- ¿jeto que debe mantenerse a toda costa. Recuerde lo importante que es k aceptación durante la adolescencia. Cuando los adolescentes llegan a ser claramente conscientes je su homosexualidad y la aceptan, deben tomar ciertas decisiones: ¿Van acontárselo a alguien? Si éste es el caso, ¿a quién? ¿Cuándo f cómo? ¿Puede alguna persona en la familia ayudarles a hacerlo? ;Pueden dios enfrentar a quienes no aceptan su sexualidad? ¿Vale h pena correr el riesgo? ¿Piensan llevar una vida sexual activa o van a esperar hasta terminar la secundaria o un poco después? Si piensan llevar una vida sexual activa, ¿cuál sería el lugar seguro? ¿Podrán enfrentar la reacción de sus compañeros cuando lo sepan? ¿Se sienten obligados a declararse? ¿Hay otros que están pasando por k misma experiencia? ¿Cómo se pueden encontrar? ¿Hay algunos adultos “confiables” con quienes poder hablar? Entonces, ¿qué pasaría si su hijo adolescente es homosexual y se lo cuenta a usted? (Algunos adolescentes que no son capaces de hablar con sus padres abiertamente tratarán de hacerlo indirectamente, por ejemplo, pueden dejar libros acerca de los homosexuales en algún lugar que puedan ser vistos. Aunque usted no debe sacar conclusiones anticipadas, tampoco trate de conservar su total inocencia.) Esté dispuesto a que su vida se transforme dramáticamente mando esto suceda. Los padres casi nunca están preparados pata la homosexualidad de un hijo, por tanto, todavía hay mucho omino por recorrer. Primero, cuando su hijo se lo cuente, no intente poner en duda lo que le está diciendo, porque cuando decida contár-j sdo ya estará bastante seguro de su sexualidad. Como se dijo anta, d principal temor que tienen los chicos es ser rechazados por tu familia, de modo que ninguno va a arriesgarse a enfrentar este rechazo, a menos de que esté totalmente seguro. Segundo, su hijo no puede cambiar, entonces es usted quien debe hacerlo. Fue una experiencia realmente fuerte; parecía como si ellos [mis padres] estuvieran leyendo una especie de libreto, o algo parecido. Al principio se quedaron totalmente mudos, pero cuando empezaron a recobrar la voz su primera pregunta fue: “¿Estás seguro?” Si para poder siquiera concebir la idea de hablar con ellos, yo tenía que estar absolutamente seguro, ¿cómo se les podía ocurrir que yo les iba a decir algo de este calibre sin estarlo? Después de un largo rato, cuando por fin entendieron que yo estaba muy seguro de mi sexualidad, dieron el segundo paso dentro del libreto de los “Padres de un adolescente homosexual”, es decir, intentaron otra estrategia: empezaron a preguntarse si no se trataría simplemente de una etapa normal dentro de mi proceso de desarrollo. Cuando llegaron a este punto, mamá habló de un amigo que se creyó homosexual. .. ¡hasta el día en el que encontró a la mujer adecuada! Papá dio un paso más y empezó a preguntarse si no habría ninguna posibilidad de que yo cambiara. ¡Fue algo demente! Y, Tengo que reconocer que cuando Sarah habló abiertamente conmigo, la sorpresa que me llevé fue total. Temo no haber reaccionado como debía. Me sentí enojada y confundida. Sentí como si me estuviera agrediendo a mí. Me quedé tan enredada en mí misma, que no podía imaginar que lo que ella estaba diciendo tuviera su origen en una perspectiva diferente a la mía. Me preocupó lo que pensaran en mi familia y en mi grupo de amigos, también empecé a pensar cómo se lo contaría. Todo fue demasiado confuso para mí. Y no sólo su sexualidad. Posiblemente la parte más difícil fue decir adiós a todos los sueños que yo me había hecho con ella: que se casara con un hombre que nos gustara a nosotros, que tuvieran hijos y, quizá lo más importante, que llegara a ser abuela. Tratar de comprender y aceptar las implicaciones de lo que Sarah nos estaba diciendo no fue fácil desde ningún punto de vista. Ahora que miro hacia atrás, me doy cuen-
viernes, 23 de febrero de 2018
De Quilalí a Illinois BY Manolo Cuadra
De Quilalí a Illinois BY Manolo Cuadra*******
From: BETTY RUTLEDGE, 17 Battery Place Bronsville, U.S.A ***********************************************ESTO era cada jueves de la semana, cuando el avión dejaba caer la correspondencia sobre el reducto del destacamento. Para Harry Livermore, Betty Rutledge, aun con estar tan lejos, seguía siendo la compañera de sus horas grises. ¡Y cómo no! Solo el exceso de producción, al que pronto debía seguir un paro febril conjuntamente con un invierno rigurosísimo, empujaron su resolución por los caminos de la aventura. Y a fe que la tal aventura resultaba peligrosa. Todavía recordaba a Betty en la estación, siguiendo el tren lleno de bultos kaky, con sus ojos bonitos. Al despedirse, ella le había besado el mentón, dejándoselo embadurnado con su billet barato. Harry habría querido llevar ese amoroso estigma por toda la vida, si no hubiera sido que ahí no más, Billy Harding se lo había quitado de una manotada en contestación a una protesta suya cuando Billy, camorrista y cínico, dijo un comentario pesado sobre la muchacha. Cuando Harry la perdió de vista –vestida toda de blanco, ella bien pronto llegó a ser en la lejanía como un pañuelo–, sintió algo extraño en su corazón, y comprendiendo que era un llanto seco, sin lágrimas, sacó la cabeza por la ventanilla para que el humo de la maquina estimulara sus funciones lagrimales. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Setenta años, evidentemente. ¡A ver!... Como que Betty llevaba la cuenta: Queridísimo Harry: Estoy contenta con una gran noticia: parece que toda la flota del Atlántico vendrá frente a San Francisco para efectuar las maniobras anuales de la marina. Pero no es ésto todo: Por aquí se asegura que la defensa del puerto estará a cargo del ejército y que al efecto, los saldados del quinto regimiento que hayan prestado ser 116 aquí se les considera muy útiles dado el entrenamiento que tienen “contra esos salvajes”. Pero no es eso todo: el Secretario de Marina hace saber que los alistados que en Nicaragua se distingan en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases, aunque, como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás lo posible por volver. Y aunque seguramente ya tú lo sabes, yo quiero contártelo: Sharkey le gaño a Schemeling, Gary Cooper se rompió una pierna filmando “Hombres de Acero”, y yo te amo estrechamente. –BETTY.” ¿Volver? Rió él amargamente con risa de sulfato. Cualquiera pensaría en ello en semejante situación. El caso era que de las siete patrullas de reconocimiento, enviadas para aflojar el cerco, solo dos habían regresado milagrosamente escapadas, y eso, con una noticia por demás desconsoladora: los ríos salidos de madre dentro de una dilatada circunvalación hacían impracticable cualquier intento de éxodo hacia el sur. Y esta situación duraba casi un mes. Verdad era que los aviones llenaban parte de su cometido suministrando dos veces por semana algunos víveres y correspondencia; pero esto solamente conseguía arreciar aún más las nostalgias por el lejano hogar. La otra parte de la empresa hacíase más que difícil para los aviadores. Venía a ser como imposible librar la fortaleza de un enemigo que a la hora oportuna podía concentrarse con velocidad increíble; pero que a tiempo de sufrir el ametrallamiento aéreo, sabía pulverizarse entre la yerba, contra los bosques, más allá de los ribazos. Dos aviones corsarios habían quedado fuera de combate: el primero, al intentar un aterrizaje de acuerdo con los sitiados y protegidos por una batería de lanzabombas. Al otro lo habían bajado del aire como una gaviota. Desde el torreón donde montaba guardiael marino podía distinguir lo que antes fuera un instrumento de rapidez y gracias, convertido en un laberinto de hierros retorcidos. ¿Volver? Otra vez el marino se tornó melancólico. Recordó la casita blanca de Illinois y al viejo Livermore atareado en su huerto de manzanas. A Betty frente al micrófono de una casa anunciadora… y hasta a Billy Harding. La escalera del segundo piso crujió. Fue levantada la trampa y entro Leverton, armado hasta los dientes. ––Vengo a sacarte, Harry –anunció cansadamente. ––¿Reportes? –inquirió él, ansioso. ––El otro barbotó una injuria y lo miró con ferocidad. Narraciones / Manolo Cuadra 117 ––¡Imbécil! En balde tomaste parte en la alarma, anoche. Sí ¿y qué? Pues que hasta ahora observamos el resultado. La cuerda del mástil ha sido rota a tiros. Estamos sin radio. ¡Incomunicados…! Y que Welles siga creyendo que estos greassers tiran mal. Él mismo, para sostener su dicho ante el Comandante, subió esta mañana; pero tuvo que bajar con un codo deshecho. Y si tú quieres probar, habla con el Comandante. …”en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases; aunque como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás lo posible por volver” Ahora, el fragmento invitador de la carta de Betty colaboraba con el ansia suprema de su vida: ¡volver!... Ingresaría a Hornville en tren de las 10 am., y se apostaría frente a la estación anunciadora, para esperarla cuando ella saliera a tomar una sopa de espárragos al restaurant. ––¡Oh, Betty, Betty! ¡Aquí estoy! Y ella se precipitaría entre sus brazos, allí frente a los transeúntes asombrados y le diría: ––Sí, Harry. Ya sabía que vendrías. Y otra vez lo habría de besar en el mentón, como el día de la despedida. ––Oí decir –comentó Harry Livermore ante el sargento de guardia de ese día– que dos de las ametralladoras estuvieron anoche paradas por falta de agua. Y así han de seguir. Ya sabes que estamos incomunicados. Por lo tanto, hoy que necesitamos de agua, los pilotos bajaran sardinas; mañana papel de inodoro; pasado… Vas a ver, muchacho; pasado mañana, cruces y flores. ––No ha de ocurrir eso –afirmó el con seguridad. Y agregó von voz decidida: Reporte al comandante que esta noche bajaré al rio; es decir, que tendremos agua para “ellas” Declinaba el sol. Declinaba también, sobre el mástil, la bandera de los Estados Unidos con los honores de ordenanza, y a Harry no le conmovió aquella concurrencia de caídas, que pudieron hacerle presentir la de su propio cuerpo junto a las aguas romanceras del río. Espero media hora a que oscureciera. Le dieron recipientes de goma que cabían perfectamente en los bolsillos. La vuelta ya sería otra cosa: cinco galones. El Comandante le tendió la mano: ––Adiós Harry –le ordenó: no se arriesgue Ud. mucho y De Quilalí a Illinois 118 vuelva pronto. Pero antes él quiso ver a Billy Harding. Le sucedía lo que a dos viajeros de un mismo tren: un incidente cualquiera de la charla provoca la discrepancia momentáneamente; pero al término del viaje ambos han simpatizado y se despiden. Para Harry, la estación terminal de la vía llegaba, y abrazó a Billy. A medida que se enterraba en la semioscuridad sentía el imperio instintivo de encogerse, de reducir su humanidad al mínimum de la expresión geométrica. Él, que venía con la nostalgia de las colosales iluminaciones yankis, buscaba el regazo suave de las sombras. Crujieron algunas zarzas. Estuvo agazapado dos minutos. Él veía ansiosamente la fosforescencia lívida de su reloj pulsera. Dentro de una hora, la luna bañaría todo el agro. Se le estrujaban los riñones terriblemente. El rumor del follaje, estremecido por la brisa nocturna, le reveló la proximidad del bosque. Detrás cantaba el río. Bajo la arboleada, la visión era más difícil. Hizo un avance rápido, pero silencioso. No obstante, las arenas crujían. Reinició el arrastre; pero una voz le dejó clavado en su sitio. Una voz que barrenaba en las sombras. ––¿Quién vive? La hoja de su cuchillo cazador salió suavemente. Su automática permanecería enfundada para cuando llegara el instante de jugarse el todo por el todo. A un yanky, y a un marino especialmente, le choca recurrir al arma blanca. Harry encontraba mucha diferencia entre suprimir a un hombre de una cuchillada y aniquilarlo de un balazo. El cuchillo, en efecto, hace de alambre conductor entre la vida que triunfa y la otra que se extingue. El contraste debía ser repugnante. Las manecillas del reloj, como mazos descomunales, empezaron un furioso golpear sobre la placa de resonancias del silencio. Hacía eco el corazón, con ronco redoble de tambor. ––¡Callad, malditos! Rabió él. “No se arriesgue Ud. mucho –habíale dicho el Comandante. Sin embargo, el dulce requerimiento de Betty le sonaba irresistible: “…yo sé qué harás lo posible por volver”. Y votó con Betty. Continuó deslizándose con infinitas precauciones. De pronto, del otro lado de la sombra emergió una forma. Sintió que se le venía encima… Él brincó. Sus manos de luchador agarraron instintiva Narraciones / Manolo Cuadra 119 mente una garganta que al pronto cedió bajo el choque. Harry era fuerte como un marrano; pero el adversario se le escurría con aglutinamientos invertebrados. Rodaron sobre la hierba, hundiéndose en la corriente, contra las piedras. Los gritos sordos del otro confundíanse con el rumor del agua. Harry logró ponerlo debajo, levantó el cuchillo y lo dejo caer; pero la hoja se partió al dar contra los guijarros. Entonces apretó sus tenazas sobre el cuello del otro, que perdía fuerzas visiblemente. Harry lo ahogaba, sumergiéndolo. El cuero se aflojó al fin, y fue rodando a merced de la corriente. El marino llenó precipitadamente las bolsas y emprendió la retirada. Había perdido el bajadero y no era fácil orientarse; pero sin perder tiempo siguió a su derecha el curso contrario del río. Tocó tierra seca. Agarrado de unas raíces, se izó hasta una meseta. La fortaleza emergió en el horizonte, confusamente, metida en neblina, como un viejo castillo. Afirmó las piernas y arrancó hacia allá. Inmediatamente cayó maniatado por unas lianas. Al reponerse, le gritaron casi a su lado: ––¿Quién vive? ¡Cristo! Estaba descubierto. Cogió el revólver. Una detonación llenó la noche cuando él siguió corriendo. Algo húmedo le bajaba por la espalda. ¿Estaría herido? Su carga disminuía y pensó que uno de los recipientes había sido agujereado. Detrás de él los perseguidores eran ya muchos, y una docena de rifles ladraba venenosamente. Sentíase mareado. Debía ser el hígado, que venía molestándole desde hacía algunos días. El cirujano le había prohibido los ejercicios violentos. El hígado, el hígado… Dichosamente, ya llegaba. Pero sus piernas temblaron, inútiles. Las luces de la fortaleza parpadearon en maliciosos guiños y todas las cosas a su alrededor atacaron un chárleston endiablado. Ya solo tuvo una conciencia claudicante de su yo resbalándose torpemente a través del tiempo. Manos expertas que investigaban el pecho adolorido, envuelto en sábanas blanquísimas. Olor incisivo de antisépticos, y mujeres que levitaban silenciosas, silenciosas. ¿Qué más? Encima suyo, soles circulares y una amplia luz cegadora. Después, los nombres de muchos lugares que apenas podía comprender: Corinto, Balboa, etc. Otra vez sábanas blancas, hasta que, al fin, después de miles y miles de horas todas parecidas, un nombre, un nombre adorado que era para él la clave de todo aquello: Illinois. Una muchacha verdaderamente bonita salía en aquellos De Quilalí a Illinois 120 instantes de la gran casa anunciadora, en Hornsville. A su lado, una compañera con cara de mecanografista. ––Ya no puedo con tanta carne, prefiero mi sopa de espá- rragos –exclamó la muchacha verdaderamente bonita. Harry se lanzó sobre ella: ––¡Oh, Betty, Betty! Aquí estoy. Se abrazaron frente a los transeúntes asombrados. La humanidad de Betty, montoncito de pasión y encanto, se estremecía entre los brazos brutales del soldado. Cuando al fin pudo hablar, dijo ella: ––Gracia, Harry. Yo sabía que vendrías. Y le besó, como antes, en el mentón. Almorzaron espléndidamente y Harry pagó por los tres, aunque él sólo había probado, a los postres, dos besos rosados de Betty. ––Pediré permiso al jefe –dijo ella al salir. A las tres volveré contigo, querido. El quedó a la puerta, en espera de un coche de alquiler. Cuando lo obtuvo, dio al chofer la dirección de su casa. El chofer, observándolo, preguntó: ––Muy bien. ¿Ud. quiere ir a Arlington? ¿No es así? Está borracho –reflexionó Harry Arlington era un cementerio, el panteón de los héroes, en Washington. Iba a inquirir el porqué de tan extraña equivocación pero el hombre pálido se alejaba, guiando su carro negro. Siguió a pie hasta su casa. En el camino se encontró con George Atkins, camarada de escuela. Juntos habían jugado football en los equipos del barrio. ––George–le gritó alborozado Harry–, ¿cómo estás, viejito? George continúo su camino, aparentemente sin oír. ––¿Qué pasará? –se preguntó el marino. Entonces lo golpeó, sí, estaba seguro de ello, lo golpeó con el codo, cerca de los riñones. George se volteó –minúscula alegría de Harry– para saludar a una anciana que arrastraba en su carrito a un niño rubio. Ah, se dijo Harry, profundamente compadecido, ¡está muerto! Y se llenó de un terror súbito. Pasó las últimas casas de la ciudad y avistó la granja de su padre, blanca, envuelta en algodones de niebla. Allí estaba el viejo Livermore, atareado en la poda de Narraciones / Manolo Cuadra 121 unos manzanos. Y Harry hubiera querido abrazar al buen viejo; pero… ¡ese sol! Lo despertó el sol del trópico, que le arañaba agudamente la cara. La fortaleza quedaba todavía bastante lejos. Tosió y sus labios destilaron sangre. Incorporose con un gemido. Volvió a caer. Unas nubes blancas deshacíanse en el azul, como un sueño. Vio a Betty con los ojos del alma, subiendo las escaleras de la casa de anuncios de Hornsville, envuelta en la aurora de su vestidito rosado. Bandadas de golondrinas pasaron chillando, hasta esfumarse en el horizonte norte. Y él se quedó mirándolas, muy triste, sin resignarse, con ojos moribundos. (De: Contra Sandino en la montaña)
From: BETTY RUTLEDGE, 17 Battery Place Bronsville, U.S.A ***********************************************ESTO era cada jueves de la semana, cuando el avión dejaba caer la correspondencia sobre el reducto del destacamento. Para Harry Livermore, Betty Rutledge, aun con estar tan lejos, seguía siendo la compañera de sus horas grises. ¡Y cómo no! Solo el exceso de producción, al que pronto debía seguir un paro febril conjuntamente con un invierno rigurosísimo, empujaron su resolución por los caminos de la aventura. Y a fe que la tal aventura resultaba peligrosa. Todavía recordaba a Betty en la estación, siguiendo el tren lleno de bultos kaky, con sus ojos bonitos. Al despedirse, ella le había besado el mentón, dejándoselo embadurnado con su billet barato. Harry habría querido llevar ese amoroso estigma por toda la vida, si no hubiera sido que ahí no más, Billy Harding se lo había quitado de una manotada en contestación a una protesta suya cuando Billy, camorrista y cínico, dijo un comentario pesado sobre la muchacha. Cuando Harry la perdió de vista –vestida toda de blanco, ella bien pronto llegó a ser en la lejanía como un pañuelo–, sintió algo extraño en su corazón, y comprendiendo que era un llanto seco, sin lágrimas, sacó la cabeza por la ventanilla para que el humo de la maquina estimulara sus funciones lagrimales. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Setenta años, evidentemente. ¡A ver!... Como que Betty llevaba la cuenta: Queridísimo Harry: Estoy contenta con una gran noticia: parece que toda la flota del Atlántico vendrá frente a San Francisco para efectuar las maniobras anuales de la marina. Pero no es ésto todo: Por aquí se asegura que la defensa del puerto estará a cargo del ejército y que al efecto, los saldados del quinto regimiento que hayan prestado ser 116 aquí se les considera muy útiles dado el entrenamiento que tienen “contra esos salvajes”. Pero no es eso todo: el Secretario de Marina hace saber que los alistados que en Nicaragua se distingan en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases, aunque, como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás lo posible por volver. Y aunque seguramente ya tú lo sabes, yo quiero contártelo: Sharkey le gaño a Schemeling, Gary Cooper se rompió una pierna filmando “Hombres de Acero”, y yo te amo estrechamente. –BETTY.” ¿Volver? Rió él amargamente con risa de sulfato. Cualquiera pensaría en ello en semejante situación. El caso era que de las siete patrullas de reconocimiento, enviadas para aflojar el cerco, solo dos habían regresado milagrosamente escapadas, y eso, con una noticia por demás desconsoladora: los ríos salidos de madre dentro de una dilatada circunvalación hacían impracticable cualquier intento de éxodo hacia el sur. Y esta situación duraba casi un mes. Verdad era que los aviones llenaban parte de su cometido suministrando dos veces por semana algunos víveres y correspondencia; pero esto solamente conseguía arreciar aún más las nostalgias por el lejano hogar. La otra parte de la empresa hacíase más que difícil para los aviadores. Venía a ser como imposible librar la fortaleza de un enemigo que a la hora oportuna podía concentrarse con velocidad increíble; pero que a tiempo de sufrir el ametrallamiento aéreo, sabía pulverizarse entre la yerba, contra los bosques, más allá de los ribazos. Dos aviones corsarios habían quedado fuera de combate: el primero, al intentar un aterrizaje de acuerdo con los sitiados y protegidos por una batería de lanzabombas. Al otro lo habían bajado del aire como una gaviota. Desde el torreón donde montaba guardiael marino podía distinguir lo que antes fuera un instrumento de rapidez y gracias, convertido en un laberinto de hierros retorcidos. ¿Volver? Otra vez el marino se tornó melancólico. Recordó la casita blanca de Illinois y al viejo Livermore atareado en su huerto de manzanas. A Betty frente al micrófono de una casa anunciadora… y hasta a Billy Harding. La escalera del segundo piso crujió. Fue levantada la trampa y entro Leverton, armado hasta los dientes. ––Vengo a sacarte, Harry –anunció cansadamente. ––¿Reportes? –inquirió él, ansioso. ––El otro barbotó una injuria y lo miró con ferocidad. Narraciones / Manolo Cuadra 117 ––¡Imbécil! En balde tomaste parte en la alarma, anoche. Sí ¿y qué? Pues que hasta ahora observamos el resultado. La cuerda del mástil ha sido rota a tiros. Estamos sin radio. ¡Incomunicados…! Y que Welles siga creyendo que estos greassers tiran mal. Él mismo, para sostener su dicho ante el Comandante, subió esta mañana; pero tuvo que bajar con un codo deshecho. Y si tú quieres probar, habla con el Comandante. …”en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases; aunque como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás lo posible por volver” Ahora, el fragmento invitador de la carta de Betty colaboraba con el ansia suprema de su vida: ¡volver!... Ingresaría a Hornville en tren de las 10 am., y se apostaría frente a la estación anunciadora, para esperarla cuando ella saliera a tomar una sopa de espárragos al restaurant. ––¡Oh, Betty, Betty! ¡Aquí estoy! Y ella se precipitaría entre sus brazos, allí frente a los transeúntes asombrados y le diría: ––Sí, Harry. Ya sabía que vendrías. Y otra vez lo habría de besar en el mentón, como el día de la despedida. ––Oí decir –comentó Harry Livermore ante el sargento de guardia de ese día– que dos de las ametralladoras estuvieron anoche paradas por falta de agua. Y así han de seguir. Ya sabes que estamos incomunicados. Por lo tanto, hoy que necesitamos de agua, los pilotos bajaran sardinas; mañana papel de inodoro; pasado… Vas a ver, muchacho; pasado mañana, cruces y flores. ––No ha de ocurrir eso –afirmó el con seguridad. Y agregó von voz decidida: Reporte al comandante que esta noche bajaré al rio; es decir, que tendremos agua para “ellas” Declinaba el sol. Declinaba también, sobre el mástil, la bandera de los Estados Unidos con los honores de ordenanza, y a Harry no le conmovió aquella concurrencia de caídas, que pudieron hacerle presentir la de su propio cuerpo junto a las aguas romanceras del río. Espero media hora a que oscureciera. Le dieron recipientes de goma que cabían perfectamente en los bolsillos. La vuelta ya sería otra cosa: cinco galones. El Comandante le tendió la mano: ––Adiós Harry –le ordenó: no se arriesgue Ud. mucho y De Quilalí a Illinois 118 vuelva pronto. Pero antes él quiso ver a Billy Harding. Le sucedía lo que a dos viajeros de un mismo tren: un incidente cualquiera de la charla provoca la discrepancia momentáneamente; pero al término del viaje ambos han simpatizado y se despiden. Para Harry, la estación terminal de la vía llegaba, y abrazó a Billy. A medida que se enterraba en la semioscuridad sentía el imperio instintivo de encogerse, de reducir su humanidad al mínimum de la expresión geométrica. Él, que venía con la nostalgia de las colosales iluminaciones yankis, buscaba el regazo suave de las sombras. Crujieron algunas zarzas. Estuvo agazapado dos minutos. Él veía ansiosamente la fosforescencia lívida de su reloj pulsera. Dentro de una hora, la luna bañaría todo el agro. Se le estrujaban los riñones terriblemente. El rumor del follaje, estremecido por la brisa nocturna, le reveló la proximidad del bosque. Detrás cantaba el río. Bajo la arboleada, la visión era más difícil. Hizo un avance rápido, pero silencioso. No obstante, las arenas crujían. Reinició el arrastre; pero una voz le dejó clavado en su sitio. Una voz que barrenaba en las sombras. ––¿Quién vive? La hoja de su cuchillo cazador salió suavemente. Su automática permanecería enfundada para cuando llegara el instante de jugarse el todo por el todo. A un yanky, y a un marino especialmente, le choca recurrir al arma blanca. Harry encontraba mucha diferencia entre suprimir a un hombre de una cuchillada y aniquilarlo de un balazo. El cuchillo, en efecto, hace de alambre conductor entre la vida que triunfa y la otra que se extingue. El contraste debía ser repugnante. Las manecillas del reloj, como mazos descomunales, empezaron un furioso golpear sobre la placa de resonancias del silencio. Hacía eco el corazón, con ronco redoble de tambor. ––¡Callad, malditos! Rabió él. “No se arriesgue Ud. mucho –habíale dicho el Comandante. Sin embargo, el dulce requerimiento de Betty le sonaba irresistible: “…yo sé qué harás lo posible por volver”. Y votó con Betty. Continuó deslizándose con infinitas precauciones. De pronto, del otro lado de la sombra emergió una forma. Sintió que se le venía encima… Él brincó. Sus manos de luchador agarraron instintiva Narraciones / Manolo Cuadra 119 mente una garganta que al pronto cedió bajo el choque. Harry era fuerte como un marrano; pero el adversario se le escurría con aglutinamientos invertebrados. Rodaron sobre la hierba, hundiéndose en la corriente, contra las piedras. Los gritos sordos del otro confundíanse con el rumor del agua. Harry logró ponerlo debajo, levantó el cuchillo y lo dejo caer; pero la hoja se partió al dar contra los guijarros. Entonces apretó sus tenazas sobre el cuello del otro, que perdía fuerzas visiblemente. Harry lo ahogaba, sumergiéndolo. El cuero se aflojó al fin, y fue rodando a merced de la corriente. El marino llenó precipitadamente las bolsas y emprendió la retirada. Había perdido el bajadero y no era fácil orientarse; pero sin perder tiempo siguió a su derecha el curso contrario del río. Tocó tierra seca. Agarrado de unas raíces, se izó hasta una meseta. La fortaleza emergió en el horizonte, confusamente, metida en neblina, como un viejo castillo. Afirmó las piernas y arrancó hacia allá. Inmediatamente cayó maniatado por unas lianas. Al reponerse, le gritaron casi a su lado: ––¿Quién vive? ¡Cristo! Estaba descubierto. Cogió el revólver. Una detonación llenó la noche cuando él siguió corriendo. Algo húmedo le bajaba por la espalda. ¿Estaría herido? Su carga disminuía y pensó que uno de los recipientes había sido agujereado. Detrás de él los perseguidores eran ya muchos, y una docena de rifles ladraba venenosamente. Sentíase mareado. Debía ser el hígado, que venía molestándole desde hacía algunos días. El cirujano le había prohibido los ejercicios violentos. El hígado, el hígado… Dichosamente, ya llegaba. Pero sus piernas temblaron, inútiles. Las luces de la fortaleza parpadearon en maliciosos guiños y todas las cosas a su alrededor atacaron un chárleston endiablado. Ya solo tuvo una conciencia claudicante de su yo resbalándose torpemente a través del tiempo. Manos expertas que investigaban el pecho adolorido, envuelto en sábanas blanquísimas. Olor incisivo de antisépticos, y mujeres que levitaban silenciosas, silenciosas. ¿Qué más? Encima suyo, soles circulares y una amplia luz cegadora. Después, los nombres de muchos lugares que apenas podía comprender: Corinto, Balboa, etc. Otra vez sábanas blancas, hasta que, al fin, después de miles y miles de horas todas parecidas, un nombre, un nombre adorado que era para él la clave de todo aquello: Illinois. Una muchacha verdaderamente bonita salía en aquellos De Quilalí a Illinois 120 instantes de la gran casa anunciadora, en Hornsville. A su lado, una compañera con cara de mecanografista. ––Ya no puedo con tanta carne, prefiero mi sopa de espá- rragos –exclamó la muchacha verdaderamente bonita. Harry se lanzó sobre ella: ––¡Oh, Betty, Betty! Aquí estoy. Se abrazaron frente a los transeúntes asombrados. La humanidad de Betty, montoncito de pasión y encanto, se estremecía entre los brazos brutales del soldado. Cuando al fin pudo hablar, dijo ella: ––Gracia, Harry. Yo sabía que vendrías. Y le besó, como antes, en el mentón. Almorzaron espléndidamente y Harry pagó por los tres, aunque él sólo había probado, a los postres, dos besos rosados de Betty. ––Pediré permiso al jefe –dijo ella al salir. A las tres volveré contigo, querido. El quedó a la puerta, en espera de un coche de alquiler. Cuando lo obtuvo, dio al chofer la dirección de su casa. El chofer, observándolo, preguntó: ––Muy bien. ¿Ud. quiere ir a Arlington? ¿No es así? Está borracho –reflexionó Harry Arlington era un cementerio, el panteón de los héroes, en Washington. Iba a inquirir el porqué de tan extraña equivocación pero el hombre pálido se alejaba, guiando su carro negro. Siguió a pie hasta su casa. En el camino se encontró con George Atkins, camarada de escuela. Juntos habían jugado football en los equipos del barrio. ––George–le gritó alborozado Harry–, ¿cómo estás, viejito? George continúo su camino, aparentemente sin oír. ––¿Qué pasará? –se preguntó el marino. Entonces lo golpeó, sí, estaba seguro de ello, lo golpeó con el codo, cerca de los riñones. George se volteó –minúscula alegría de Harry– para saludar a una anciana que arrastraba en su carrito a un niño rubio. Ah, se dijo Harry, profundamente compadecido, ¡está muerto! Y se llenó de un terror súbito. Pasó las últimas casas de la ciudad y avistó la granja de su padre, blanca, envuelta en algodones de niebla. Allí estaba el viejo Livermore, atareado en la poda de Narraciones / Manolo Cuadra 121 unos manzanos. Y Harry hubiera querido abrazar al buen viejo; pero… ¡ese sol! Lo despertó el sol del trópico, que le arañaba agudamente la cara. La fortaleza quedaba todavía bastante lejos. Tosió y sus labios destilaron sangre. Incorporose con un gemido. Volvió a caer. Unas nubes blancas deshacíanse en el azul, como un sueño. Vio a Betty con los ojos del alma, subiendo las escaleras de la casa de anuncios de Hornsville, envuelta en la aurora de su vestidito rosado. Bandadas de golondrinas pasaron chillando, hasta esfumarse en el horizonte norte. Y él se quedó mirándolas, muy triste, sin resignarse, con ojos moribundos. (De: Contra Sandino en la montaña)
domingo, 18 de febrero de 2018
La Rebelión. Cuento de Rómulo Gallegos Completo
La Rebelión. Cuento de Rómulo Gallegos Completo
I
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MANO
CARLOS
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Esto
fue cuando Juan Lorenzo tenia cinco años.
Una
noche, a las primeras horas, estaba él en las piernas de su madre, que le
cantaba para dormirlo, cuando llegó un hombre a la puerta, y dijo:
—Señora,
dígale a Mano Carlos que aquí está Julián Camejo que viene a cumplile lo ofreció.
Efigenia
dejó al niño en la mecedora y entrando en el cuarto del marido se acercó a
la hamaca donde él estaba y le dijo, con su voz de sierva sumisa que habla al
amo que acaba de azotarla:
—Que
ahí está Julián Camejo que viene a cumplirte lo ofrecido.
El
hombre saltó de la hamaca y se precipitó fuera del cuarto a grandes pasos, a
tiempo que desabrochaba la tirilla del revólver en la faja que llevaba
siempre al cinto.
Eñgenia comprendió entonces lo que iba a suceder,
pero no hizo nada por evitarlo, parali-
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421
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zada
por el terror. Juan Lorenzo, que estaba ¡ mancornado en la mecedora, se
enderezó rápidamente, cuando el padre atravesó el corredor dirigiéndose a la
calle.
Transcurrieron
los instantes precisos para que el comandante Carlos Jerónimo Figuera
atravesara el zaguán; pero a Efigenia le parecieron infinitos, porque
durante ellos estallaron en su cerebro un tropel de pensamientos que, para
sucederse unos a otros, habían requerido largo espacio de tiempo. Esperando
oír el disparo inevitable le pareció que se dilataba tanto, que se preguntó
mentalmente: «¿Cuándo sonará?»
Por
fin oyó. Algo espantoso que no se borraría jamás de su memoria: un quejido
estrangulado corto, angustioso como un hipo mortal y ! luego el ruido del
portón contra el cual había caído algo muy pesado.
Mucho
tiempo después, Efigenia recordó que entonces había dicho ella, lentamente y
a media j voz: «¡Ya lo mataron!», y que afuera, en la calle, en todo el
pueblo, en el aire, había un silencio horrible.
Luego
comenzaron a oírse voces de los vednos agrupados en la puerta. Lamentaciones
de mujeres que parecía que hablaban tapándose las bocas con las manos
trémulas de espanto:
—¡Ave
María Purísima! ¡Dios me salve el lugar!
Un
hombre que decía:
—¡Lo
sacó de pila!
Una
voz autoritaria:
—No
lo toquen. Hasta que no venga el juz- gao no se pué levantá el cuerpo.
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422
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Voces
lejanas:
—{Cójanlo!
{Cójanlo!
Poco
después, Juan Lorenzo, que se había quedado inmóvil en su asiento del
corredor, vio que unas mujeres abrían la entrepuerta para dar amplio paso a
los que traían el cadáver del comandante Figuera. Cautelosamente fue deslizándose
en el asiento hasta alcanzar el suelo y sin quitar la vista de la puerta por
donde iba a aparecer aquella cosa horrible. Luego echó a correr hacia donde
estaba la madre.
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II
LA OTRA EFIGENIA
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Han
transcurrido unos días. Un viajero que viene de Caracas se detiene en la casa
de Efige- nia y habla con ella.
—Bueno,
comadre. Yo cumplí su encargo. Pero francamente le digo que me ha pesao, porque
aquellas señoras tías suyas, en cuanto no más les dije a lo que iba me
saltaron encima, como unas macaureles. Y usté perdone la comparación.
A
Juan Lorenzo le hizo mucha gracia y estuvo riendo largo rato.
—{Como
unas macaureles! {Ja, ja, ja!...
El
hombre sonreía mirándolo tan regocijado.
—¡Ríete!
Que ya vas a sabé tú pa qué naciste.
Eñgenia sonreía también; pero su sonrisa era
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423
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algo
muerto sobre su rostro alelado. Luego dijo, sin haber recogido todavía
aquella sonrisa que se le había quedado olvidada en la faz triste:
—¿Quiere decir que no están dispuestas a recibirme?
—Tanto
como dispuestas no creo yo que puea decí; pero después que me tupieron con
sus desahogos contra usté y contra el difunto mi compae, que en paz descanse,
me dijeron que podía decirle a usté que qué se iba a hacé; que por lo visto
ellas no tenían más misión en el mundo que estala recogiendo a usté y a lo
que usté quisiera llevarles pa su casa. Porque sin yo estásela preguntando me
soltaron toa la historia suya; que si su padre de usté se enredó con una
mujer que no era igual a él y la tuvo a usté por trascorrales; que si un día
se presentó caje de ellas con usté chiquitita, porque se le había muerto la
mujé y que ellas, como al ñn y al cabo eran las hermanas d’él y les dio
lástima vela a usté desamparé, la recibieron y la criaron como hija, pa que
después usté y que les pagara too el cariño que le tuvieron saliéndose de la
casa con el zambo Carlos Jerónimo. Asina mismo me lo dijeron.
Chupó
el tabaco, haciéndolo girar entre los dedos, y concluyó:
—Francamente,
son bien espesas las señoritas esas.
A
lo que respondió Efígenia:
—En
el fondo no son malas.
—Ya
ve, lo que es en eso ni quito ni pongo. Lo que hago es decile lo que me
dijeron, sin ganale naa, pa que mañana no tenga usté que
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f
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■V
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haceme cargos por no
habele hablao con franqueza.
Guardó silencio.
Eñgenia lo miraba con su mirada ñja y distraída a la vez de persona ausente
de la realidad exterior. Cohibido, el hombre bajó la suya y luego,
poniéndose de pies, dijo, sin ver la cara a Efigenia, con la áspera voz
enternecida:
—¿Quiere decí que usté
está dispuesta a dirse pa Caracas?
—¿Qué voy a hacer?
—Bueno. Que le resulte
bien, comae. Yo sentiré mucho perderla de vista, porque la noche del velorio
se lo juré al difunto que no la abandonaría a usté y al muchacho; pero no es
de mi incumbencia atravesame en su voluntad. Y naa más tengo que decile, sino
que si, en una comparación, alguna vez necesita usté de mí no tiene sino
que llámame.
Y ya en la puerta,
despidiéndose:
—El mes que viene tengo
viaje pa Caracas. Como usté y el chavalo no pueen hacé el viaje a caballo, si
usté quiere dirse conmigo, yo le hago prepara una de las carretas pa que vaya
más cómoda.
—Si usted quiere
también hacerme ese favor.
—Es mi deber. Naa tiene
que agradecerme.
Desde aquel día, Juan
Lorenzo, ajeno al sufrimiento perennemente pintado en el rostro de la madre,
no hace sino anhelar por el viaje a la capital y se ríe sabrosamente cuando
piensa que va a conocer a las macaureles, que solo de este modo llamaba ya a
las tías de su madre.
Por fin llegó el día de
la partida. En una
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lluviosa
madrugada salió de Villa de Cura el convoy de carretas de Ramón Fuentes, que
hacían el tráfico entre los pueblos más próximos del llano y Caracas. Iban
cargados de quesos y de cueros de ganado, menos una en la cual, bajo un toldo
formado con el encerado y sobre colchones que amortiguaban los batacazos, se
colocaron Efigenia y su hijo.
Estuvo
lloviznando casi toda la mañana. La marcha era lenta y trabajosa. Los
carreteros corrían continuamente a lo largo del convoy acudiendo a sacar
las carretas de los atolladeros o a ayudar a las muías a repechar las cuestas
resbaladizas. El tintineo de los ameses, el traqueteo de las ruedas en los
baches, el perenne caer de la llovizna lenta y menuda: el dejo melancólico de
los cantos de la tierra, a ratos en boca de los carreteros, aumentaban la
monotonía del camino. A mediodía levantó el tiempo y roto el brumoso velo
de la llovizna lució el verde tierno de los sembrados y el suave azul de los
montes lejanos. Luego comenzó a calentar el sol, con lo cual se hizo más
fuerte la pestilencia de los cueros que iban en las carretas.
Bajo
el toldo de la última del convoy, caliente como un homo, Efigenia y Juan
Lorenzo, molidos por el traqueteo de la marcha, entontecidos por la modorra,
guardaban silencio. En pos de ellos iba Ramón Fuentes, en un macho rucio.
Durante las primeras horas del viaje había ido hablando con Efigenia cosas de
su negocio, cosas del camino; pero ahora callaba también, bajo el peso del
mediodía. De pronto dijo, dando curso a sus pensamientos:
|
426
|
—Comadre.
Y cuando Julián Camejo llegó preguntando por el compadre, ¿usté no cayó en
malicia?
—No.
—{Caramba!
¿Y usté no sabia que ellos tenían un pique viejo?
—Yo
nunca supe nada de las cosas de Carlos Jerónimo.
—Si.
Ellos tenían un pique desde cuando Mano Carlos fue jefe civil de la villa.
Parece que el Julián Camejo ese tenia una mujercita y el compadre se la
enamoró.
Y
después de una pausa:
—¡Caramba!
Si usté cuando vio que Mano Carlos salió acomodándose el revólver, se le
atraviesa y no lo deja salir, quizá se evita la desgracia.
Efigenia
lo miró largo espacio, y al cabo murmuró:
—Ya
no era tiempo.
Nuevo
silencio. Ramón Fuentes no se explicaba cómo Efigenia podía hablar de
aquello con tanta impasibilidad.
—{Caramba!
No me explico yo cómo un zoquete como Julián Camejo haya podido pegase al
compadre. {Un hombre como Mano Carlos, tan defenso! {Ah, hombre macho y
facultado que era el compadre! {Y pa que vea! Vino a pegárselo un zoquete que
era la sopa de too el mundo en La Villa.
Eñgenia
oyó aquel bárbaro panegírico del marido como si se tratase de persona
extraña. {Estaba tan distante de participar, ni aun de comprender aquella
admiración del carretero!
|
Y
sin embargo, aquel hombre de quien se trataba habla sido su compañero durante
seis años, y, lo que era todavía más absurdo: ¡Había sido el amor de su
corazón, la ilusión de su vida, durante algún tiempo! ¿Dónde había estado
ella, la verdadera Efígenia, durante todo ese tiempo? ¿Quién había
reemplazado a la ausente, a la verdadera Efígenia, a la que se crió en la
casa de las tías Cedeño, en Caracas, que tocaba el piano, por fantasía, la Serenata, de Schubert, y cantaba con
verdadero sentimiento romántico aquello de «Volverán las oscuras
golondrinas», de Bécquer? ¿Cómo era posible que fuesen la misma persona
aquella muchacha sentimental de antes y esta mujer embrutecida que venía
ahora de La Villa, entre carreteros, en una carreta, con un hijo tenido de su
unión con el zambo Carlos Jerónimo Figuera, hombre rudo y brutal a quien
asesinaron de un lanzazo en la puerta de su casa por haberle quitado la
mujerzuela a otro?
Entre
tanto, Juan Lorenzo ha estado oyendo la conversación; pero aunque sabe
perfectamente de qué se trata, tampoco se da cuenta cabal de la situación.
La muerte de su padre lo impresionó por su aparato trágico, pero luego se
convirtió para él en un hecho tan sencillo o tan sorprendente como son para
los niños todos los hechos. En realidad, para él nada había cambiado en la
vida: antes había en su casa un hombre que llenaba el ámbito con sus
interjecciones groseras y en las horas de buen humor se las enseñaba a proferir
a él; ahora ya no estaba; pero para él las cosas esenciales seguían como
|
antes: su pensamiento incansable, el
espectáculo del mundo siempre atrayente, su pequeño cuerpo ávido de correr,
saltar, su risa siempre dispuesta a derramarse en carcajadas..., y allá, en
el término de aquel viaje que por más aburrido que fuera nunca llegarla a
fastidiarlo, una perspectiva nueva: Caracas, y en ella una cosa sumamente
divertida: las tías Cedeño, (bravas como macaureles! (Ya tenia maquinadas una
buena porción de travesuras para hacerlas rabiar!
Ai
atardecer el convoy se detuvo en una ranchería del camino. Ramón Fuentes se
ocupó en preparar cómodo alojamiento para Efígenia; los carreteros despegaron
las bestias y luego acudieron al trago en la pulpería, dejando a la orilla
del camino la hilera de carretas cargadas. Efíge- nia se embelesó en la
contemplación del plácido crepúsculo que doraba la jugosa campiña ara- güeña.
Entre
tanto, Juan Lorenzo andaba por los corrales, conversando con unos arrieros
que lo conocían. Cacareaban las gallinas, subiéndose a las ramas de un
totumo; un arreo de burros se abrevaba plácidamente en tomo al estanque; las
muías de Ramón Fuentes se refocilaban en el revolcadero; el acre olor del
estiércol saturaba el aire; cortando malojo en los pesebres, unos arrieros
cantaban un corrido aragueño.
Tal
espectáculo removía dentro del alma de Juan Lorenzo oscuras afinidades,
burdos anhelos de la sangre plebeya. Para expresarlos fue en busca de
Efígenia, y le dijo:
—Mamá:
cuando yo esté grande, voy a ser arriero. ¿Sabes?
|
—Véalo,
pues—dijo Ramón Fuentes—, cómo desde chiquito tiene inclinación al trabajo.
¡Eso está bueno!
Contemplando
la estrella de la tarde, Efige- nia, la otra Efigenia, la que cantaba antes
la Serenata, de
Schubert, le pidió a Dios que no se realizara el deseo del niño.
|
LAS
MACAURELES
Las
Cedeño estaban en la ventana de su casa de la calle de San Juan cuando vieron
detenerse frente a la puerta el convoy de carretas de Ramón Fuentes, en la
última de las cuales venia Efigenia, bajo el aparatoso toldo que llamó la
atención del vecindario.
Reconocer
a la sobrina y cerrar la ventana, con gran estrépito y demostración de
desagrado, todo fue uno. Antonia, la mayor de las dos solteronas, con las
venas del cuello ingurgitadas, decía, ahogándose, mientras se alisaba el
cabello, que parecía que se lo hubiera despeinado el viento de la cólera que
respiraba:
—¡Esto
es el colmo! ¡Presentarse en una carreta, en una cuadra como esta!
—¡Y
a la hora en que todo el vecindario está en las ventanas!—agregó Mercedes,
completando el pensamiento de la hermana, a tiempo que
|
430
|
revisaba apresuradamente el orden y limpieza
de la sala, como si preparase recibimiento a persona de categoría.
Entre
tanto, Ramón Fuentes decíale a Juan Lorenzo, al bajarlo de la carreta:
—Ahora
es que te quiero, ahijado. Prepara las nalgas que ya vas a sabe lo que es
bueno.
Cosa
extraña, Juan Lorenzo se había puesto muy serio, tal vez a causa de lo mucho
que le había recomendado la madre que no fuera a reírse de las tías, y
parecía emocionado.
En
cuanto a Efígenia, no podría asegurarse lo que pasaba en su alma, porque su
rostro conservaba puesta aquella máscara de impasibilidad que le daba un
aire de total embrutecimiento. Con la mayor naturalidad penetró en la casa,
como si volviese a ella al cabo de una corta visita al vecindario.
Pero
cuando vio el patio familiar, fresco y penumbroso, con los viejos granados
floridos, los ladrillos cubiertos de musgo, y en los tiestos de barro
esparcidos por el suelo las macetas de novios del humilde jardín de la tía
Mercedes, todo tal como estaba cuando ella abandonó la casa, la madrugada de
aquel funesto día remoto para irse con el comandante Figuera, dilató los ojos
dolorosamente, como si fuese a echarse a llorar, y cuando llegó al umbral de
la entrepuerta, su corazón palpitaba con violencia esperando el asalto de las
tías.
Pero
las Cedeño no estaban en el corredor. Dominado el golpe de emoción, Efígenia
tocó la puerta como una extraña. Nadie le respondió. La casa parecía sola,
las puertas de los dormito-
|
ríos estaban cerradas, y no se apercibía un
rumor. «
Ramón
Fuentes acudió:
—A
ver, comadre, déjeme tocá a mí, pa que vea si lo que hace falta en esta casa
es mano de hombre.
Y
golpeó tres veces la puerta con los recios
nudillos de sus dedos de carretero. El silencio de la casa retumbó, y oyóse
dentro la voz de Antonia Cedeño:
—Están
tumbando la casa. ¡Qué escándalo!
A
tiempo que aparecía en el corredor, poniéndose los espejuelos para
preguntar:
—¿Qué
se les ofrece?
—Gente de paz—respondió Efigenia—. Soy yo. i
Y
Antonia, con un olímpico desdén:
—¡Ah!
Eres tú. Pasa para adentro.
Detrás
de Antonia acababa de aparecer Mercedes. Parecía muy ocupada en arreglarse
una I boa de plumas engrifadas que llevaba al cuello, H cuando en realidad lo
hacía para no ver a los recién llegados.
Juan
Lorenzo, pegado a las faldas de la madre, pasaba y repasaba sus miradas de
una a otra de las Cedeño. Y observó que Antonia tenía cara de pájaro picuro
coronada de un copete de cabellos revueltós y mal teñidos, y que a j Mercedes le acontecía más o menos lo
mismo en cuanto al cabello, pero tenia más tersa y 1 suave la piel de la cara
y un aire más dulce en K la fisonomía. Pero lo que estuvo a punto de J
desbordar su contenido deseo de reírse de las 1 tías fue el haber descubierto
la cantidad de ve- i
|
432
|
ñas
que se marcaban, gordas y tensas, en el pescuezo de Antonia. Seguramente era
por aquello que su padrino decía que se parecían a unas macaureles, porque,
en efecto, aquel pescuezo era un haz de culebritas paradas.
Mientras
¿1 estaba en esto, Mercedes había iniciado la conversación, preguntándole a
Efige- nia, por decir algo:
—¿Y
tú viniste desde La Villa en esa carreta?
A
lo que respondió Antonia, antes que lo hiciera la interpelada, con un tono
sarcástico verdaderamente inaguantable:
—¡Guá!
¿Y por qué te extraña, niña? ¡Es una carreta muy bonita y muy limpia, con su
toldo muy gracioso! ¿No te has fijado? Es un lujo. Hasta tiene unas ramas de
sauce que la adornan mucho.
Ramón
Fuentes intervino, porque ya no podía contenerse:
—De
sauce, no, señorita; de lecherito. Usté como que no conoce las matas.
—¡Ah!
¿Tú ves, Mercedes? De lecherito. Son de lecherito las ramas esas.
Plantándose
de un modo que parecía que ahora pesaban más sobre el suelo, con las piernas
separadas y flexando las rodillas, Ramón Fuentes buscaba pelea, dispuesto a
no quedarse con aquellas pullas:
—Sí,
señor. De lecherito.
Efigenia
oía el diálogo, inmóvil en medio del corredor y sin que un gesto se dibujase
en su máscara trágica. Más que nunca parecía el cuerpo vacío de una persona
ausente.
Mercedes
Cedeño fingía estar muy interesada
|
433
|
en
quitarle algo que tuvieran las hojas de una mata de novios; pero se llevaba
las manos a los ojos muy a menudo.
—Bueno,
comadre—dijo, por fin, Ramón Fuentes—. Yo ya cumplí mi misión. Le digo adiós.
Quizá no nos volvamos a ve más.
La
abrazó campechano sin verla a la cara, dio unas palmadas en las mejillas de
Juan Lorenzo, mientras sacaba de la faja del cinto unas monedas que puso en
las manos del ahijado, dicién- dole:
—Tome,
pa que tenga pa sus dulces.
Y
tomó la salida, soltando a las Cedeño un
áspero:
—Buenas
tardes.
—Que
lo pase usted bien—respondió Antonia, con afectada cortesia.
Entre
tanto, Efigenia le decía a su hijo:
—Pídele
la bendición a tu padrino.
—Que
Dios lo bendiga—contestó Ramón Fuentes desde el zaguán.
Y
ya en la calle:
—Y
lo saque con bien.
Juan
Lorenzo seguía observando a las tías, y como reparase que a Antonia se le
estaban poniendo más gordas y tensas las venas del cuello, se dijo,
mentalmente:
«¡Concho!
¡Mírale las culebritas!»
Y
estuvo a punto de soltar la carcajada.
Pero
algo inesperado y sorprendente acababa
de
suceder. Las Cedeño rompieron a llorar simultáneamente y se precipitaron en
los brazos de Efigenia, que por fin lloraba también.
Luego,
sonándose, Antonia dijo, con una voz
|
434
|
nueva en ella, mientras se llevaba a
Efigenia hada adentro, todavía abrazada:
—¡Muchacha!
¡Tú no sabes lo que nos has hecho sufrir!
Mercedes
cargó con Juan Lorenzo y se lo llevó al comedor, comiéndoselo a besos:
—¿Quieres
comerte un bizcochito?
Juan
Lorenzo se dejaba besuquear dócilmente. Aquello no era lo que él esperaba de
las tías. ¿Por qué habría dicho su padrino que eran bravas como macaureles?
|
IV
QUESADILLAS
DE LAS CEDEÑO
Ha
pasado esa hora viva y profunda en la cual toda alma da la suma entera de su
bondad esencial en una acdón, en una palabra, en un gesto. Las Cedeño
vivieron esa hora cuando se arrojaron en los brazos de la infeliz Efigenia,
olvidando lo pasado y poniendo por encima de los prejuicios que les
endurecían los corazones un noble y generoso sentimiento humano. Ahora rueda
la turbia corriente de las horas muertas, en las cuales el alma yace
sepultada bajo esa corteza que forma la vida y que se llama el carácter.
Pasaron
los días de llantos y ternuras. Efigenia ha contado parte de sus tristezas,
pero se adivina que no ha querido volcar completamen
|
435
|
te todo su doloroso secreto conyugal, y por
más que las tías la han acosado con sus preguntas, todavía lo guarda, con un
noble pudor, en el fondo del hermético corazón delorido.
Esto
aviva la curiosidad de las Cedeño. A menudo se las hubiera podido oír,
cuchicheando entre sí acerca de lo que ellas se imaginaban que haría con
Efigenia aquel bárbaro comandante Figuera, siendo tan fírme la convicción
que fundaban en sus gratuitas hipótesis, que cuando a una se le ocurría
decir:
—A
mí nadie me quita de la cabeza que cuando el demonio ese salía a sus
fechorías en la calle le metía a Efigenia el moño entre las hojas del
escaparate y se llevaba la llave, para que not pudiera moverse
mientras él estuviera afuera.
La
otra comentaba, como de cosa perfectamente averiguada:
—¿De
veras, niña? ¡Lo mismo que el viejo Guzmán!
Y
cuando hubieron inventado una buena porción
de estas especies quedáronse satisfechas como si ya conocieran el íntimo
secreto de Efigenia.
Por
su parte, las Cedeño tampoco han referido a la sobrina muchas novedades.
—Nosotras
lo mismo que siempre. Llevando nuestra vida, que es muy tranquila, y, a Dios
gracias, no tiene capítulos feos.
Y
Antonia Cedeño, revistiéndose de fiera majestad,
reforzaba el pensamiento insidioso de Mercedes:
—Eso
sí, tendremos que agradecerle siempre
|
436
|
a la Divina Providencia: nos moriremos sin
dejar una historia.
Y
miraba de soslayo a Efigenia para cerciorarse
del efecto que le produjeran sus palabras.
Pero
Efigenia no se daba por aludida y permanecía en su actitud enigmática,
mirándolas serenamente, con aquellos ojos que habían presenciado el horror
indecible.
Sin
embargo, las Cedeño tenían también su misterio: un misterio de orden
económico que administraba Antonia. Sin haber abundancia de nada, en aquella
casa de mujeres solas no se sufrían privaciones mayores. El diario amanecía
todos los días en poder de Antonia; pero no se veía por dónde entraba a la
casa aquel dinero tan oportuno, que nunca faltaba ni sobraba. Si alguien
hubiese intentado averiguarlo, Antonia Cedeño habría respondido, echando a
andar, como para evitar preguntas indiscretas:
—Esos
son unos realitos que me quedaban por ahí.
Y
siempre le quedaban precisamente los del día
siguiente.
Había
de ser Juan Lorenzo quien descubriera que con este misterio administrativo
tenían relación las visitas, que, entre semanas, hacía aquel señor Noguera
que, siempre cerrado de negro, de paltó-levita y pumpá, se presentaba con pasos
menuditos y en llegando al corredor, de ordinario solo, tocaba con el bastón
en la mesa, y decía:
—Por
aquí estoy yo, doña Antonia.
Antonia—nunca
era Mercedes quien lo recibía—dejaba lo que estuviera haciendo, se alisa-
|
437
|
ba
el pelo, cambiaba los espejuelos de diario que tenían aros de alambre, por
los que lo tenían de oro, y hacía pasar al señor Noguera a la sala. Allí
estaban largo rato hablando paso, de manera que ni detrás de la puerta se
podía descubrir lo que se decían, al cabo de lo cual salía el señor Noguera
diciendo, invariablemente':
—Despídame
de Mercedita y de la muchacha.
Al
oírlo por primera vez después de su regreso a la casa, Efigenia pensó que
durante seis años el señor Noguera había tenido que suprimir en su despedida
aquellas palabras que se referían a ella: y la muchacha. ¡Y esto le pareció
tan doloroso! No por ella, sino por el señor Noguera, a quien tal cambio
debió hacerle sufrir mucho, pues era una de esas personas inmutables a
quienes no se puede concebir sino como son y repitiendo toda la vida unas
mismas palabras y unos mismos gestos.
Ahora
el señor Noguera se había visto obligado a agregar unas palabras más a su
despedida, pero para no modificar su costumbre las añadía cuando ya estaba en
la puerta, poniéndose el pumpá:
—¿Y
el trivilín? ¿Muy travieso?
—¡Insoportable!
Acto
seguido aparecía Mercedes, porque se trataba de Juan Lorenzo y este era su
debilidad:
—¡De
comérselo crudo! ¿Sabe usted lo que se le ocurrió ayer a esa criatura?
Y
contaba la última travesura del muchacho, i El señor Noguera se desmigajaba
suavemente de risa.
|
—iJi,
ji, ji! |Vaya, pues, ya tienen ustedes con qué divertirse! Dénmele un
coscorroncito de mi parte.
Y
el .señor Noguera se iba.
Pero
llegó un sábado—era su día habitual—v el señor Noguera no apareció
en la casa de las Cedeño. Tres dias después, Juan Lorenzo vio que. las tías
se vestían de negro para salir y notó que Antonia tenia los ojos
encarnizados.
Cuando
ellas salieron, preguntó a la madre:
—¿Para
dónde van?
—¿No
sabes? El señor Noguera se murió. Van para el entierro.
Juan
Lorenzo permaneció un momento reflexionando, y al cabo dijo:
—Y
ahora, ¿quién va a traer los churupos?
—¿Qué
es eso? ¿Qué estás diciendo?
—¡Guá!
¿Tú no sabes? Los churupos de la comida. El señor Noguera era el que los
traía.
—Qué
sabes tú. No hables tantos disparates.
—¿Que
no? Yo lo vi un día. Me asomé por el agujerito de la llave y vi que él daba a
mi tía Antonia un paquetito de ríales.
|
★
★ ★
En
los días siguientes flotó en el aire de la casa de las Cedeño una sombra de
singular tristeza. Parecía que faltaba algo esencial, sin lo cual no era
posible la existencia, como si el señor Noguera hubiera pasado allí todos
los días de la suya, ocupando un amplio espacio, desempeñando una importante
función.
|
439
|
A
menudo decía Antonia, enjugándose una lágrima tenaz:
¡Dónde
volveré a encontrar otro señor Noguera!
Y
Mercedes se entregaba a una inquietante actividad que tenia interesado a Juan
Lorenzo. Abría baúles que siempre estuvieron cerrados, sacaba objetos nunca
vistos por él: cucharillas de plata, pertenecientes a una fantástica vajilla
que, según ella contaba, figuró en el banquete que un vago antepasado de ella
dio en obsequio del general Boves, el año catorce; un cofretito lleno de
corales y azabaches, trozos de prendas viejas, hasta un pañolón de seda negra
con grandes y descoloridas ramazones bordadas, que era precisamente el mismo
que lucia en los hombros la abuela materna de las Cedeño, en el retrato que
estaba en la sala.
Exhumando
aquellos objetos que tenían historias, Mercedes hacia largas incursiones por
el pasado brillante de las Cedeño para que Juan Lorenzo fuera conociendo los
anales de la familia, que un tiempo fuera de las más mantuanas de Caracas.
Juan
Lorenzo, con ambas manitas entrelazadas y metidas entre las rodillas, la
escuchaba embobado, mientras la traviesa imaginación se le iba tras las
sombras de los fantásticos abuelos de los cuentos de Mercedes, que tenían
sangre azul en las venas, cosa que le parecía sumamente divertida, y dejaron
enterradas botijuelas repletas de onzas de oro, cosa que lo hada olvi-1
darse de que la tía Mercedes era muy embus- i tera.
|
440
|
Por
su parte, Efígenia, dándose cuenta de que aquel continuo rebuscar de Mercedes
en los baúles objetos de algún valor era el anuncio de malos tiempos que
hablan de venir, se entregó también a la misma inquietante actividad. Una vez
se presentó en el cuarto donde estaba la tía Antonia revolviendo un fajo de
papeles, y le dijo, mostrándole un collar de oro, grueso y pesado, que era el
único regalo que le había hecho el comandante Figuera:
—Madrina,
aquí tengo yo esto, que debe valer algo y no me sirve a mi para nada. Disponga
de él.
—No,
hija. Guarda tus cositas. Todavía no hay gran necesidad; por ahí me quedan
unos realitos. Aquí estoy jurungando estos papeles a ver qué es lo que se
puede cobrar. Yo tenia unos centavitos de mis ahorros y el señor Noguera me
aconsejó que los pusiera a premio. El mismo hada las evoluciones y con el
producto de eso es que hemos ido viviendo hasta ahora. ¡Imagínate la falta
que nos irá a hacer el señor Noguera!
Efígenia
tuvo una idea:
—¿Y
por qué no buscamos, madrina, algún trabajo que podamos hacer en la casa? Yo
sé coser de sastre y eso lo pagan bien.
—No,
hijita. ¡Trabajar tú! ¡Y con lo delicada que andas siempre!
Mercedes
acudió providendal. Las quesadillas que ella hacía cuando necesitaba dar una
cuelga tenían fama de ser las mejores de Caracas. Ya una amiga del
vecindario le había insinuado la idea de hacerlas para la venta.
|
Antonia
rechazó, orgullosa. ¡Las Cedeño haciendo quesadillas! ¡Ella sabia ser pobre
sin perder la dignidad!
—¡Cuándo!
¡Ni por pienso!
Mercedes
dijo que ella conocía muchas familias muy decentes y de lo principal que
vivían de hacer hallacas para la venta y afirmó que no encontraba diferencia
entre una hallaca y una quesadilla; pero todo fue inútil: Antonia no convenía
en que anduviera rodando por las calles su apellido que era de los pocos
apellidos respetables que quedaban en Caracas
—¡Imagínense!
¡Que vayan a saber las Perales, esa gentuza de aquí al lado, que nosotras
estamos haciendo granjerias! ¡Cómo se reirían de nosotras, que no hemos
querido hacerles la visita de vecinas, para no enguachafitamos! ¡No, no!
¡Déjense de eso!
Pero
transcurrieron unos días, se fueron mermando los realitos que le quedaban por ahí y la perspectiva de
amanecer un día sin el diario le quebrantó el orgullo. No obstante, como ella
no daba nunca el brazo a torcer, esperó a que Mercedes insistiese en lo de
las quesadillas, dispuesta—¡qué iba a hacer!—a dejarse convencer de que no
era deshonroso aquel trabajo.
Insistió
Mercedes. Antonia se defendió débilmente. Efigenia adujo razones muy
sensatas y el punto previo quedó resuelto: nada de particular tenía que se
ganaran la vida haciendo granjerias.
—¿Y
ustedes creen que eso dé para vivir?
—Por
lo menos para ayudamos.
—Pero
¿quién las saca a vender?
—Juan
Lorenzo.
|
442
|
—jPobrecitol—dijo
Antonia, pasando la mano por los cabellos del niño-—. Quién iba a decirte que
la muerte del señor Noguera...
Pero
se enterneció hasta el extremo de no poder continuar la frase.
Mercedes
completó el pensamiento trunco: —Ahora va a ser él el hombre de la casa. Y
quedó decidido que desde el día siguiente comenzarían a hacer quesadillas que
Juan Lorenzo sacaría a la venta.
Este
acogió el proyecto con muestras de entusiasmo y prometió que iba a vender
una cantidad fabulosa de quesadillas. En la noche al dormirse, soñó que iba
por unas calles nunca vistas, muy largas y muy anchas, gritando su mercancía,
con un canto muy bonito, parecido al que entonaba aquel muchacho que pasaba
al oscurecer por la calle de San Juan pregonando pandehomo, abizcochado,
caliente. Un canto de notas largas y melancólicas que le recordaba también el
cantar de los llaneros que pasaban por La Villa con puntas de ganado.
Al
día siguiente, después del almuerzo, de puso Mercedes en las manos un platón
colmado de doradas y olorosas quesadillas.
—Ya
sabes—le dijo, mientras le abrochaba el saco para que no se pareciera a los
muchachos del pueblo y establecer con la compostura del traje la conveniente
distinción del rango social—. Ya sabes. No te vayas muy lejos. Coges por la
acera de enfrente y caminas hasta la esquina de Los Angelitos; de allí te
devuelves por esta acera. No se te ocurra cruzar en las esquinas, porque te
pierdes.
|
443
|
Y Efigenia:
—Mucho
fundamentó, Juan Lorenzo. Ten cuidado con el platón, no lo vayas a tumbar.
Y
Antonia:
—Oye
una cosa: no entres a las casas de esta cuadra, porque en todas te conocen y
van a descubrir que son de aquí las quesadillas. Ya lo sabes. Y cuidado como
se te ocurre decir en alguna parte que las hacemos nosotras.
Juan
Lorenzo sentía palpitar con violencia su pequeño corazón. Era un momento
decisivo de su vida y él lo vivía con la honda emoción de su trascendencia.
Todavía
Antonia lo amonestaba, a punto de arrepentirse de'haber convenido en aquella
vergüenza:
—Oyeme
bien. Casa de las Perales, aquí al lado, no entres ni que te llamen.
—¡Si,
hombre! ¡Yo sé! ¡Hasta cuándo!
Por
fin se vio libre del asedió de las mujeres y salió a la calle. Todo cuanto le
habían recomendado se le olvidó. Tomó una dirección que no era la que le
había dado la tía Mercedes y en el primer portón que encontró—¡en el de las
Perales!—pegó un grito:
—¡Quesadillas
de las Cedeño!
Las
Cedeño lo oyeron claramente y les pareció que el mundo se les venia encima.
|
V
|
EL
ESCULTOR INVISIBLE
|
—¡Pónganle
preparo a su muchachito!
Era
la queja perenne en la puerta de las Ce- deño, en la boca de todos los chicos
que para vengarse de las maldades que les hacia Juan Lorenzo corrían detrás
de él, y cuando no lograban alcanzarlo, porque se metía veloz en la casa,
pegaban en la puerta aquel grito para que la familia lo castigase.
—Juan
Lorenzo: vente para acá. ¿No te he dicho que no te metas con los muchachos de
la calle?
—Esos
son embustes, mamá. Yo estoy aquí muy tranquilo.
Efectivamente,
cuando lo decía estaba muy quieto y fundamentoso, haciendo como si leyera en
un libro que encontrara en la mesa del corredor, o como si contemplara las
matas de novia de la tía Mercedes.
Esta,
riendo la travesura, acudía siempre en su defensa:
—Es
verdad, niña. El está aquí muy tranqui- lito.
Y
luego, a Juan Lorenzo, bajando la voz:
—¿Qué
le hiciste, mandinga?
—Que
le metí una zancadilla, porque me estaba trabajando, y lo tumbé patas
arriba.
—¡Ah
diablito!
|
1
|
445
|
Pero
cuando no estaba, Mercedes por allí y era Antonia la que intervenia, el
diablillo las pasaba amargas.
—¡Sí,
muy tranquilo que estás, grandísimo hipócrita! Siéntate aquí, en mi cuarto, y
ponte a leer.
Y
lo hacia sentarse al lado suyo, en el dormitorio donde ella pasaba horas
enteras, revisando una y mil veces los vales y pagarés que le otorgaron las
personas a quienes ahora ella prestaba dinero directamente y con mayores
ganancias que las que obtenía cuando era el señor Noguera el intermediario.
Entre
tanto, Juan Lorenzo, sometido a la tortura del Mantilla, bostezaba y
desperezábase, sintiendo picazones en todo el cuerpo desde las primeras lineas.
Para vengarse de la tía interrumpía a menudo la lectura verdadera y comenzaba
a silabear, como si le costase trabajo leer la palabra que no estaba en el
libro.
—U-na
ma-cau-rel. ¡Una macaurel!
—¿Dónde
dice eso?—inquiría Antonia severamente, intrigada ya por aquellas macaureles
que a cada página estaba viendo Juan Lorenzo, en tanto que Eíigenia, que
estaba en el secreto de la ocurrencia, soltaba la risa, tapándose la boca
para que no la oyese la tía y cayese en la bellaquería del muchacho.
Este
lela unas lineas más, y de repente preguntaba, invariablemente:
—Y
hoy, ¿no voy a sacar las quesadillas?
—¡Eso
sí te gusta a ti, vagabundito! Para estar en la calle reunido con todos los
percucios, ¡ aprendiendo picardías.
|
En
efecto, Juan Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia. Conocía yo
todos los juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas, botones y
baratijas de cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había adquirido un
extenso y procaz repertorio de refranes y calembures, que escandalizaban a
las mujeres de su casa, especialmente a Efigenia, que veía con horror casi
supersticioso cómo estaban apareciendo en su hijo, bajo la acción del
ejemplo callejero, los mismos modales groseros del padre.
Un
día llegó a la puerta un muchacho preguntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí
está Mano Juan?
En
la conciencia de Efigenia se produjo una aberración inquietante. Aquel
momento presente había sido vivido por ella hacía mucho tiempo. Y hasta las
mismas palabras con que respondió: «No, él salió desde esta mañana», aunque
eran sencillas y apropiadas a las circunstancias actuales, le parecieron que
estaban ya pronunciadas en su vida.
En
efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse instalado en La
Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera, su marido, había
llegado Ramón Fuentes, preguntando:
—¿Aquí
está Mano Carlos?
Y
ella había respondido:
—No.
El salió desde esta mañana.
La
coincidencia no tenía nada de misteriosa, salvo el que los amiguitos de Juan
Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por llamarlo
hermano le dijesen Mano Juan:
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En
efecto, Juan Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia. Conocía yo
todos los juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas, botones y
baratijas de cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había adquirido un
extenso y procaz repertorio de refranes y calembures, que escandalizaban a
las mujeres de su casa, especialmente a Efigenia, que veía con horror casi
supersticioso cómo estaban apareciendo en su hijo, bajo la acción del
ejemplo callejero, los mismos modales groseros del padre.
Un
día llegó a la puerta un muchacho preguntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí
está Mano Juan?
En
la conciencia de Efigenia se produjo una aberración inquietante. Aquel
momento presente había sido vivido por ella hacia mucho tiempo. Y hasta las
mismas palabras con que respondió: «No, él salió desde esta mañana», aunque
eran sencillas y apropiadas a las circunstancias actuales, le parecieron que
estaban ya pronunciadas en su vida.
En
efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse instalado en La
Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera, su marido, había
llegado Ramón Fuentes, preguntando:
—¿Aquí
está Mano Carlos?
Y
ella había respondido:
—No.
El salió desde esta mañana.
La
coincidencia no tenía nada de misteriosa, salvo el que los amiguitos de Juan
Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por llamarlo
hermano le dijesen Mano Juan:
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En efecto, Juan
Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia. Conocía yo todos los
juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas, botones y baratijas de
cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había adquirido un extenso y
procaz repertorio de refranes y calembures, que escandalizaban a las mujeres
de su casa, especialmente a Efígenia, que veía con horror casi supersticioso
cómo estaban apareciendo en su hijo, bajo la acción del ejemplo callejero,
los mismos modales groseros del padre.
Un
día llegó a la puerta un muchacho preguntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí
está Mano Juan?
En
la conciencia de Efígenia se produjo una aberración inquietante. Aquel
momento presente había sido vivido por ella hacía mucho tiempo. Y hasta las
mismas palabras con que respondió: «No, él salió desde esta mañana», aunque
eran sencillas y apropiadas a las circunstancias actuales, le parecieron que
estaban ya pronunciadas en su vida.
En
efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse instalado en La
Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera, su marido, había
llegado Ramón Fuentes, preguntando:
—¿Aquí
está Mano Carlos?
Y
ella habia respondido:
—No.
El salió desde esta mañana.
La
coincidencia no tenia nada de misteriosa, salvo el que los amiguitos de Juan
Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por llamarlo
hermano le dijesen Mano Juan:
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como al comandante Figuera decían Mano Carlos
los suyos; pero sí era extraño que fuese ahora cuando ella venía a darse
cuenta cabal de lo que pasó por su espíritu cuando oyó llamar de ese modo a
su marido.
En
realidad, desde aquel momento comenzó a comprender qué clase de hombre era
aquel a quien ella se había entregado; pero entonces estaba bajo la
misteriosa acción de aquella fuerza que la enajenara totalmente la voluntad
desde el día en que, estando ella de visita en casa de unas amigas de El
Empedrado, le acompañó en la guitarra una canción a Carlos Jerónimo Figuera,
que se hallaba también allí.
Ahora
recomenzaba la historia. ¡Ya su hijo era también Mano Juan! ¡Y cómo iban
apareciendo día a día, en la faz del niño, los rasgos paternos, reveladores
del alma burda y brutal! ¡Ya ella había experimentado vagas zozobras desde
que empezó a darse cuenta de que, sobre el rostro del niño, estaba trabajando
un escultor invisible para reconstruir la obra destruida por el puñal de
Julián Camejo!
La
noche de aquel día, cuando desnudaba a Juan Lorenzo para que se acostara, le
preguntó, tímidamente:
—¿Por
qué dejas que te llamen Mano Juan?
—¡Guá!
Me dicen asi por cariño.
—¿Y
es que te quieren mucho esos muchachos?
—Sí.
Pero es porque yo les tengo a monte a todos.
—¿Qué
quieres decir con eso? Tienes unas maneras de hablar que no me gustan.
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—¡Guá!
Eso quiere decir que les mando grueso. ¿Tú crees que si yo no fuera así con
ellos me querrían? Harían su sopa conmigo.
—¿Y
por qué no buscas otros amiguitos? Hay por aquí muchos niñitos decentes que
te querrían sin que tuvieras necesidad de ser malo con ellos.
—¿Los
patiquines? ¡Hum! Esos no sirven pa na.
Efigenia
pensó con dolor: «¡Lo mismo que su padre!»
Y
le pareció que era inútil insistir en arrancarle
de aquellos sentimientos plebeyos que estaban ya tan profundamente
arraigados. Por otra parte, no se atrevía tampoco a hacerlo, asaltado de
pronto su ánimo por el temor supersticioso a la presencia invisible del
comandante Figuera, redivivo en las palabras del hijo.
Y
mientras este dormía, siguió cavilando ella. Nada
de su ser había puesto para formar el del hijo. Solo la sangre paterna estaba
ejecutando la obra.
Y
no podía ser de otro modo—pensaba—, si cuando
ella lo llevaba en sus entrañas no era propiamente una persona, sino un
cuerpo vacío, en el cual el alma—totalmente abolida la voluntad—era tan
inútil como una luz que se queda olvidada en una sala cerrada y sola. ¿No
había renunciado ella a sus derechos más legítimos sobre el hijo que iba a
nacerle, puesto que había aceptado, sin protestar, que fuese su marido quien
dispusiese de él, como si fuera suyo solamente, para escoger el nombre que
había de llevar, la educación que se le daría y hasta el
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QLL 15
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|
oficio a que se dedicaría? ¡Natural era,
pues, que Juan Lorenzo no tuviese nada de ella, ni un rasgo en la fisonomía,
ni un sentimiento delicado en el alma!
Y
pensando a$í, Efigenia tuvo, por la primera vez en su vida, la clara noción
de su responsabilidad respecto al destino del hijo.
Mercedes
Cedeño se acercó a ella, y púsose a contemplar la cara de Juan Lorenzo.
—¡Qué
cosa más rara!—dijo—. ¿Tú no te has fijado en que este niño tiene dos caras?
Una cuando está despierto: cara de malo; otra cuando está dormido. Entonces
se parece mucho a ti. Fíjate. Es tu vivo retrato cuando estabas pequeña.
Una
amplia ola de ternura maternal llenó el corazón de Efigenia. Agradeció las
palabras de la tía, que tan sabroso y oportuno consuelo habían venido a
darle, y bendijo los ojos que habían sabido verla a ella en la faz dulce y
plácida del niño dormido.
|
VI
MANO
JUAN
|
El
escultor invisible que tallaba en el alma del niño los duros rasgos paternos
ha concluido ya su obra. Juan Lorenzo es ahora un muchacho fornido,
malcarado, de trato áspero y violento. Las riñas callejeras le han
endurecido
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450
|
hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas
lo han convertido en una criatura desagradable, ante quien su madre ha
terminado por adoptar la misma actitud medrosa que observaba con el
comandante Figuera; le apuntaba el bozo, está mudando la voz y ya tiene en el
gesto desfachatado y en las maliciosas miradas la marca ruin de los torpes
apetitos, de los vicios precoces.
A
pesar de las reprimendas de Antonia Cede- ño—única que se atreve a
encarársele—, ha adquirido una fiera independencia y se pasa todo el dia en
la calle. Ya no es útil para nada y solo ocasiona disgustos y sobresaltos a
la familia: varias veces ha estado en la Policía, y una noche se presentó
con el paltó cortado por navajazos que le tirara un muchacho a quien poco
antes había aporreado.
En
la parroquia, su nombre de guerra es una voz de alarma: «¡Que viene Mano
Juan!», y ya las madres están llamando a sus hijos, temerosas de que se los
maltrate por quítame allá esas pajas.
Entre
la granujería camorrista de El Guarata- ro, la Cañada de Luzón, Palo Grande,
El Calvario, su personalidad era discutida y convertida en bandera de
discordias. «¡A que tú no te pegas con Mano Juan!—se le responde siempre a
las bravatas de los fanfarrones—. ¡Qué vas a agarrarte tú con Mano Juan! ¡Con
ese si que se acabó el carbón!»
Y
no pasa día sin que venga alguno a decirle:
—Por
allá por donde yo vivo hay uno que dice que tú y que le tienes miedo.
|
45i
|
Juan
Lorenzo no respondía una palabra: pero ya era cosa sabida: no pasaría mucho
tiempo sin que el que tal dijese tuviera la nariz rota o un ojo hinchado por
los tremendos cabezazos que tan famoso lo habían hecho.
No
era menester tampoco que viniesen a azuzarlo: bastaba con que descubriese
que en alguna parte había un guapo, asi fuera de la cuerda de otro barrio de
la ciudad, para que él se encaminara en su busca, y, en topándolo, se le
encaraba y le decía, de buenas a primeras:
—¿Tú
y qüe eres el más guapo de por aquí?
—¡Guá,
chico! Yo no sé leé, pero me escriben! A mí todavía nadie me ha pisao el
petate.
—Pues
mira que yo te lo puedo pisá. Soy Mano Juan. ¿No me has oído nombré? ¿Quieres
echate una agarraíta conmigo?
A
veces se iban en seguida a las manos; pero, generalmente, se daban cita para
un lugar solitario, fuera de poblado y en campo neutral, donde ni hubiese el
peligro de la Policía ni el singular combate degenerase en una riña de cayapas a causa de la intervención de las
respectivas cuerdas. Pero cuando trascendía la noticia de estos desafíos,
los amigos de ambos contendores se trasladaban al sitio convenido para presenciar
la pelea.
Juan
Lorenzo solía presentarse vestido de limpio y con lo mejor de su
indumentaria, como para darle al acontecimiento toda la importancia que para
él tenía. Y como alguno de sus amigos le dijese:
—¡Vale!
¡Vienes como un papel de cogé moscas!
|
452
|
El
respondía, fanfarrón:
—¡Es
que yo me enjoyo pa peleá!
Del
sitio casi siempre regresaba vencedor, seguido de la turba de sus
admiradores, que iban comentando a grandes voces su habilidad y destreza de
gran tirador de cabezazos. Fiero y ceñudo, vibrantes los músculos de la cara
por la contracción tetánica del maxilar, caminaba largos trechos todavía con
los puños apretados y el pecho hirviente de cólera.
Un
día, después de una riña difícil y encarnizada que duró cerca de dos horas,
cayó en medio de la calle presa de un ataque de epilepsia, a consecuencia del
cual estuvo una semana en cama con un mareo constante y una absoluta pérdida
de voluntad.
De
este modo, Juan Lorenzo acabó con todos los prestigios parroquiales y llegó a
ser, él solo, el guapo caraqueño, en torno a cuya fiera personalidad se
formó muy pronto una pintoresca leyenda. Eco de ella se hacían especialmente
los chicos que se iniciaban en la vida azarosa de las cuerdas; en el calor de
sus ponderaciones, Mano Juan aparecía con las características del bandido
generoso: protector de los débiles, amparo de los pequeños, terror de los roncones, azote de las cayapas, pasmo de los policías, de cuyas manos—decíase—había
arrebatado muchas veces a los muchachos que llevaban arrestados, así fuesen
enemigos suyos; hazañas estas que principalmente fueron las que más
simpatías le conquistaron en el ánimo de la chiquillería sediciosa. En sus
juegos, todos querían sér manojua- nes, y hubo muchos que, para conocerlo, se
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453
|
aventuraron a internarse en sus peligrosos
dominios de la parroquia de San Juan.
Solo
de uno se sospechaba que podía rivalizar con él: Gregorio el Maneto, un zambo
de más edad y cuerpo que Juan Lorenzo, muchacho de verdaderas averías, más
malo que Guardajumo, capataz
de una de las cuerdas de El Teque, nombre que se le daba a un barrio de la
parroquia de Altagracia, donde tenían su feudo los más temidos facinerosos
de Caracas. Pero ambos habían hecho siempre buenas migas, porque el Maneto
era hijo de una antigua lavandera de las Cedeño y desde chicos habían sido vales corridos, suerte de pacto de alianza
contra el cual nada habían podido insidias de sus respectivos secuaces, por
mucho que vivieran azuzándolos.
—Ese
es vale corrido mío—respondían siempre—. Nosotros no nos tiramos.
Sin
embargo, en el fondo de esta camaradería existía un mutuo recelo: ambos se
temían y se vigilaban, y ya esto era una semilla de odio que un día u otro
habría de reventar.
El
curso de los acontecimientos dio lugar a ello muy pronto. Un día fueron a
decirle a Maneto:
—¿Tú
sabes? Mano Juan como que se quiere volteá pa los patiquines. Hace noches que
están yendo a la plaza de Capuchinos unos de la cuerda del Capitolio, que le
hacen muchas fiestas y él se las deja hacé.
Nombrarle
al Maneto la cuerda del Capitolio era tocarlo en lo más vivo y vehemente de
sus odios. Movido por los implacables instintos de su sangre mulata, había
jurado guerra sin tregua
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454
|
■ lot »ovencitos
de aquella cuerda aristocrática
que se reuntan en k»
alrededores del Capitolio»
y casi todas las
noches, a la cabeza de la
horda de El Teque, los
atacaba en sus dominios,
sin que todavía hubieran
podido parársele una
sola vez. tal era la violenta pedrea con que les cala
encima por sorpresa. Ahora venían a decirle que Mano Juan» que al fin y al cabo era su rival, ;hada causa con sus enemigos
naturales! Y el Maneto respondió, con una sonrisa siniestra:
—i Ah, malaya sea verdá!
Eso va a sé su perdición.
|
VII
|
VII
|
LA
REBELION
í
Era cierto. Y no solo que Juan Lorenzo reci- S bía con agrado las visitas de aquellos
parlamentarios que le enviaba la cuerda del Capitolio para ganárselo a
partido, sino también que hubo noches que faltó al corrillo de la plaza de
Capuchinos para asistir a la del Capitolio.
Entre
estos había muchos jóvenes que conocían por propia experiencia lo tremendo
de los cabezazos de Mano Juan, no obstante lo cual lo recibieron con grandes
agasajos. El se dejó seducir y le cogió el gusto a las tertulias de aquella
granujería más refinada y hasta más audaz que tenía el campo de sus fechorías
en el corazón de la ciudad y era el azote de los transeúntes y el brete de
la Policía.
|
455
|
Frecuentándolo» sufrió la influencia del grupo que a la
larga lo descentrarla de su medio natural, que era el pueblo, y adquirió
compromisos que modificaron su conducta. Las Cedeño se sorprendieron
gratamente un domingo como lo viesen muy empeñado en sacarle lustre a los
zapatos y dispuesto a ponerse el flux de casinete que ellas le hablan
regalado el día de su santo y todavía no habla querido estrenarse, receloso
de que lo llamasen patiquin de orilla sus desharrapados amigos.
Estos, cuando lo vieron con aquel flamante traje ominoso,
decidieron separarse de su amistad y camaradería, y en efecto, cuando Juan
Lorenzo, en la noche, pasó por la plaza de Capuchinos, los que allí estaban
se dispersaron al verlo, con lo cual él comprendió que ya no eran amigos
suyos. Por su parte, el Maneto, sintiéndose ñeramente dueño absoluto de
todas las voluntades agresivas de su cuerda, planea el golpe definitivo y
acecha la ocasión. Un día se le vio acompañado de su estado mayor,
recorriendo el campo que ya hablan escogido para el avance de piedras
decisivo, al cual desañaria a la cuerda enemiga, sitio que era la Sabana del
Blanco. Tomaba posiciones, trazaba el plan de asalto, y en lugares
disimulados por mogotes hacia esconder buenas provisiones de guataras. Su
mesnada le obedece sin discutir sus órdenes, entusiasmada, fanatizada por el
rencoroso ardor en que hierve el caudillo.
No asi Juan Lprenzo. En aquel grupo de jo- vencitos de
familias distinguidas y adineradas hay dos que son los que verdaderamente
ejercen
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456
|
el mando de la cuerda: los Arizaleta. Ellos son los que dan la orden de salir a
batir esta o aquella parroquia, y en las noches de paz ellos son quienes
ponen los juegos y dirigen el tema de la conversación. Por tradición de
familia, los Arizaleta
estaban acostumbrados a dominar en las agrupaciones de que formaban parte. En
la cuerda del Capitolio se les calificaba de recalcitrantes.
Como
todos los demás de aquel grupo, Juan Lorenzo se sometió al dominio tácito de los Arizaleta, y aunque no se le escapaba
que él era allí una
fuerza efectiva, especie de brazo armado que la cuerda tenia dispuesto a
esgrimir contra el enemigo natural que era el Maneto, cosa que le ponía en
verdaderos compromisos, pues no quería verse en el caso de pelear con aquel
compañero de la infancia, aceptaba que lo postergaran y hasta prescindiesen
de él cuando no se
trataba de repartid cabezazos o entendérselas con agentes de Policía.
Sin
embargo, a veces se le encrespaba la índole levantisca y dominadora e
intenta imponer su voluntad; pero se discuten sus ideas, se rebaten sus argumentos,
se le acorrala con razones más elocuentes, se le aturde haciéndole notar los
disparates que sostiene, y entonces, reconociendo su inferioridad,
abochornado de la pobreza de su inteligencia, calla y se plega a la voluntad
autoritaria de los Arizaleta.
En
estos momentos experimenta la nostalgia de su antiguo señorío de la plaza de
Capuchinos, donde no había quien le chistara, y echa de menos la reunión de
la plebe zafia y brutal,
|
como un váquiro enjaulado la compañía de la manada
cerril; pero no es capaz de las resoluciones enérgicas; ni imponerse ni
liberarse. Algo le han echado allí dentro del alma que lo está transformando
y produciéndole sentimientos que él no podría discernir, pero que le dejan en
el ánimo un fondo turbio de inquietudes sin nombre, de anhelos, sin forma, de
aspiraciones concretas, de áspera taciturnidad, de tristeza de sí mismo.
Una
noche dice uno de los Arizaleta, contemplando la fachada de la Universidad:
—Dentro
de dos meses estaremos nosotros ahí, estudiando Derecho.
Juan
Lorenzo no sabe lo que es eso de estudiar Derecho, lo pregunta ingenuamente.
—¡Guá,
chico! Lo que se estudia para ser abogado. Para defender pleitos, ¿no sabes?
Con esa profesión se gana mucha plata. Si no, que se lo pregunten al viejo de
nosotros, que con tres pleitos que defendió en Barlovento se puso en las tres
mejores haciendas de cacao de por allí. ¡A hacienda por pleito!
La
marejada de la ambición comienza a subir en él corazón de Juan Lorenzo.
Después de los Arizaleta, todos los de la cuerda han ido exponiendo sus
aspiraciones para el porvenir: uno va a trabajar en la casa de comercio de su
padre, que es de las más fuertes de Caracas; otro se propone hacer un viaje a
Europa; otro tira hacia la política, y asegura que llegará a ministro, por lo
menos, como su tío... Juan Lorenzo se pregunta interiormente: «Y yo, ¿qué
seré?» Pero no halla qué responderse, y la marejada de la am-
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458
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I
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bidón sin propósitos concretos se le
encrespa y le pone el humor áspero y sombrío.
Otra
noche faltan a la tertulia los Arizaleta porque hay baile en su casa. Casi
todos los compañeros han sido invitados. Juan Lorenzo va a verlo por la
barra.
£1
lujo de la casa lo deslumbra, el espectáculo de las mujeres lujosamente aderezadas
lo turba, la animación de sus postizos compañeros que están en el baile le
produce envidias que lo deprimen; pero todo se lo hacen olvidar las miradas
dulces y las ingenuas sonrisas que le dirige Mary, la hermanita menor de los
Arizaleta, que está sentada, junto a otra niñita, en la ventana donde él
forma barra.
La
había conocido una de aquellas tardes. Iba con él Manuel Arizaleta y entró en
su casa a dejar los libros. Mary se asomó al portón. Era una chiquilla
encantadora, de ocho o nueve años a lo más. Rubios crespos le bailaban en
torno al gracioso cuello; llevaba un traje color crema, con una faldita muy
corta con muchos pliegues y faralaes, que hizo pensar a Juan Lorenzo que se
parecía a un pollito. Mary, que ya sabía por su hermano quién era él, le
preguntó, candarosa e ingenua:
—¿Tú
eres Mano Juan?
Juan
Lorenzo le había respondido, todo cortado:
—Así
me llaman.
Y
ella:
—A
mí me dicen Mary; pero mi nombre es María Margarita.
Aquella
tarde a Juan Lorenzo le había acon
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|
tecido algo muy singular: se había quedado
viendo el crepúsculo, que tenia unos colores muy tiernos, de oros pálidos,
rosas suaves y dulcísimos azules, y no sabia por qué, pero le recordaron a
Mary.
Ahora
ella le dice a su amiguita, en secreteos que Juan Lorenzo oye claramente:
—Mira.
Ese es Mano Juan.
Y
sonríe viéndolo con inocente picardía.
Cuando
ella se quita de la ventana, Juan Lorenzo abandona la barra. Calle abajo se
va cavilando cosas gratas, cosas desapacibles, que le forman en el alma una
sola masa turbia de sentimientos melancólicos. A intervalos experimenta
oleadas de ternura hada la niñita que lo admira y le sonríe cariñosa; luego
le pasan por el ánimo tufaradas de amargura, de tristeza de si mismo, de
rabia insensata que él no sabe contra quiénes la siente.
De
pronto al doblar una esquina, se encuentra con el Maneto, que viene con unos
de su cuerda, seguramente de alguna fechoría.
—¡Guá,
Mano Juan! ¡Qué caro te vendes ahora!
—¡Chico!
Me vendo por el mismo precio.
—¡Jummm!
¿No me estarás queriendo gané mucho?
Y
lo mira de pies a cabeza con aire insolente.
—¿Qué
me quieres decí con eso?
—Que
como tú ahora andas reuniéndote con la crema, se me figura que debes creé que
estás montao al aire.
—¿Y
a ti qué te importa?
—No
es que me importe; es que me da risa.
|
460
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■HHBB
|
Pero
como advirtiese que Juan Lorenzo, movido por un reflejo maquinal, con un
golpe eficaz y rápido del índice se había echado hacia atrás el sombrero, lo
que anunciaba que estaba presto a disparar el célebre cabezazo volado con que
se abría siempre en pelea, agregó, tratando de recoger algo del veneno de sus
insidias:
—Yo
no comprendo, valecito, cómo un muchacho tan completo y tan macho como tú se
pué encurruñá con esos patiquines que no paran ni papelón.
Juan
Lorenzo se ablandó al halago y el turbio despecho de sí mismo, que ya lo
traía propenso, estuvo a punto de salírsele en una explicación de la
conducta que le vituperaba el Maneto y que en aquel momento valía por un
arrepentimiento de haberse alejado de su medio natural que era el pueblo;
pero su interlocutor, que ya se había preparado y cambiado con los suyos una
mirada inteligente, volvió al terreno de las provocaciones:
—¡Busca
tu cuerda, chico! Ca uno debe andá con los suyos y no está echándosela de que
pué mirá más arriba de sus ojos. Esos patiquines te quedan grandes. Sapo no
vuela ni que gavilán lo eleve.
La
injuria ei*a de las que debe despachurrar sobre la boca del que las profiere;
pero Juan Lorenzo vaciló y perdió tiempo, por primera vez en su vida.
Viéndolo
tan indeciso y turbado, el Maneto lo atribuyó a miedo, y cargó resuelto:
—Acuérdate
del dicho: Cuando un blanco se encuentra de un negro en la compañía...
|
—Eso
es contigo.
—¡Y
contigo, valecito! ¿Qué te estás pensando tú? ¿Tú crees que todos no sabemos
quién eres tú?
Juan
Lorenzo tuvo una nueva debilidad:
—¿Quién
soy yo? ¿Qué saben ustedes? ¿Qué saben ustedes?
Y
el otro, manoteándole en la cara:
^En
tu casa hacen dulces, como en la mía, y tú los sacabas a vendé a la calle,
como yo. Bastantes quesadillas te compré. Y, últimamente, tu familia no es
mejor que la mía.
—No
to metas con mi familia, porque no te lo aguanto.
—¡Que
no me lo aguantas! ¿Tú quieres que te hable más claro? Tu taita no era sino
un cantador de canciones de El Empedrado.
Juan
Lorenzo sintió en el rostro como si lo picasen avispas. Su historia estaba en
boca de aquellos muchachos de la calle, rodando por la calle, y algo que no
era miedo, pero que era más poderoso y abrumador que el miedo, detuvo el impulso
que iba a lanzarlo contra el Maneto.
Este
seguía diciendo, envalentonado y con la mala sangre hirviente de odio:
—¿Qué
vas a hacé? Zúmbame pa que te saques tu lotería. Si hace días que yo andaba
buscándote para decite too esto. Y más te digo: tu mamá...
Pero
no concluyó la frase, porque Juan Lorenzo se le arrojó encima, lívido de
cólera y de dolor, y sujetándole por las muñecas le descargó dos tremendos
cabezazos que le imposibilitaron para defenderse.
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Aturdido,
gemía cobarde el zambo:
—¡No
me tires más, valecito!
Juan
Lorenzo lo soltó con un gesto de asco. Y encarándose con los compañeros del
Maneto: —¡Sálganme ahora ustedes uno a uno!
—No,
Mano Juan. Nosotros no nos metemos contigo.
Viéndoles
las caras lívidas de miedo, Juan Lorenzo les volvió la espalda diciéndoles:
—Eso
es lo que son ustedes. ¡Cobardes! ¡Faramalleros!
Y
fue así como Juan Lorenzo Figuera, el hijo de Mano Carlos, que era un hombre
de la plebe, rompiendo con el Maneto, se rebeló contra su casta.
|
Caracas, 1922.
|
«LA
|
FIN
DE
REBELION»
|
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